Tenía el dinero -esas benditas cincuenta libras de «Caminar por las palabras»-, así que no había ninguna necesidad de compartir con nadie la intención de ir a visitar a su madre. Joel escogió un día gélido en que su tía estaba trabajando, Dix estaba en el Rainbow Café, y Ness, en el centro infantil. Eso le dejaba a cargo de Toby y con tiempo suficiente para poner en marcha su plan de rescate.
Conocía la rutina. El autobús parecía estar esperándolos en la parada de Elkstone Road. Avanzó hasta la estación de Paddington con tan pocos pasajeros a bordo que el trayecto parecía diseñado para simbolizar la facilidad con la que iban a cristalizar sus planes. Compró los billetes de tren y llevó a Toby, como siempre, a WH Smith. Agarró con firmeza a su hermano, pero no tendría que haberse preocupado. Con el monopatín debajo del brazo, el pequeño caminó a su lado y preguntó si podía comprarse una chocolatina o una bolsa de patatas.
– Una bolsa de patatas -le dijo Joel. Lo último que necesitaba era a Toby manchado de chocolate cuando llegaran a ver a su madre.
Toby eligió patatas con sabor a gamba con una celeridad sorprendente, que también sugería lo bien que estaba cumpliéndose el guión que Joel había elaborado. Compró una revista para su madre -escogió Harper's Bazaar porque era la más gruesa que vendían- y en un impulso también le compró una lata de caramelos.
Pronto estaban saliendo de la estación de Paddington, pasando por delante de los muros de ladrillo lúgubres y sucios que separaban las vías del tren de las casas aún más lúgubres y sucias que daban directamente a ellas. Toby daba patadas a la parte de abajo del asiento y masticaba feliz sus patatas. Joel observaba la escena y trataba de pensar en cómo llevaría a su madre a casa.
Bajaron del tren al frío glacial, mucho más intenso que en Londres. La escarcha remataba los setos, cuyas ramas peladas servían de refugio a gorriones temblorosos, y los campos que se extendían detrás presentaban un manto brumoso de niebla helada. Placas de hielo cubrían los charcos de agua de lluvia; allí donde había ovejas, balaban con fuerza y se acurrucaban entre ellas formando una masa lanuda contra los muros de piedra.
En el hospital, y tras cruzar la verja, los chicos subieron deprisa por el sendero de entrada. El césped, como los campos, estaban blancos por la niebla helada que seguía posándose mientras Joel y Toby caminaban deprisa hacia el edificio principal, que surgía entre la neblina como salido de una película fantástica, un objeto que podía desaparecer tranquilamente antes de que llegaran a él.
Dentro, les golpeó una oleada de aire caliente. El contraste era como ir del Polo Norte a una zona tropical sin pasar por ningún clima intermedio. Avanzaron a trompicones por el calor que surgía de los radiadores. Joel dio sus nombres en la recepción. Le informaron de que Carole Campbell estaba en la caravana móvil de belleza. Podían esperarla allí, en la recepción, o salir a buscarla a la caravana, que encontrarían en el aparcamiento de personal en la parte trasera del edificio. ¿Sabían dónde estaba?
Joel dijo que lo encontrarían. Prefería infinitamente regresar afuera que tener que marchitarse entre la vegetación de plástico que decoraba el vestíbulo. Volvió a ponerle el anorak a Toby, que el niño ya se había quitado y tirado al suelo, y salieron afuera. Recorrieron un sendero de cemento resbalándose y patinando. Lo siguieron a lo largo de toda un ala del hospital, donde al final se bifurcaba, hacia la enfermería en una dirección, y hacia el aparcamiento de personal en la otra.
La caravana en cuestión era una casa móvil de las que en su día se veían por doquier en la campiña inglesa antes de la época de los vuelos baratos a las costas españolas. La habían bautizado «La Roulotte de los Rulos», un juego de palabras gracioso, pintado en el lateral de la caravana con letras grandes y gruesas junto a un arcoíris que conducía no a un caldero de oro, sino a una silla-secador al lado del dibujo de una mujer con rulos en la cabeza que corría a través de unas nubes para sentarse. Encima de la puerta había otro arcoíris. Joel llevó a Toby hacia allí y subieron dos escalones resbaladizos.
