Intentó adivinar quién sería: el tipo del turbante y zapatos de charol, cuya barba naranja con las raíces largas y grises hacía difícil no mirarle; los dos góticos con múltiples piercings en la cara que se subieron en High Street Kensington, se sentaron y, de inmediato, empezaron a succionarse ávidamente la lengua el uno al otro; la anciana del abrigo rosa sucio, que había liberado sus pies hinchados de unos zapatos zarrapastrosos. Y había otros, muchos otros, a quienes Joel examinó y de quienes se preguntó: «¿Será él, ella, aquí, dónde?».
Al fin, Cal se levantó, justo cuando el tren comenzó a detenerse una vez más. Se agarró a la barra que recorría el techo del vagón, se disculpó educadamente y se abrió paso hasta la puerta. Joel le siguió.
Podrían haber estado en cualquier parte de Londres, pues en las paredes del andén había los mismos anuncios enormes de películas, los mismos carteles de exposiciones de arte, los mismos pósteres instando a tomarse unas vacaciones soleadas en una playa soleada. Unas escaleras señalaban la salida más adelante, al fondo del andén y encima -en realidad, espaciadas a intervalos a lo largo del trayecto- colgaban las cámaras de seguridad omnipresentes en Londres, que documentaban todo lo que sucedía dentro de la estación.
Cal se apartó de los otros pasajeros. Sacó algo de su bolsillo. En un momento de locura que hizo que le sudaran las manos, Joel pensó que su acompañante quería que lo hiciera justo allí, en el andén, a plena vista de las cámaras. Pero en lugar de eso, Cal le puso algo blando en la mano y le dijo:
– Ponte esto. Mantén la cabeza agachada.
Era un gorro de punto negro, parecido al suyo.
Joel vio lo acertado de la prenda. Se cubrió el pelo rizado y anaranjado con él. Lo agradeció, y agradeció que la época del año le obligara a llevar un anorak oscuro que también oscurecía el uniforme del colegio. En cuanto acabaran el trabajo y estuvieran huyendo, era poco probable que el blanco fuera capaz de identificarlos.
Avanzaron por el andén. Cuando llegaron a las escaleras, Joel no pudo resistirse a alzar la vista, a pesar de la orden de Cal de mantener la cabeza agachada. Vio que había más cámaras en el techo, que recogían la imagen de cualquiera que subiera a la calle. Otra cámara más grababa encima de los torniquetes que daban entrada y salida a la estación. En realidad, había tantas cámaras de seguridad a su alrededor que a Joel se le ocurrió pensar que él y Cal se habían desplazado hasta un lugar realmente importante. Pensó en Buckingham Palace -aunque no sabía si había una estación de metro cerca de la residencia real- y en el Parlamento y en el lugar donde se guardaban las joyas de la Corona. Le pareció la única explicación para tantas cámaras.
Salieron de la estación al bullicio que reinaba fuera. Delante de ellos había una plaza flanqueada de árboles en la que, al fondo, Joel vislumbró el trasero de una estatua de una mujer desnuda, que vertía agua desde una urna a una fuente que tenía debajo. Los árboles pelados por el invierno eran como una procesión que conducía a esta fuente y, entre ellos, farolas de hierro negras con pantallas de cristal impolutas se alzaban junto a bancos de madera decorados con hierro forjado verde. Alrededor de la plaza, taxis negros esperaban en fila, tan relucientes que el sol de última hora del día se reflejaba en ellos, mientras autobuses y coches circulaban por las muchas calles que desembocaban en ella.
Aparte de en programas de televisión, Joel nunca había visto un lugar como aquél. Era un Londres que no conocía, y si Cal Hancock decidía abandonarle en algún lugar de este barrio, Joel vio que estaría perdido. Por lo tanto, no perdió el tiempo quedándose embobado o pensando incluso en qué hacían dos tipos como ellos en esta parte de la ciudad donde desentonaban como pasas en un arroz con leche, sino que aceleró el paso para no quedarse atrás.
