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Cal empezó a andar por este camino. Joel intentó apreciar la deliciosa aventura que representaba aquello. Se dijo que sería muy divertido llevar a cabo una misión en aquel lugar espeluznante. Él y Cal atacarían alguna tumba en la oscuridad apremiante y se esconderían detrás de una lápida si pasaba algún guarda. Procurarían no tropezarse con ninguna de las tumbas hundidas de las que advertían los carteles que había por todo el sendero, y cuando acabaran saltarían el muro y se marcharían con el trofeo que el Cuchilla deseaba que desenterraran. Era como una yincana.

Sin embargo, en la temprana oscuridad del invierno, el cementerio era un lugar sombrío, no muy propicio a la sensación de aventura que Joel deseaba tener. Con ángeles enormes de alas extendidas que rezaban en monumentos y mausoleos envueltos en hiedras, con cada centímetro de espacio cubierto de arbustos y hierbajos, el cementerio parecía más una ciudad espectral que un lugar de descanso para las almas. Joel casi esperaba ver espíritus etéreos emergiendo de sepulcros destartalados; fantasmas sin cabeza flotando en la maleza.

De la calle principal salían senderos sin asfaltar, embarrados, y bajo la luz mortecina Cal tomó uno. Tras andar unos cincuenta metros, desapareció entre unos cipreses espesos. Cuando Joel los atravesó un momento después, se encontró delante de un sepulcro grande lleno de líquenes. Lo habían construido hacía tiempo y tenía la forma de una capilla, pero la mampostería rellenaba el lugar que habían ocupado sus tres vidrieras de colores, y la puerta que en su día daba acceso a la pequeña estructura estaba enterrada por enebros plantados tan densamente que sólo habría podido pasarse entre ellos utilizando un machete.

No veía a Cal por ningún lado; entonces se le ocurrió que le habían tendido una emboscada. Su consternación anterior aumentó en proporción al hecho de percatarse que nadie sabía exactamente dónde estaba. Pensó en las palabras de advertencia de Cal, en sus propias bravuconadas.

– Mierda -murmuró, y escuchó con la misma atención que un chico asustado. Si alguien iba a saltarle encima ahora, imaginaba que al menos podía intentar intuir de qué dirección vendría el peligro.

De arriba, le pareció. Joel oyó un susurro que parecía salir de entre los cipreses y retrocedió. A unos tres metros del sepulcro-capilla, había un viejo banco de madera; caminó hacia él y se subió encima, como si aquello fuera a protegerle de alguna manera. Pero allí se fijó en lo que no había podido ver desde la base de la capilla: aunque el tejado a dos aguas estuvo formado en su día por grandes rectángulos de pizarra, ahora faltaban algunas, y dejaban un agujero que abría el interior del sepulcro a los elementos.

El ruido que Joel oía provenía, en realidad, de dentro de la tumba. Mientras observaba, una forma imprecisa surgió de dentro. Por encima de la pared aparecieron una cabeza, unos hombros; luego, una pierna. Todo era negro, excepto los pies, que eran sombríamente blancos y llevaban calzados unas deportivas.

– ¿Qué demonios estás haciendo, colega? -dijo Joel.

Cal se aupó y se dejó caer con suavidad desde la pared de la capilla al suelo, una distancia de unos tres metros.

– ¿Estás listo, tío? -le dijo.

– Sí, pero ¿qué hacías ahí dentro?

– Mirar.

– ¿El qué?

– Que esté todo bien. Ven aquí, colega. Tienes que entrar. -Cal señaló el sepulcro con el pulgar.

Joel le miró y luego miró la abertura en el tejado.

– ¿Y qué hago?

– Esperar.

– ¿A qué? ¿Cuánto tiempo?

– Bueno, ésa es la cuestión. Es lo que no sabes. El Cuchilla quiere saber que confías en él, chaval. Si tú no confías en él, él no confía en ti. Te quedarás aquí hasta que venga a recogerte, colega. Si no estás aquí cuando vuelva, el Cuchilla sabrá quién eres.

A pesar de su juventud, Joel vio la naturaleza ingenua del juego. Se basaba en el sencillo hecho de no saber. Una hora, un día, una noche, una semana. Sólo había una regla: ponerse totalmente en las manos de otra persona. Demostrar tu lealtad al Cuchilla antes de que él estuviera dispuesto a demostrarte a ti la suya.

