– ¿Qué hacías con ese tipo, Joel? -preguntó Dix.
Joel parpadeó.
– ¿Eh?
– Nada de «eh», colega. Te he visto con él en la calle. Fumaba hierba, y tú estabas ahí esperando para dar una calada también. ¿Qué haces con él? ¿Ahora vendes o sólo fumas? ¿Cómo va a reaccionar tu tía si le digo lo que he visto?
– ¿Qué? -dijo Joel-. ¿Con Cal, quieres decir? Estábamos hablando, tío. Ya está.
– ¿Cómo es que has acabado hablando con un camello, Joel?
– Sólo lo conozco, ¿vale? Y él no…
– ¿Qué? ¿Vende? ¿Consume? ¿Ofrece? ¿Crees que soy estúpido?
– Ya te lo he dicho, es Cal. Punto.
– ¿De qué hablabais, si no era de droga?
Joel no contestó.
– Te he hecho una pregunta y quiero una respuesta.
Joel se irguió al oír el tono de Dix.
– No es asunto tuyo -contestó-. Vete a la mierda. No tengo que contarte nada.
Dix cruzó la cocina de un salto y levantó a Joel de la silla como una marioneta sin hilos.
– No me hables así -le ordenó.
Toby, junto a la entrada de las escaleras, donde había estado todo el rato, gritó:
– ¡Dix! ¡Es Joel! ¡Para!
– Cállate. Deja que siga con mis asuntos, ¿vale? -Agarró más fuerte a Joel.
– ¡Suéltame! -gritó Joel-. No tengo que hablar ni contigo ni con nadie.
Dix lo zarandeó, con fuerza.
– Oh, sí. Sí que lo harás. Empieza a explicarte, y hazlo ya. Y te digo una cosa, más vale que sea bueno.
– ¡Que te jodan! -Joel se retorció para zafarse. Dio una patada y falló-. ¡Suéltame! Suéltame, cabrón hijo de puta.
El bofetón llegó deprisa: la mano abierta de Dix conectó directamente con la cara de Joel. Sonó como un trozo de carne húmeda aterrizando en una tabla y sacudió la cabeza de Joel hacia delante y el chico perdió el equilibrio. Hubo otro bofetón, esta vez más fuerte. Luego Dix empezó a arrastrarle hacia el fregadero.
– ¿Y bien? -gruñó-. ¿Te gustan las palabrotas? ¿Te gustan más que contestar preguntas? A ver si así te gustan menos. -Inclinó a Joel sobre la encimera y alargó la mano para coger el Fairy.
Toby cruzó la cocina corriendo para detenerle. Cogió a Dix de la pierna.
– ¡Apártate de mi hermano! No ha hecho nada. ¡Apártate de mi hermano! ¡Joel! ¡Joel!
Dix lo empujó, con demasiada brusquedad. Toby no pesaba casi nada y la fuerza lo mandó contra la mesa, donde el niño empezó a gemir. Dix tenía el Fairy en la mano y echó un chorro del detergente en la cara de Joel. Apuntaba a la boca, pero acabó por todas partes.
– Alguien necesita que le desinfecten la boca -dijo mientras intentaba meter el pitorro entre los labios de Joel.
Pero unos pasos rápidos desde las escaleras trajeron a Ness a la cocina. Se lanzó sobre Dix y su hermano. La fuerza de su cuerpo volador tiró a Dix contra Joel y a Joel contra el borde de la encimera con la misma fuerza. Los pies del chico pelearon para alcanzar el linóleo y resbaló con el Fairy. Se cayó. Dix cayó con él y Ness aterrizó encima de los dos.
Gritó una sarta de palabrotas mientras arañaba la cabeza de Dix, y éste soltó a Joel para intentar protegerse la cara de las uñas de la chica. Joel se apartó rodando y llegó a la mesa, donde se agarró a una silla y se levantó tambaleándose.
– ¡Maldito seas! ¡Cabrón! ¡No vuelvas a tocar a mis hermanos! -gritaba Ness mientras atacaba al culturista con las manos, los pies, los codos, las uñas.
Dix consiguió agarrarle los brazos. Le dio la vuelta y él giró con ella. Ahora estaba él encima y la sujetó contra el suelo. Se retorcieron en el Fairy, un apareamiento desesperado que Dix intentó parar cubriendo el cuerpo de Ness con el de él.
Entonces Ness chilló. Profirió un grito largo, horripilante, como alguien que se adentra en el Infierno.