Dentro, el ambiente era templado, pero nada que ver con el calor insufrible del hospital. Había tres sillones de peluquería, donde permanecían sentadas tres mujeres en distintas fases de embellecimiento, atendidas por las manos de una sola peluquera. Al fondo había una zona de manicura y pedicura. Joel y Toby encontraron allí a su madre, a quien atendía una chica con el pelo tricolor y alborotado. Rojo, azul y púrpura, los mechones eran como la bandera orgullosa de una nación recién nacida.
Al principio, Carole Campbell no los vio. Ella y la manicura estaban concentradas examinando las manos de Carole.
– No sé cómo explicártelo de otra forma, querida -le estaba diciendo la manicura-. No tienes suficiente base, ¿entiendes? No te durarán. En cuanto te des un golpe, se acabó.
– No importa. -La voz de Carole era alegre-. Házmelas de todos modos. No te responsabilizaré si se me caen. Se acerca San Valentín y también quiero llevarlas decoradas. Quiero las más bonitas que tengas. -Entonces levantó la vista y sonrió cuando su mirada se posó en Joel-. Oh, Dios mío -dijo-, mira quién ha venido a verme, Serena. Justo detrás de ti. Dime que no es una alucinación. No he olvidado tomarme las pastillas, ¿verdad?
– No vamos a picar, Carole -dijo la peluquera mientras pintaba con algo denso y pegajoso el pelo mullido de una clienta.
Pero Serena le siguió la corriente a Carole, puesto que le habían enseñado a seguir la corriente a los pacientes por si se ponían nerviosos. Echó un vistazo en dirección a Joel y a Toby, los saludó con la cabeza y le dijo a su clienta:
– Muy bien, querida. No es una alucinación. ¿Estos pequeñajos son tuyos?
– Es mi Joel -dijo Carol-. Mi enorme Joel. Mira cómo ha crecido, Serena. Cariño, ven a ver lo que Serena está haciendo con las uñas de mamá.
Joel esperó a que saludara a Toby, a que lo presentara a la manicura. Toby se quedó atrás, tímidamente, así que Joel le dio un empujoncito. Carole estaba examinándose las manos otra vez.
– No pasa nada -murmuró Joel a su hermano-. Tiene la cabeza en otra parte y nunca ha podido hacer dos cosas a la vez.
– He traído el monopatín -dijo Toby amablemente-. Sé montar, Joel. Puedo enseñárselo a mamá.
– Cuando acabe con esto -dijo Joel.
Los dos chicos avanzaron sigilosamente hasta la mesa de manicura. Allí, Carole tenía las manos sobre una toalla blanca menos limpia de lo que podría estar. Descansaban como especímenes inertes bajo la luz brillante de un flexo. A un lado, había filas y filas de pintauñas, listos para ser utilizados.
El único problema del plan de Carole para su embellecimiento era que no podía decirse que tuviera uñas. Se las había mordido tanto que sólo le quedaba un trocito. En esta especie de muñones poco atractivos pedía que le pegaran unas uñas postizas. Estaban organizadas en unas cajas de plástico sobre las que la manicura dio unos golpecitos con sus propias uñas mientras intentaba, sin éxito, explicar a la madre de Joel y Toby que su plan para embellecer sus manos al instante no iba a funcionar. Realizó una exposición sincera, aunque poco práctica, ya que Carole quería lo que quería: las uñas postizas, pintadas y luego decoradas alegremente con unos corazones dorados que esperaban en un cartón apoyado en uno de los pintauñas.
Al final, Serena soltó un fuerte suspiro y dijo:
– Si es lo que quieres. -Aunque meneó la cabeza con un movimiento que decía inconfundiblemente «no será culpa mía» mientras se ponía a trabajar-. Van a durarte cinco minutos -dijo a modo de amenaza.
– Los cinco minutos más felices de mi vida. -Carole se recostó en su silla y miró a Joel. Juntó las cejas, la expresión confusa. Entonces se le iluminó la cara-. ¿Cómo está tu tía Ken? -preguntó.