El grafitero caminaba a grandes zancadas por la derecha de una acera mucho más abarrotada que cualquiera que Joel hubiera visto nunca en North Kensington, a excepción de los días de mercado. Por todas partes, los compradores corrían con bolsas elegantes, algunos se metían en la estación de metro y otros entraban en un café de grandes ventanales con un toldo color burdeos con letras doradas: «Oriel. Grand Brasserie de la Place». Al pasar por delante, Joel vio al otro lado de los ventanales un carrito lleno de pasteles. Camareros con chaqueta blanca llevaban bandejas de plata. Se movían entre las mesas, donde hombres y mujeres con ropa fina fumaban, hablaban y bebían de tazas minúsculas. Algunos estaban solos, pero hablaban por el móvil, con la cabeza agachada para proteger sus conversaciones privadas.
Joel iba a decir: «¡Joder! ¿Qué hacemos aquí, colega?», cuando Cal llegó a una esquina y giró.
De repente, el ambiente cambió. Había algunas tiendas cerca de la plaza -Joel vio el reflejo de una cubertería en un escaparate, muebles modernos en otro, elaborados centros de flores en un tercero-, pero, a menos de veinte metros de la esquina, surgió una hilera de elegantes casas adosadas. No se parecían en nada a las casas adosadas lúgubres a las que Joel estaba acostumbrado. Eran resplandecientes, de los tejados a las ventanas de los sótanos. Detrás de ellas se elevaba un bloque de pisos, lleno de jardineras con pensamientos relucientes y grandes guirnaldas verdes de hiedras lustrosas.
Aunque aquel lugar también era totalmente distinto a lo que Joel estaba acostumbrado, respiró con mayor tranquilidad, fuera de la vista de tantas personas. Si bien ninguna parecía haberse fijado en él, seguía siendo cierto que él y Cal eran elementos extraños en ese lugar.
Tras caminar una corta distancia, Cal cruzó la calle. Más casas adosadas aparecieron a continuación de un largo bloque de pisos, todas pintadas de blanco -un blanco puro y absolutamente inmaculado- y con las puertas negras. Aquellos edificios tenían sótanos con ventanas visibles desde la acera, y Joel miró dentro mientras pasaban. Vio cocinas impolutas con encimeras de piedra. Vio el destello del cromo y estantes abiertos con vajilla de colores vivos. Fuera, también vio rejas de seguridad bien hechas, que impedían el paso a los ladrones.
Llegaron a otra esquina, y Cal volvió a girar. Aquí entraron en una calle en la que reinaba un silencio sepulcral. Joel pensó que aquel lugar era como el plató de una película que esperaba a que aparecieran los actores. A diferencia de North Kensington, aquí no había radiocasetes con música atronadora ni voces de discusiones a gritos. En una calle lejana, pasó un coche, pero eso fue todo.
Dejaron atrás un pub, el único local comercial de la calle, y también era una fotografía, como todo lo demás. Grabados de bosques cubrían las ventanas. Brillaban luces de color ámbar. La puerta robusta estaba cerrada al frío.
Después del pub, el resto de la calle estaba flanqueada de casas elegantes: otra hilera de casas adosadas, pero éstas de color crema, en lugar de blancas. Sin embargo, otra serie de puertas negras perfectas y brillantes daban acceso a estos lugares; verjas de hierro forjado recorrían la parte delantera, marcando los sótanos, abajo, y los balcones, arriba. Tenían macetas, tiestos, hiedras que caían hacia la calle; las alarmas de seguridad en la parte superior de las viviendas ahuyentaban a los intrusos.
En otra esquina más, Cal volvió a girar, lo que hizo que Joel se preguntara cómo iban a encontrar la salida de aquel laberinto cuando hubieran hecho lo que habían ido a hacer. Pero aquella esquina conducía a un pasaje por el que sólo cabía un coche, un túnel que se adentraba entre dos edificios, cegadoramente blanco y quirúrgicamente limpio, como todo lo demás en esta zona. Joel vio un cartel que decía «Grosvenor Cottages», y vio que detrás del túnel una hilera de casitas bordeaba una calle estrecha de adoquines. Pero la calle se transformaba deprisa en un sendero serpenteante, y el sendero sólo conducía a un jardín minúsculo en el que sólo un estúpido intentaría esconderse. Al final de este jardín, se alzaba un muro de ladrillo de unos dos metros y medio. No había adonde ir. No había nada más. Había una entrada. No había salida.