Fue entonces cuando Cal disparó.
Disparó, pensó Joel. Apretó el gatillo. Ni una palabra sobre entregarle el bolso. Ni una palabra sobre el dinero, los pendientes, el diamante. Sólo el sonido único de un único disparo, que resonó entre las casas altas a cada lado de la calle mientras la mujer se desplomaba entre sus compras y decía: «Oh». Luego se quedó callada.
El propio Joel profirió un grito ahogado, pero eso fue todo, porque Cal lo agarró y los dos salieron corriendo. No volvieron por donde habían venido, pues, sin hablar, discutir o elaborar un plan, los dos sabían que la mujer pelirroja había llevado el coche hacia allí y, sin duda, aparecería por las caballerizas de un momento a otro y los vería. Así que corrieron hacia otra esquina de la calle y la doblaron. Pero Cal dijo:
– ¡Mierda! ¡Joder! ¡Mierda! -Porque caminando hacia ellos a lo lejos había una anciana paseando a su corgi renqueante.
Cal se metió deprisa en una abertura a la izquierda. Resultó ser una caballeriza. La siguió, pues describía una curva pronunciada a la derecha, donde había una hilera de casas. Pero era una calle sin salida. Estaban atrapados, como ciegos perdidos en un laberinto.
– ¿Qué vamos a…? -empezó a preguntar Joel, aterrorizado, pero no logró decir más porque Cal lo empujó hacia el camino que acababan de dejar.
Justo antes de la curva pronunciada de las caballerizas, un muro alto de ladrillo señalaba el límite del jardín de una casa de otra calle. Ni siquiera a toda velocidad y alentados por el terror de ser vistos o atrapados, podrían haber esperado saltar la pared. Pero, afortunadamente, un Range Rover -tan comunes en esta parte de la ciudad- aparcado junto al muro proporcionó a Cal y a Joel lo que necesitaban. Cal saltó al capó y de allí subió a lo alto de la pared. Joel le siguió, mientras Cal se dejaba caer al otro lado.
Aterrizaron en un jardín agradablemente abandonado y se dirigieron a la otra punta. Atravesaron un seto bajo y tiraron una pila para pájaros; era de cobre y estaba vacía. Se encontraron de frente con otro muro de ladrillo. Éste no era tan alto como el primero. Cal pudo subirse a él con facilidad. Joel tuvo más problemas. Lo intentó una vez, luego otra.
– ¡Cal! ¡Cal! -dijo, y el artista extendió la mano, lo agarró del anorak y lo aupó.
Un segundo jardín muy parecido al primero. Una casa a la izquierda con ventanas tapadas. Un sendero de ladrillos que cruzaba el césped conducía a una pared. Una mesa y unas sillas debajo de un cenador. Un triciclo al lado.
Cal saltó al muro lejano. Se agarró a él. Cayó. Volvió a saltar. Joel lo cogió de las piernas y lo empujó hacia arriba. Cal se dio la vuelta y tiró de Joel. El chico apoyó los pies en la pared, pero no logró auparse. Se oyó el sonido de su anorak desgarrándose y soltó un grito de pánico. Empezó a deslizarse hacia abajo. Cal volvió a cogerle, por donde pudo. Brazo, hombros, cabeza. Le dio un golpe al gorro de punto de Joel y lo tiró al suelo, al jardín del que venían.
– ¡Cal! -gritó Joel.
Cal le levantó.
– Da igual -murmuró.
Dejaron el gorro ahí.
No dijeron nada más porque no hacía falta. Lo único que necesitaban era escapar. No había tiempo para que Joel cuestionara lo que había sucedido. Sólo pensó: «La pistola se ha disparado, se ha disparado y punto», e intentó no pensar en nada más. Ni en la cara de la mujer ni en su único «Oh»; tampoco en la imagen, ni en el sonido ni, evidentemente, en lo que sabía. Su expresión había pasado de sobresaltada a amable y agradable, y después a aterrada. Todo en menos de quince segundos, todo en el tiempo que tardó en ver, en darse cuenta y en intentar escapar.
Y luego estaba el arma. La bala del arma. El olor y el sonido. El fogonazo de la pistola y el cuerpo cayendo. Al desplomarse sobre las bolsas, la mujer se había golpeado la cabeza contra la verja de hierro forjado que recorría el peldaño superior a cuadros blancos y negros. Era rica, muy rica. Tenía que ser rica. Tenía un coche elegante en un barrio elegante lleno de casas elegantes, y le habían pegado un tiro, un tiro, un tiro a una señora blanca rica -elegante hasta la médula- junto a la puerta de su casa.