Joel tenía la boca más seca de lo que le habría gustado.

– ¿Y si me descubren? -dijo-. No es culpa mía que algún guarda venga y me saque.

– ¿Qué guarda crees que asoma la cabeza en un sepulcro si no tiene una razón para hacerlo? Quédate callado y nadie vendrá a mirar, colega. ¿Entras o te quedas fuera?

¿Qué alternativa tenía?

– Entro -dijo Joel.

Cal entrelazó las manos y Joel se subió. Sintió que lo aupaba hasta la pared, donde se sentó a horcajadas al llegar arriba y miró abajo, dentro del pozo de oscuridad. Sólo veía formas imprecisas, una de ellas parecía un cuerpo fantasmal debajo de un manto de hojas en descomposición. Al ver aquello, sintió un temblor. Miró atrás, hacia Cal, que estaba observándolo, en silencio. Joel respiró hondo, cerró los ojos y con un escalofrío saltó dentro del sepulcro.

Aterrizó sobre las hojas. Uno de sus zapatos se hundió en un hoyo lleno de agua y el frío le envolvió cuando se le empapó el pie. Gritó y dio un salto hacia atrás, casi esperando que una mano esquelética lo agarrara e implorara que la rescataran de una tumba líquida. No veía prácticamente nada dentro de la cámara rectangular; sólo esperaba que sus ojos se adaptaran deprisa de la luz tenue del cementerio a la oscuridad de aquí dentro para poder saber con quién -o con qué- pasaría el tiempo.

La voz de Cal llegó en un susurro desde la distancia.

– ¿Todo bien, colega? ¿Estás dentro?

– Estoy bien -mintió.

– Espera aquí hasta que venga.

Entonces, Cal se marchó; el crujido de las ramas indicó que regresaba al camino de los cipreses.

Joel quiso protestar, pero se contuvo. No pasaba nada, se dijo. Sólo se trataba de demostrar al Cuchilla que tenía agallas.

Tenía las manos húmedas, así que se las frotó en los pantalones. Recordó lo que había distinguido desde la pared del sepulcro, justo antes de saltar dentro. Se armó de valor para ver un cadáver, diciéndose que estaba muerto, fallecido hacía tiempo y enterrado incorrectamente, que eso era todo. Pero nunca había visto un cadáver, no uno que estuviera al aire libre, expuesto a los elementos, en plena descomposición, con la carne que se pudría, con los dientes sonrientes y con unos gusanos que le comían los ojos.

La idea de ese fiambre justo detrás de él, en algún lugar, provocó que le temblaran los labios. Fue consciente de que su cuerpo se estremecía de los pies a la cabeza, y comprendió que allí dentro el frío de la noche se intensificaba por las paredes de piedra húmedas. Igual que Dorothy cuando estaba en Oz, pensó en casa. Pensó en su tía, en su hermano, en su hermana, en su cama, en cenar en torno a la mesa de la cocina y en ver después una cinta de dibujos animados con Toby. Pero, al notar que se le estaban humedeciendo los ojos, se obligó a abandonar tales pensamientos. Estaba comportándose como si ni siquiera pudiera sobrellevar la situación, pensó. Recordó la facilidad con la que Cal había parecido salir del sepulcro y comprendió que no estaba atrapado en aquel lugar. No tenía que hacer algo que le acarreara problemas con la ley. Lo único que tenía que hacer era esperar, y no cabía duda de que tenía agallas para hacerlo.

Más tranquilo, se obligó a actuar. Puesto que no podía estar ahí eternamente de cara a la pared sólo porque compartiera el espacio con un cadáver, se obligó a girarse y enfrentarse a él. Se dio la vuelta con los ojos bien cerrados. Cerró los puños y abrió lentamente los párpados.

Acostumbrado a la oscuridad, sus ojos distinguieron lo que antes habían sido incapaces de ver. Al cuerpo le faltaba la nariz y parte de la mejilla estaba hundida. El resto estaba vestido con una especie de túnica larga cuyos pliegues se levantaban a través de las hojas caídas. Todo en él era blanco: el propio cadáver, la mata de pelo, las manos entrelazadas sobre el abdomen, la túnica que lo cubría. Sólo era una piedra, se percató Joel, una efigie interna que decoraba el sepulcro.