– Quieres ganártelos y está bien. Pero no es lo que necesitan.
Kendra se deprimió. Cordie, que parecía tan frívola con sus noches de chicas y sus besuqueos con chicos de veinte años en pasillos oscuros y callejones, había llegado al fondo de la cuestión. Y el fondo de la cuestión iba más allá del intento de atraco de Ness, sus servicios comunitarios y los líos de Joel con los gamberros del barrio y ahora con la Policía.
– Los niños necesitan un padre -prosiguió Cordie-. En el mejor de los mundos, algo que es casi imposible hoy en día, los niños necesitan dos padres.
– Estoy intentando…
– ¿Sabes? -la interrumpió Cordie-. El asunto es, Ken, que no tienes que intentarlo. No es ningún pecado comprender que tienes demasiadas cosas entre manos, ¿sabes qué quiero decir? No todo el mundo está hecho para esto, y tampoco es ningún pecado reconocerlo. Yo siempre lo he visto de esta manera: que una mujer tenga los órganos no significa que tenga que utilizarlos.
Aquello le dolió por razones que no tenían nada que ver con los niños Campbell. Kendra se lo recordó a su amiga:
– Yo ni siquiera tengo los órganos.
– Podría haber una razón, Ken.
Había que decir que Kendra lo había pensado en más de una ocasión desde que le habían endilgado a los Campbell. Sin embargo, nunca lo había verbalizado. Creía que si lo hacía estaría cometiendo una traición tan grande que no encontraría la forma de compensárselo en toda su vida. Se convertiría en otra Glory para los niños. En realidad, sería peor que Glory.
– Tengo que hacerlo, Cordie -dijo-. Tengo que encontrar la manera. Lo que no voy a hacer nunca es dejarlos…
Cordie mostró clemencia cuando la interrumpió.
– Nadie te pide que lo hagas. Pero tienes que hacer algo y no tiene nada que ver con monopatines.
Sus opciones eran limitadas. En realidad, parecían prácticamente inexistentes. Así que fue al Falcon. Escogió a propósito este sitio, en lugar del gimnasio. Esta vez quería intimidad. Sabía que era una encerrona, pero se dijo que había cosas que hablar y necesitaba un sitio tranquilo para hacerlo. Sin duda, el gimnasio no lo era. El Falcon -o al menos el estudio de arriba- sí.
Dix no estaba. Pero uno de sus dos compañeros de piso sí. Mandó a Kendra al Rainbow Café. Dix estaba trabajando allí, ayudando a su madre. Llevaba haciéndolo tres semanas, le dijo. Había tenido que dar un descanso al culturismo.
Kendra pensó que Dix estaba infligiéndose un daño a sí mismo del que tenía que recuperarse. Pero cuando llegó al Rainbow Café, descubrió que no era el caso. Su padre había sufrido un infarto en el mismo local, lo suficientemente grave como para que su mujer y sus hijos se asustaran e insistieran en que siguiera las órdenes del médico: «Cinco meses de reposo y nada de saltarse mis instrucciones, señor D’Court». El hombre -que sólo tenía cincuenta y dos años- también estaba lo bastante asustado como para obedecer. Pero eso significaba que alguien tenía que meterse en la cocina y ocupar su lugar.
El Rainbow Café consistía en una L de mesas a lo largo del ventanal delantero y de la pared, además de una barra con taburetes giratorios viejos. Cuando Kendra entró, se dirigió al mostrador. No era hora de comidas, así que detrás de la barra Dix estaba ocupado limpiando los fogones con una rasqueta de acero mientras su madre ponía servilletas de papel en los servilleteros, que había recogido de las mesas. También tenía los saleros y los pimenteros alineados delante de ella en una bandeja.
El único cliente presente en aquel momento era una anciana con pelos grises en la barbilla. A pesar del calor que hacía en el café, no se había quitado el abrigo de tweed. Tenía las medias fruncidas en los tobillos y calzaba zapatos de cuero de suela gruesa. Daba cabezadas frente a una taza de té y un plato de judías con tostadas. A Kendra le pareció la encarnación misma de lo que podía llegar a ser la vida, una visión bastante escalofriante.
