Joel le contó a Starr que se había encontrado el arma. Detrás de la tienda benéfica donde trabajaba su tía, dijo. Había un callejón con contenedores y cubos de basura, por todas partes. Había encontrado el arma una tarde mientras hurgaba en un cubo. No recordaba en cuál.
– ¿Dónde, exactamente? -quiso saber Starr, que además de grabar todas las palabras de Joel, tomaba notas.
En uno de los cubos, le contestó Joel. Como había dicho, no recordaba en cuál. Estaba dentro de la basura de alguien, en una bolsa de plástico.
– ¿Qué clase de bolsa de plástico? -le preguntó Starr y escribió: «bolsa de plástico» con buena letra en una página de su libreta, lo que señalaba la esperanza de que al fin estuvieran llegando a alguna parte, y lo que provocó que Joel decidiera no llevarles a ningún lado.
El chico dijo que no sabía en qué clase de bolsa estaba el arma. Podía ser una bolsa de Sainsbury. Podía ser una bolsa de Boots.
¿Boots o Sainsbury?, August Starr hizo que sonara como un detalle fascinante. Anotó también «Boots» y «Sainsbury» en la libreta. Señaló que era un detalle bastante extraño, ya que esas bolsas eran muy distintas entre sí. Ni siquiera eran del mismo color y, aunque lo fueran, uno no esperaba encontrar basura dentro de una bolsa de Boots, ¿verdad?
Joel podía percibir que aquello era un truco. Miró a la abogada de oficio con la esperanza de que interviniera de algún modo, como hacían los abogados en la televisión cuando hablaban con firmeza sobre «mi cliente» y «la ley». Pero la abogada no dijo nada. Sus preocupaciones -aunque Joel no lo sabría nunca- giraban en torno a la prueba de embarazo que se había hecho aquella mañana, justo allí, en la comisaría de Policía, en el servicio de señoras.
Fabia Bender fue quien habló. Las bolsas de Boots eran demasiado finas para meter basura, le explicó a Joel. Lo más probable era que con un arma dentro una bolsa de Boots se rompiera. Así que, ¿no prefería Joel contar la verdad al sargento Starr? Todo sería mucho más sencillo si lo hacía, cielo.
Joel no dijo nada. No cedería, decidió. Lo mejor que podía hacer era mantener la boca cerrada. Al fin y al cabo, tenía doce años. ¿Qué iban a hacerle?
En aquel silencio prolongado, Fabia Bender preguntó si podía hablar en privado con Joel. Su abogada habló al fin. Dijo que nadie iba a hablar con su cliente -a Joel le satisfizo oír que utilizaba ese término- sin que ella estuviera presente. Starr señaló que no había ningún motivo para que nadie se comportara de manera irracional, puesto que lo único que intentaban hacer en estos momentos era esclarecer la verdad.
– Sin embargo -empezó a decir la abogada.
Sin embargo, enseguida terció Fabia Bender, que declaró que lo único que querían todos era lo mejor para el chico, instante en el que August Starr las interrumpió a las dos, pero fue incapaz de acabar la frase, ya que antes de que lograra decir algo más que: «Esperemos y pensemos…», se abrió la puerta de la sala de interrogatorios.
– ¿Podemos hablar, sargento? -dijo una agente, y Starr salió de la sala
Durante los dos minutos que el policía estuvo fuera, la abogada dio a Fabia Bender una breve charla sobre lo que denominó «los derechos del acusado según la ley británica cuando éste es un menor, señora». Dijo que esperaba que la señorita Bender supiera todo esto, teniendo en cuenta su profesión, un comentario que enfureció a Fabia Bender. Pero antes de que la asistente social pudiera dar una contestación que pusiera en su lugar a la abogada, el sargento Starr regresó. Dejó caer la libreta sobre la mesa y sin mirar a nadie excepto a Joel dijo:
– Ya puedes marcharte.
Los tres miraron al policía con perplejidad. Entonces, la abogada se levantó. Sonrió triunfante, como si de algún modo ella hubiera logrado provocar este resultado, y dijo:
– Vamos, Joel.
Cuando la puerta se cerró, dejando a los otros dos en la sala, Joel oyó que Fabia Bender decía:
– Pero ¿qué ha pasado, August?
También escuchó la respuesta lacónica de Starr.
