Llegó al coche por detrás. Por las lunas traseras vio a otra persona más dentro y reconoció la forma de su cabeza. Deseó fervientemente que Arissa no estuviera con el Cuchilla y con Cal -no podrían hablar con franqueza con una farlopera cerca que intentaba meter la mano en los pantalones de todo el mundo, pensó-, pero Joel sabía que podía quedarse con ellos tres hasta que el Cuchilla se hartara de la presencia de Arissa y la echara del coche en algún lugar, para que volviera a casa. Entonces podrían hablar: sobre lo que había ocurrido en Eaton Terrace y lo que iban a hacer a continuación. Y también sobre Ness, porque aún y siempre estaba Ness y su problema, y Joel había hecho lo que había hecho para sacarla de su embrollo.
Sin embargo, nada de esto abordaba la cuestión de la presencia de Ivan. Sin duda, el mentor se preguntaría qué hacía Joel subiéndose a un coche que pertenecía al Cuchilla, y era evidente que no lo olvidaría.
– Joel, qué alegría verte -dijo Ivan-. Estaba poniendo a Stanley al corriente del proyecto.
Tantas cosas habían invadido la mente del chico a lo largo de las semanas que al principio no supo de qué le hablaba Ivan, no al menos hasta que añadió:
– La película. He tenido una reunión extraordinaria con un hombre que se llama señor Basura, no es su verdadero nombre, por supuesto, sino el nombre que utiliza profesionalmente, pero ya te lo explicaré todo luego, y, por fin, la parte final del trabajo de pre-producción está resuelta. Ahora tenemos financiación. Hemos conseguido la maldita financiación.
Ivan sonrió y realizó un gesto inusitado de júbilo, agitando un brazo en el aire. Aquello permitió a Joel ver que sujetaba un tabloide, y eso sólo significaba una cosa: la cobertura del incidente en Belgravia, lo que implicaba llevar el tema a North Kensington, que era el último lugar de la Tierra donde Joel y Cal necesitaban que se hablara del tema.
Joel miró hacia el coche. Miró a Cal. Débilmente oyó que Ivan decía: «Sabía que la conseguiríamos si encontrábamos el contacto adecuado de alguien cuyo pasado…», pero el resto se lo llevó el viento. Porque en el coche estaba el Cuchilla y estaba Arissa, en efecto, pero no Cal Hancock. En su lugar, sentado en el asiento del copiloto, donde siempre se sentaba Cal, estaba Neal Wyatt, que parecía estar allí perfectamente cómodo.
Joel miró de Neal al Cuchilla. Vagamente detrás de él, oyó que Ivan decía:
– Ya conoces a Neal. Justo estaba contándole lo que planeamos. Me gustaría que los dos os implicarais en el proyecto porque -y sólo tenéis que escucharme- ya es hora de que aparquéis vuestras diferencias. Tenéis mucho más en común de lo que imagináis; trabajar en la película os lo demostrará.
Joel apenas escuchó nada de esto. Estaba ordenando las cosas en su mente e intentaba dilucidar qué significa todo aquello.
Llegó a la conclusión de que el Cuchilla -a quien Cal había informado de que ahora Joel era su hombre- por fin estaba cumpliendo con su parte del trato sobre Neal Wyatt. Había recogido al chico de donde fuera que anduviera Neal cuando no se metía con gente de la zona y le había dicho que tenía que subir al coche. El Cuchilla había compartido un porro con él, razón por la cual Neal parecía estar tan tranquilo, con la guardia bajada y de buen humor. Ahora que el Cuchilla lo tenía donde quería, iba a escarmentar al gamberro de una vez por todas. Joel intentó sentirse bien con todo aquello, tratando de aplicarlo a su propia situación. Escarmentar a Neal, como había prometido, decidió, también tenía que implicar protegerle a él de las consecuencias de disparar a la mujer de un policía.
Sin embargo, Joel no se planteó el porqué del disparo. No se planteó por qué un atraco había acabado con una bala dentro del cuerpo de una mujer. Siempre que pensaba en ello, se obligaba a recurrir a la palabra «accidente». Pensó que aquello tenía que ser un terrible error; pensó en aquella pistola, capaz de desencadenar un mundo de violencia al dispararse accidentalmente; pensó en cuando Cal se la quitó, cuando él -al ver el rostro amable de la mujer blanca- no logró exigirle su dinero.
