– Ahí está, tío -dijo Cal.
Joel miró por la esquina del portal de la vieja panadería. Vio que una mujer pakistaní había salido del kiosco. Vestía un abrigo de hombre y caminaba trabajosamente con la ayuda de un bastón. Llevaba un bolso de piel colgado del hombro. Era, según Caclass="underline"
– Dinero fácil, tío. Ni siquiera mira a su alrededor para ver si corre peligro. Está pidiendo a gritos que la atraquen. Vamos. No tardarás ni un minuto.
Era evidente que la mujer no suponía ningún riesgo, pero, de repente, Joel no estaba tan seguro de cómo tenía que cumplir los deseos del Cuchilla en este asunto.
– Entonces, ¿puedo cogerle el bolso, simplemente? -dijo-. ¿En lugar de obligarla a que me dé el dinero?
– Ni de coña, tío. El Cuchilla quiere que estés cara a cara con la zorra.
– Entonces lo haremos más tarde. Lo haremos de noche. Busca otra mujer. Porque si paso corriendo a su lado y le cojo el bolso, no me verá. Pero si voy cara a cara de día…
– Mierda, tío, para ellos somos todos iguales. Vamos, venga. Si vas a hacerlo, tienes que hacerlo ahora.
– Pero para ellos yo no soy igual que todos. Déjame que le coja el bolso de un tirón, Cal. Podemos decirle al Cuchilla que la he atracado. ¿Cómo va a saber…?
– No voy a mentirle. Si descubre la verdad, no querrás estar cerca de él, créeme. Así que vamos. Atrácala. Se nos va el tiempo, tío.
Eso era verdad. Porque al otro lado de la calle, la mujer elegida avanzaba a un ritmo relativamente constante y se acercaba a la esquina. Si giraba y desaparecía de su vista, la oportunidad que tenía Joel podía esfumarse fácilmente.
Salió del portal de la panadería abandonada. Cruzó la calle y corrió para alcanzar a la mujer. Mantuvo la mano en torno al arma que llevaba en el bolsillo, esperando sinceramente no tener que sacarla. La pistola le asustaba tanto como asustaría seguramente a la mujer cuyo dinero y tarjetas de crédito tenía que conseguir.
Llegó a donde estaba y la agarró del brazo.
– Disculpe -dijo ridículamente, empujado por años de clases de buenos modales. Luego alteró el tono, endureciéndolo cuando la mujer se giró para mirarle-. Dame la pasta -dijo-. Dámela. También quiero las tarjetas de crédito.
La mujer tenía la cara arrugada y triste. No parecía estar en plenas facultades mentales. En este sentido, le recordó a su madre.
– He dicho que me des el dinero -dijo Joel con aspereza-. El dinero, zorra.
La mujer no dijo nada.
No quedaba alternativa. Joel sacó el arma.
– El dinero -dijo-. ¿Me entiendes ahora?
Entonces la mujer gritó. Gritó dos veces, tres. Joel agarró el bolso y se lo arrebató de un tirón. Ella cayó de rodillas. Mientras caía, siguió gritando.
Joel se guardó el arma en el bolsillo. Echó a correr. No pensó en la mujer pakistaní, los tenderos, la gente de la calle ni en Cal Hancock. Sólo pensaba en salir de la zona. Bajó por Portobello Road. Giró en la primera esquina que encontró. Lo hizo una y otra vez, a la izquierda y a la derecha, hasta que por fin se encontró en Westbourne Road, donde el tráfico era más denso, un autobús se acercaba a la acera y un coche patrulla estaba a cinco metros avanzando hacia él.
Joel se detuvo en seco. Buscó frenéticamente un modo de escapar. Saltó el muro bajo de una urbanización de viviendas de protección oficial y cruzó un jardín de rosales podados para el invierno. Detrás de él, oyó que alguien gritaba: «¡Alto!». Se oyeron dos portazos seguidos. No se detuvo, porque corría por su vida, por la vida de sus hermanos, por todo su futuro. Pero no fue bastante rápido.
Cerca del segundo edificio que alcanzó, una mano lo agarró del anorak por detrás. Un brazo lo cogió de la cintura y lo tiró al suelo. Un pie le presionó el final de la espalda.