Otro jardín apareció delante de ellos: parecía un huerto en miniatura. Lo cruzaron a toda velocidad, hacia el lado opuesto, donde otro jardín constituía un tormento de arbustos, setos, matas y árboles que habían dejado crecer salvajemente. Delante de él, Joel vio a Cal, que se subía al siguiente muro. Arriba, movió el brazo frenéticamente para que el chico se diera más prisa. Joel respiraba con dificultad y notaba el pecho agarrotado. Tenía la cara empapada. Se pasó el brazo por la frente.
– No puedo… -dijo.
– No me jodas. Vamos, tío. Tenemos que largarnos de aquí.
Así que saltaron y cruzaron tambaleándose el jardín número cinco, donde descansaron un momento, jadeando. Joel se quedó escuchando, para ver si oía el sonido de sirenas, gritos, chillidos, o lo que fuera, procedentes del lugar del que se alejaban, pero todo estaba en silencio, lo que parecía buena señal.
– ¿La Poli? -preguntó, respirando entrecortadamente.
– Oh, ya vendrá. -Cal se apartó del muro y retrocedió un paso. Subió. Una pierna a un lado; la otra, al otro. Luego miró el siguiente jardín y pronunció una sola palabra-: Mierda.
– ¿Qué? -preguntó Joel.
Cal lo aupó. Joel se sentó a horcajadas en el muro. Vio que habían llegado al final de la hilera. Era el último jardín, pero no tenía un muro que al otro lado diera a una calle o a una caballeriza, sino que una inmensa pared externa de un edificio viejo y grande -de ladrillo, como todo lo que se habían encontrado- servía como límite lejano para este último jardín. La única forma de entrar o salir del césped y de los arbustos era a través de la casa a la que pertenecía.
Joel y Cal saltaron abajo. Dedicaron un momento a evaluar los alrededores. Las ventanas de la casa tenían barrotes de seguridad, pero unos estaban apartados a un lado, lo que sugería negligencia o que alguien estaba en casa. No importaba. No tenían alternativa. Cal fue primero. Joel le siguió.
En una terraza, que estaba delante de la puerta trasera, había un grupo de plantas, matas frondosas en macetas de arcilla cubiertas de líquenes. Cal cogió una y avanzó hacia la ventana sin barrotes. La lanzó, metió la mano dentro, entre los cristales rotos, y abrió un pestillo insignificante. Saltó dentro. Joel le siguió. Se encontraron en una especie de despacho doméstico. Aterrizaron en el escritorio, donde volcaron el terminal de un ordenador que ya estaba cubierto de tierra, cristales rotos y la mayoría de las matas que habían caído del tiesto.
Cal fue hacia la puerta y aparecieron en un pasillo. Se dirigieron a la parte delantera de la casa. No era una vivienda grande. Pudieron ver la puerta que conducía a la calle -una pequeña ventana ovalada en ella les prometía la bendita fuga-, pero antes de alcanzarla, alguien bajó corriendo las escaleras a la izquierda.
Era una mujer joven, la au pair de la familia. Parecía española, italiana, griega. Llevaba un desatascador como arma y cargó contra ellos, gritando como un misil termodirigido, con el desatascador levantado.
– ¡Mierda! -gritó Cal.
Esquivó el golpe y la empujó a un lado. Se dirigió hacia la puerta. A la mujer se le cayó el desatascador, pero recuperó el equilibrio. Agarró a Joel cuando el chico intentó pasar. Gritaba palabras ininteligibles, pero su significado estaba perfectamente claro. Se aferró a él como una sanguijuela. Alargó las manos hacia su cara, los dedos como zarpas.
Joel forcejeó con ella. Le dio patadas en las piernas, en los tobillos, en las espinillas. Agitó la cabeza para evitar las uñas con las que pensaba marcarle. La mujer fue a por su pelo. Lo agarró: un pelo que era como una señal luminosa; un pelo que nadie olvidaría nunca.
Los ojos de Joel se encontraron con los de ella. Para él fue terrorífico, pero pensó: «Tienes que morir, zorra». Esperó a que Cal le disparara como había disparado a la mujer morena. Pero en lugar de eso escuchó el golpe que dio la puerta al abrirse y chocar contra la pared. La chica le soltó en ese mismo momento. Joel salió corriendo detrás de Cal, a la calle.