– … analizarlo con vosotros -estaba diciendo Ivan, como si hubiera concluido sus comentarios. Se inclinó sobre el coche y dijo-: Y, Stanley, piensa tú también en lo que te he ofrecido, ¿lo harás, señor mío?
El Cuchilla ofreció una sonrisa a Ivan, los párpados bajados.
– I-van -murmuró-, eres un cabrón con suerte, ¿entiendes lo que digo? Has sido capaz de divertirme durante tanto tiempo que imagino que nunca me apetecerá matarte.
– Vaya, Stanley -dijo Ivan, que se apartó del coche mientras el Cuchilla arrancaba y aceleraba el motor-, estoy profundamente emocionado. Por cierto, ¿ya has leído a Descartes?
El Cuchilla se rió.
– I-van, I-van. ¿Por qué no lo pillas? Para existir hace falta mucho más que pensar, tío.
– Ah, pero ahí es precisamente donde te equivocas.
– ¿Sí? -El Cuchilla puso la mano en la nuca de Neal Wyatt y le dio un tirón amistoso-. Nos vemos, I-van. Yo y este de aquí tenemos que ocuparnos de unos asuntillos.
Neal se rió. Se limpió el labio superior con el dorso de la manta, pues así sofocaría la risita. Miró a Joel y articuló la palabra «mamón».
– Encantado de verte, Jo-el -dijo el Cuchilla-. Y saluda a la zorra de tu hermana de parte del Cuchilla. Esté donde esté.
Pisó el acelerador. El coche se incorporó al tráfico que se dirigía a Maida Vale. Joel se quedó mirando mientras se marchaban. Un brazo -el brazo de Neal- salió por la ventanilla del copiloto y apareció un puño. Se transformó en un saludo de un dedo. Nadie dentro del coche intentó impedírselo.
Ivan insistió en que fueran a tomar un café. Tenían asuntos de los que hablar, ahora que el señor Basura se había ofrecido a financiar la película en la que habían estado trabajando Ivan y su grupo de guionistas esperanzados.
– Ven conmigo -dijo Ivan-. Tengo una propuesta que hacerte.
En busca de una excusa, Joel murmuró vagamente algo sobre su tía, algo acerca de su hermano, sobre deberes que debía acabar, pero Ivan le prometió que no tardarían.
Joel supo que el mentor no iba a aceptar un no por respuesta. Lo pondría en un compromiso una y otra vez hasta obtener lo que quería: que los ayudara. Se trataba de algo que nunca podría hacer, al menos no ahora, pero como Ivan, incapaz de rendirse, no lo sabía, probablemente seguiría engatusando a Joel para que tomaran un café, para que dieran un paseo o para que se sentaran en un banco. Así que el chico lo acompañó. Quisiera lo que quisiera contarle, no le llevaría mucho tiempo; además, Joel no pensaba responder, lo que no haría más que prolongar una conversación no deseada.
Ivan lo condujo a un café no muy lejos de Harrow Road, un lugar mugriento con mesas pegajosas y un menú que veneraba a una Inglaterra que había dejado de existir hacía al menos treinta años: judías o champiñones con tostadas, huevos fritos con lonchas de beicon, pan frito, judías con salsa de tomate y huevos, rollitos de salchicha, parrilladas mixtas. El olor a grasa del lugar era muy fuerte, pero Ivan -felizmente ajeno a él- señaló a Joel una mesa en el rincón y le preguntó qué quería, antes de encaminarse a la barra para pedir, Joel eligió un zumo de naranja. Sería de lata y sabría a algo que venía de una lata, pero tampoco pensaba bebérselo.
Afortunadamente, allí no había nadie más, aparte de Bob, el Borracho, que dormitaba en su silla de ruedas, junto a una mesa del rincón. Ivan pidió. Después, desdobló el periódico que llevaba para echar un vistazo a la portada, Joel vio parte del titular del Evening Standard. Pudo leer «Cámara de seguridad» y, debajo: «Alerta criminal». Con estos datos, concluyó que la Policía había encontrado las imágenes que buscaba a través de las cámaras de seguridad que rodeaban la plaza, así como de las cámaras del barrio próximo al lugar de los hechos. Pensaban emitirlas en Alerta criminal.