– Bueno, ¿qué tenemos aquí? -dijo una voz, y la propia pregunta respondió a Joel.
Los policías no iban tras él. Su presencia no era producto de una mujer pakistaní chillando en Portobello Road. ¿Cómo iba a ser eso? La Policía reaccionaba a un delito cometido en la calle cuando tenía que reaccionar a un delito cometido en la calle. ¿Cuánto tiempo habían tardado en aparecer cuando dispararon al padre de Joel? ¿Quince minutos? ¿Más? Y había sido un tiroteo, mientras que aquí sólo había una mujer gritando en Portobello Road. La Poli no respondía a algo así como si les fuera la vida en ello.
Joel soltó un taco y se retorció para liberarse. Lo auparon hasta que estuvo frente a frente con un policía uniformado cuya cara era como la parte inferior de un champiñón. El hombre empujó a Joel hasta la calle, donde lo lanzó contra el lateral del coche patrulla junto al que estaba su compañero. La pistola que Joel llevaba chocó contra el metal del coche, lo que provocó que el otro agente fuera a ayudar cuando el primero gritó:
– ¡Pat! ¡Este cabrón va armado!
La gente comenzó a congregarse. Joel miró frenéticamente a su alrededor en busca de Cal. No había tenido el aplomo de deshacerse del bolso de la mujer pakistaní, así que estaba atrapado y sabía muy bien que estaba perdido. No sabía qué hacían a los atracadores. Menos aún sabía qué hacían a los chicos a quienes sorprendían con una pistola, estuviera cargada o no. Pero no sería nada bueno. Eso lo tenía claro.
Uno de los policías cogió el arma de su bolsillo mientras el otro colocaba la mano en la cabeza de Joel y lo metía en el asiento trasero del coche. El bolso acabó en la parte de delante y acto seguido, los dos agentes subieron al vehículo. El conductor encendió las luces del techo para que la multitud congregada se apartara. Joel vio los rostros de personas que no reconocía. El coche se alejó de la acera. Ninguno de ellos era cordial. Negaban con la cabeza, tenían los ojos apesadumbrados, los puños cerrados. Joel no estaba seguro de si todo aquello iba dirigido a él o a los policías. De lo que sí estaba seguro era de que la cabeza, los ojos y los puños de Cal Hancock no figuraban entre ellos.
De nuevo en la comisaría de Harrow Road, Joel se encontró en la misma sala de interrogatorios en la que había estado antes. También se topó con los mismos individuos pendientes de él. Fabia Bender estaba sentada a la mesa fija, en la silla fija, delante de él. A su lado estaba el sargento Starr, cuya piel negra brillaba como el satén debajo de la luz de la sala, que, por lo demás, era implacable. Una abogada de oficio se había unido a Joel en su lado de la mesa: ése sí era un acontecimiento nuevo. La presencia de la abogada -una chica de pelo rubio y greñudo que calzaba unos zapatos con la punta estúpidamente alargada y llevaba un traje pantalón negro arrugado- informó a Joel de la gravedad de la situación en la que se encontraba.
August Starr quería sacarle información sobre la pistola, porque para él la mujer pakistaní era caso cerrado. Tenía rascadas en las rodillas, pero, por lo demás, había resultado ilesa, aparte del hecho de que le hubieran arrebatado algunos años de vida por el miedo espantoso que había pasado. Sin embargo, le habían retornado el bolso, junto con el dinero y las tarjetas de crédito, así que su parte de la ecuación se solucionó en cuanto identificó a Joel como el chico que la había atracado. En la cabeza de August Starr, la mujer era como un tema finiquitado. El arma, sin embargo, no.
En una sociedad en las que las armas habían sido prácticamente inexistentes en su día entre las bandas de ladrones y asesinos, ahora eran cada vez más inquietantemente habituales. Que se tratara de un resultado directo de la permeabilidad de las fronteras que comportaba la unificación europea -lo que, para algunos, era sinónimo de abrir los brazos a todo tipo de contrabando, desde tabaco a explosivos- podía convertirse en una discusión eterna, y el sargento Starr no tenía tiempo de discutir. El hecho era que las armas estaban ahí, en su comunidad. Lo único que quería averiguar era cómo un chico de doce años había acabado con una.