– No tengo ni zorra idea.
Enseguida, con un adiós rápido de la abogada de oficio y una mirada antipática del policía de detrás del mostrador de recepción, pusieron en libertad a Joel. Se encontró fuera, en la acera de delante de la comisaría: ninguna llamada a su tía ni a nadie, ninguna petición para que alguien llevara al joven díscolo a su casa, al colegio o a un reformatorio.
Joel no entendía qué había sucedido. En un momento estaba viendo cómo su libertad y su vida se esfumaban, y al siguiente todo había sido un sueño. Sin tirones de orejas. Sin sermones. Sin advertencias. No tenía sentido.
Subió la calle hacia el pub Prince of Wales de la esquina. Andaba de puntillas mentalmente, imaginando todo el rato que un policía saldría de repente de un portal, riéndose de la broma que acababan de gastarle a un chico muy estúpido. Pero, de nuevo, Joel vio que su previsión tampoco se cumplía. Así que llegó a la esquina antes de que un coche se detuviera en la acera. Paró al lado de Joel. La puerta del copiloto se abrió y Cal Hancock bajó.
A Joel no le hizo falta ver quién era el conductor. Cuando Cal le hizo un gesto con la cabeza, se subió en la parte de atrás sin preguntar. El coche se incorporó a toda velocidad a la calle. Joel no era tan estúpido como para creer que el Cuchilla pensaba llevarlo a casa.
Nadie habló. A Joel le pareció una situación desconcertante, mucho más que si el Cuchilla le hubiera recriminado algo. Había fracasado en su misión de atracar a la mujer pakistaní, y eso era malo. Lo peor era que la Policía se había quedado con el arma. Intentarían averiguar de dónde había salido. Seguramente tenía las huellas del Cuchilla. Y si, por algún motivo, la Poli tenía fichadas sus huellas, el tipo tendría muchos problemas. Por otro lado, aquello ni siquiera comenzaba a plantear la cuestión del dinero perdido, pues ahora no podía venderse el arma en la calle.
Para Joel la tensión que había en el coche era como un día tropical y sin viento. No podía soportar lo que estaba provocando en su estómago, así que dijo:
– ¿Cómo me bajo, tío? -Dirigió la pregunta a cualquiera de los dos hombres de delante.
Ninguno respondió. El Cuchilla dobló una esquina demasiado deprisa y tuvo que dar un volantazo para no atropellar a una mujer africana vestida con colores vivos que cruzaba por un paso de cebra. Soltó un taco y la llamó «monstruo de feria de mierda».
– Gracias, pues -dijo Joel, refiriéndose a lo que hubiera hecho el Cuchilla para sacarle del lío.
Sabía que una ayuda así tenía que venir de él, ya que, de lo contrario, era sencillamente imposible que hubiera podido salir de la comisaría de Harrow Road. Una cosa era que te atraparan intentando robar un bolso o atracar a alguien en una acera. Esas cosas acababan con una comparecencia ante el juez, seguida de una serie de horas de orientación con alguien como Fabia Bender o una pena de servicios comunitarios en un lugar similar al centro infantil de Meanwhile Gardens. Pero una cosa bien distinta era que te cogieran con una pistola encima. Las navajas ya eran malas, pero las armas de fuego… Éstas implicaban más que una charla con un adulto que tenía buenas intenciones, pero que, básicamente, estaba cansado.
Así que Joel no podía imaginar qué había hecho el Cuchilla para librarle de las garras de la Policía. Más aún, no podía imaginar por qué lo había hecho, a menos que pensara que Joel estaba a punto de delatarle, en cuyo caso haría falta escarmentar al chico como él había esperado que el Cuchilla escarmentara a Neal Wyatt.
No se dirigieron a ningún lugar próximo a Edenham Estate. Aquello reforzó en la mente de Joel la idea de que, en efecto, iban a encargarse de él, no muy lejos de donde se extendía el terreno de Wormwood Scrubs. Joel sabía que para el Cuchilla sería fácil -a plena luz del día o no- pegarle un tiro en la cabeza y dejar su cadáver allí para que alguien lo encontrara al cabo de unas horas, días o incluso semanas. El Cuchilla sabría dónde abandonar su cadáver para que lo hallaran cuando quisiera. Y si no quería que lo encontraran, el Cuchilla también sabría qué hacer.