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– Cal. Tenemos que liquidarla, tío -dijo jadeando-. Ha visto… Puede…

– No puedo, colega -dijo Cal-. No tengo el arma. Vamos. -Comenzó a caminar deprisa calle arriba. Ahora no corría, no quería llamar la atención.

Joel lo alcanzó.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Qué? ¿Dónde…?

Cal andaba deprisa.

– La he tirado, tío. En uno de los jardines.

– Pero van a saber… La has tocado…

– Tranqui. No te preocupes por esa mierda. -Cal levantó las manos. Aún llevaba los guantes que se había puesto para ir a recoger a Joel al colegio Holland Park, un tiempo que al chico le pareció que pertenecía a otra vida.

– Pero el Cuchilla va a… Y, de todos modos, yo… -Joel miró a Cal. La mente le iba a una velocidad endemoniada; no era, bajo ningún concepto, un niño estúpido-. Oh, mierda -susurró-. Oh, mierda, mierda.

La mano enguantada de Cal le empujó hacia la calle. Aquí no había acera, sólo adoquines y calzada.

– ¿Qué? -dijo Cal-. No podemos volver. Tú camina y estate tranquilo. Vamos a salir de ésta. Diez minutos v este lugar estará lleno de pasma, ¿entiendes? Ahora larguémonos, joder.

– Pero…

Cal continuó caminando, la cabeza agachada, la barbilla pegada al pecho, y Joel le siguió a trompicones, las imágenes le aporreaban la cabeza. Eran como fotogramas de una película. Iban hacia delante y hacia atrás sin ningún orden en particular: la mujer sonriendo mientras decía: «¿Os habéis perdido?». Su risa breve antes de comprender. El brazo de Cal levantado. El renqueo del corgi. La pila para pájaros de cobre. Un acebo enganchado a su anorak.

No sabía dónde se encontraban. Vio que era una calle más estrecha que las otras en las que habían estado, y si hubiera entendido la arquitectura de esta parte de la ciudad, Joel habría reconocido que eran unas viejas caballerizas, cuyos establos habían sido transformados, hacía ya tiempo, en casas, situadas detrás de las residencias mucho más espléndidas, que habían protegido caballos y carruajes en su día. A su izquierda, había edificios de ladrillo con fachadas sencillas, a los que pertenecían los jardines traseros que habían atravesado. Tenían tres pisos de altura y eran todos idénticos: un único peldaño conducía a una puerta de madera con una sencilla piedra en forma de V encima. Unos centímetros de granito servían de entrada. Las puertas de los garajes eran de madera, pintadas de blanco. A su derecha, la imagen era prácticamente la misma, pero también había negocios a lo largo de la calle: la consulta de un médico, el despacho de un abogado, un taller de reparación. Y luego más casas.

– Mantén la cabeza agachada, chaval -dijo Cal lacónicamente, pero por una confusión desafortunada, Joel hizo justo lo contrario.

Vio que pasaban por delante de la mayor casa de la ruta, señalada con balizas negras con grandes cadenas de hierro para mantener alejados a los coches de la parte delantera del edificio. Pero había algo más, y levantó la cabeza hacia allí. Una cámara de seguridad estaba instalada justo encima de una ventana en el primer piso.

Se quedó sin aliento y agachó la cabeza. Cal lo agarró del anorak una vez y tiró de él hacia delante. Caminaron deprisa hasta el final de la calle.

La primera sirena sonó entonces, ululando en la distancia justo en el momento en que Joel vio que, delante de ellos, la calle en la que se encontraban se bifurcaba en dos calles más. Aquí los edificios surgían como vedettes, distintos a los otros por los que habían pasado. Aparte de los bloques de pisos de North Kensington, eran las mayores estructuras que había visto en su vida, pero no se parecían en nada a los edificios de apartamentos a los que estaba acostumbrado. Estaban hechos de ladrillos de color pardo oscuro -aquí no había el ladrillo amarillo sucio de Londres- y decorados con ventanas emplomadas con molduras blancas como perlas. Cientos y cientos de chimeneas de formas elegantes surgían de los tejados. Joel y Cal eran como hormigas aquí, atrapadas en el cañón que formaban estas estructuras.