Cuando la madre de Dix vio a Kendra, se acordó de ella, a pesar de haberla visto sólo una vez. Evaluó la situación como cualquier madre perspicaz habría hecho en circunstancias similares, y lo que vio no le gustó.
– Dix -dijo, y cuando él alzó la mirada, señaló en dirección a Kendra con la cabeza.
Dix creyó que debía tomar nota a alguien y se volvió para hacerlo, pero suspiró cuando vio quién había entrado.
Distanciarse de Kendra no le había resultado fácil. La llevaba en la sangre. No lo soportaba, pero había llegado a aceptarlo. No sabía cómo llamarlo: amor, lujuria o algo a medio camino. Simplemente estaba ahí.
Para Kendra, Dix seguía teniendo buen aspecto. Era consciente de que lo echaba de menos, pero no tanto.
– Sigues teniendo buen aspecto, Ken -le dijo. Dix no era un hombre que mintiera.
– Y tú -dijo Kendra, devolviéndole el cumplido.
Miró a su madre y la saludó con la cabeza. La mujer le contestó igual. Su saludo era meramente formal. La tensión en el resto de la cara de Mariama D'Court decía mucho más.
Dix miró a su madre y se comunicaron sin mediar palabra. La mujer desapareció en un almacén; se llevó con ella la bandeja de saleros y pimenteros y dejó los servilleteros atrás.
Cuando Kendra preguntó cuándo había comenzado Dix a trabajar en el café, él la puso al día sobre lo que le había ocurrido a su padre. Cuando le preguntó qué pasaba con su entrenamiento, Dix dijo que algunas cosas tenían que esperar. Ahora le dedicaba dos horas al día. Tendría que bastar hasta que su padre se recuperara. Kendra quiso saber cómo lo llevaba, con las competiciones a la vuelta de la esquina y sin tiempo para prepararlas. Dix dijo que había cosas más importantes que las competiciones. Además, su hermana también se pasaba a ayudar todos los días.
Kendra sintió vergüenza. No sabía que Dix D'Court tenía una hermana. Se sintió demasiado incómoda en aquel momento para preguntarle una sola cosa sobre ella: si era mayor o menor, si estaba casada o soltera, etc. Simplemente asintió con la cabeza y esperó a que él le preguntara cómo iba la vida por Edenham Estate.
Lo hizo, y justo como ella había esperado, porque Dix era así de bueno. Quería saber de los chicos. Le preguntó cómo estaban. Se volvió para seguir limpiando los fogones y pareció centrar toda su atención en la tarea.
Kendra contestó que bien, que los niños estaban bien. Ness realizaba los servicios comunitarios sin quejarse y Toby seguía complementando su educación en el centro de aprendizaje. Había decidido que no era necesario hacer más pruebas a Toby, por cierto, añadió. Le iba bien.
– ¿Y Joel? -preguntó Dix.
Kendra no respondió hasta que el chico se dio la vuelta hacia ella. Le preguntó si le importaba que fumara y añadió que recordaba que a él no le gustaba demasiado.
Dix le dijo que hiciera lo que quisiera, y ella lo hizo. Encendió un cigarrillo y dijo:
– Te echo de menos.
– ¿Y Joel?
Kendra sonrió.
– Supongo que también. Pero yo hablo de mí. Te veo aquí y todo desaparece, ¿sabes?
– ¿El qué?
– Lo que fuera que hizo que rompiéramos. No recuerdo qué fue, sólo recuerdo lo que teníamos. ¿Con quién sales ahora?
Dix soltó una carcajada.
– ¿Crees que tengo tiempo para salir con alguien?
– ¿Qué me dices de querer salir con alguien? Ya sabes a qué me refiero.
– Yo no funciono así, Ken.
– Eres un buen hombre.
– Cierto.
– De acuerdo. Pues lo diré sin rodeos: me equivoqué y quiero que vuelvas. Necesito que vuelvas. No me gusta la vida sin ti.
– Ahora las cosas son distintas.
– ¿Porque trabajas aquí? ¿Por lo de tu padre? ¿Qué? Has dicho que no hay nadie…
– No me has contestado la pregunta sobre Joel.
Y no iba a hacerlo. Todavía no.