Justo en ese momento, llegó Kendra: Toby hecho un ovillo debajo de la mesa; Joel intentando apartar a Dix de su hermana; Dix haciendo lo que podía para calmarla; Ness muy lejos, en otro lugar.
– Déjala. ¡Déjala! -chillaba Ness. Echó la cabeza hacia atrás y arqueó la espalda con tanta fuerza que consiguió levantarlos a los dos del suelo-. ¡Déjala en paz! ¡No! Mamá… Mamá… -Y con ese último llamamiento inútil a una mujer que no estaba allí, que nunca estuvo allí y que nunca lo estaría, empezó a berrear. Era como el sonido de un animal que hubiera recibido un disparo, condenado a morir lentamente.
Kendra corrió hacia ellos.
– ¡Dix! ¡Páralo!
Dix se apartó de la chica rodando por el suelo. Tenía sangre en la cara y jadeaba como un corredor. Sacudió la cabeza, incapaz de hablar.
Pero no importaba, porque ya se encargaba Ness de hablar: en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos, pero ahora dando patadas y agitando los puños en el aire y luego contra su propio cuerpo.
– Aparta. Aparta, joder. ¡Aparta!
Kendra se arrodilló a su lado.
– Me lo hizo. Lo hizo. Lo hizo.
– ¡Ness! -gritó Kendra.
– Y no había nadie.
– ¡Ness! ¡Ness! Qué…
– Te ibas a las tragaperras. Decías: «Vigílales», y él decía: «Vale». Y te ibas y nos dejabas con él. Pero no era él. Eran todos. Restregándose contra mí, y yo notaba que estaba dura. Y él me subía la camiseta y apretaba…, y decía: «Me gustan jóvenes. Me gustan porque aún están firmes, mm, mm», y yo no sabía qué hacer, porque no imaginaba…
Kendra tiró de ella con fuerza para abrazarla.
– Dios santo -dijo llorando.
Los otros observaron, como estatuas, no por lo que veían, sino por lo que escuchaban.
– Y tú venías a visitarnos -dijo Ness llorando, agarrándose a Kendra y golpeándole la espalda-. Pasabas antes de ir a una discoteca, a otra, a donde fuera, te ligabas a un hombre, a otro. Y todo el mundo veía lo que querías hacer, lo sabían por tu imagen y por cómo te vestías. Pero tú sólo los querías de cierta edad y lo dejaste claro porque tenían que ser jóvenes, porque si eran viejos, de sesenta, sesenta y cinco, setenta, no los querías. Pero estaban calientes, ¿comprendes? Todos. Estaban calientes y la tenían dura y sabían lo que querían. Así que tú te ibas, ella se iba porque siempre se iba a las tragaperras y entonces era cuando cogían lo que querían. Lo cogían, joder. George y sus amigos en la cama del cuarto de la abuela. Todos se sacaban la polla… Se subían… Y yo no podía… No podía…
– ¡Ness! ¡Ness! -gritó Kendra. La abrazó, la meció. Le dijo a Joel-: ¿Tú lo sabías?
Él negó con la cabeza. Se había mordido el puño mientras su hermana hablaba y ahora percibía el sabor a cobre de su sangre. Lo que le hubiera pasado a Ness había pasado en silencio y tras una puerta cerrada. Pero recordaba que iban a casa de su abuela a menudo -esos amigos de George, a jugar a las cartas, a veces eran hasta ocho-. Recordaba que Glory decía mientras se ponía el abrigo:
– George, ¿podrás cuidar de los niños con todos tus amigos aquí?
– No te preocupes, Glor. No te preocupes por nada. Tengo ayuda suficiente para tripular un transatlántico o dos, así que tres niños no serán ningún problema. Además, Ness ya es mayor para ayudarme si los chicos se descontrolan. ¿Verdad, Ness? -respondía George alegremente, y le guiñaba un ojo.
Y Ness sólo decía:
– No te vayas, abuela.
Y la abuela decía:
– Prepárales un chocolate caliente a tus hermanos, cielo. Cuando os lo acabéis, la abuela ya habrá vuelto a casa.
Pero no lo bastante pronto.
Así que cuando Ness afiló un cuchillo de pelar, pareció el resultado lógico de lo que había revelado y de lo que había sucedido en la cocina. Joel la vio, pero no dijo nada. Comprendía que Ness, en esto, era igual que él. Si el cuchillo de pelar hacía que se sintiera segura, ¿qué?, pensó.