– Por aquí, colega -dijo Cal, y de manera asombrosa para Joel, comenzó a caminar en dirección a las sirenas.

– ¡Cal! ¡No! ¡No podemos! -gritó Joel-. Ellos… Van a… Si ven… -Y se quedó clavado.

– Vamos, tío -dijo Cal girando la cabeza-. O quédate aquí y acabarás explicándole a la pasma qué hacías por este barrio.

Entonces otra sirena profirió su advertencia de dos tonos, a varias calles de distancia. Joel pensó que si caminaban… Si parecían dos tipos que tenían negocios en la zona… Si parecían turistas -aunque era una idea ridícula- o drogatas que vendían el Big Issue… O estudiantes extranjeros… O lo que fuera… O ¿qué…?

Pero seguía estando la au pair, la del desatascador. Habría corrido al teléfono, se percató Joel, y sus manos temblorosas ya habrían marcado los tres números, que era todo lo que hacía falta para alertar a la Policía. Habría dado su dirección a voz en grito. Se habría explicado y la pasma llegaría, porque aquélla era una parte fina de la ciudad, adonde la Poli acudía corriendo cuando pasaba algo.

¿Dónde estaban, entonces?, se preguntó Joel. ¿Dónde estaban?

Balcones de hierro forjado parecían aparecer por todas partes encima de él. Nada de bicicletas oxidadas en ellos, nada de muebles quemados delante de las puertas para que se pudrieran con las inclemencias del tiempo. Nada de tendederos de colada mugrienta. Sólo flores de invierno. Sólo arbustos podados con formas de animales. Sólo cortinas gruesas y elegantes que colgaban bajas sobre las ventanas. Y esas chimeneas alineadas como soldados, rango a rango a lo largo de los tejados, recortando sus formas en el cielo gris: globos y escudos, teteras y dragones. ¿Quién iba a pensar que podía haber tantas chimeneas?

Cal se había detenido en la esquina de otra calle más. Miró a izquierda y derecha, un acto que servía para evaluar dónde estaban y hacia dónde podían ir. Delante de él había un edificio distinto a los que habían visto hasta ahora: era de acero gris y hormigón, interrumpido por cristales. Se parecía más a lo que estaban acostumbrados a ver en su parte de la ciudad, aunque era más nuevo, fresco y limpio.

Cuando Joel alcanzó a Cal, le quedó claro que aquí no estaban a salvo. Gente con bolsas salía de las tiendas, y las tiendas ofrecían abrigos con cuellos de pieles, ropa de cama planchada, frascos de perfume, pastillas de jabón elegantes. Una tienda de alimentación exhibía naranjas que descansaban individualmente en papeles verdes, y un puesto de flores cercano ofrecía cubos de tallos de todos los colores imaginables.

Era distinguido. Era dinero. Joel quería correr en dirección opuesta. Pero Cal se detuvo y miró el letrero del escaparate de la pastelería. Se ajustó el gorro de punto, bajándoselo, y se subió el cuello del chaquetón.

Más adelante sonaron dos sirenas más. Un hombre blanco corpulento salió de la pastelería, con una caja para tartas en las manos.

– ¿Qué pasa? -dijo.

Cal se giró hacia Joel.

– Vamos a ver, tío -dijo, y pasó por delante del hombre blanco con un educado «Disculpe», mientras avanzaban.

A Joel le pareció de locos, ya que ahora Cal se había puesto a andar directamente hacia las sirenas. Mientras caminaba al lado del grafitero, dijo con cierta indignación:

– No podemos. ¡No podemos! Cal, tenemos que…

– Tío, no tenemos elección, a menos que se te ocurra algo. -Cal señaló con la cabeza el ruido-. El metro esta por ahí y tenemos que salir de aquí, ¿entiendes lo que te digo? Tú estate tranquilo. Aparenta curiosidad. Como todos los demás.

La mirada de Joel siguió automáticamente el camino que había indicado Cal con la cabeza. Entonces vio que tenía razón. A lo lejos, distinguió la silueta de la mujer desnuda que vertía agua en la fuente, sólo que esta vez la veía desde un ángulo distinto. Así que se dio cuenta de que se acercaban a la plaza a la que habían salido desde el metro. Estaban a cinco minutos o menos de poder escapar de la zona.