No podía sorprenderle. Era probable que cualquier cinta relacionada con una mujer blanca que hubiera recibido un disparo delante de su casa en un barrio fino de Londres encontrara el camino hasta la televisión. Si esa mujer blanca estaba casada con un policía de New Scotland Yard que trabajaba en un caso importante, el camino estaba garantizado.
En cuanto a las cintas de esas cámaras, la única esperanza para Joel residía en dos posibilidades: en que la calidad de las imágenes fuera pobre y demasiado alejada para que sirvieran para identificar a alguien, o en que el programa de televisión en sí mismo tuviera poco o ningún interés para una comunidad como la de su barrio de North Kensington.
Ivan llevó las bebidas a la mesa. Tenía el periódico sujeto debajo del brazo. Al sentarse, lo lanzó sobre una silla vacía. Se echó azúcar en el café y empezó a hablar.
– ¿Quién hubiera pensado que era posible ganar una fortuna con la basura? ¿Y luego estar dispuesto a compartir esa fortuna…? -Ivan posó las manos alrededor de la taza y prosiguió, para aclarar que no se refería al periodismo-. Cuando un hombre recuerda sus raíces, amigo mío, puede hacer un mar de bien, si no da la espalda a aquellas personas que ha dejado atrás… Eso es lo que ha hecho el señor Basura por nosotros, Joel.
El chico intentó no mirar el periódico, pero, doblado por la mitad, el Standard había aterrizado boca abajo, con el titular oculto y el resto de la portada plenamente visible. Actuaba como el canto de una sirena, totalmente irresistible, y ahí estaba Joel, sin un mástil al que atarse. Ahora veía una fotografía, con el inicio de un artículo debajo. Se encontraba demasiado lejos para leer algo de lo que decía, pero la imagen era visible. En ella, un hombre y una mujer estaban apoyados en una barandilla; sonreían a cámara, con unas copas de champán en las manos levantadas. El hombre era rubio y guapo; la mujer era atractiva y morena. Parecían un anuncio de la «pareja perfecta» y, detrás de ellos, las aguas plácidas de una bahía brillaban debajo de un cielo azul totalmente despejado. Joel volvió la cabeza. Intentó centrarse en las palabras de Ivan.
– … se hace llamar señor Basura -decía Ivan-. Al parecer, es un diseño sencillo que han comprado las áreas metropolitanas de todo el mundo. Funciona a través de cintas transportadoras informatizadas, o algún aparato así, que lo separa todo, por lo que no hay que concienciar a la población para que recicle. Ha ganado una fortuna con eso, y ahora está dispuesto a destinar una parte a la comunidad de la que procede. Nosotros somos uno de sus beneficiarios. Tenemos una subvención renovable. ¿Qué me dices a eso?
Joel tuvo el aplomo para asentir con la cabeza y decir:
– Una pasada.
Ivan ladeó la cabeza.
– ¿Eso es lo único que se te ocurre decir a doscientas cincuenta mil libras? ¿Una pasada?
– Está guay. Ivan. Adam y los demás estarán como locos, seguro.
– Pero ¿tú no? Tú también formas parte. Necesitaremos a todo el mundo que se pueda involucrar en el proyecto, si es que queremos sacarlo adelante.
– Yo no puedo hacer ninguna película.
– Qué tontería. Sabes escribir. Puedes emplear el lenguaje de una forma que otras personas… Escúchame. -Ivan acercó más su silla a la de Joel y habló con seriedad, como hablaba por lo general cuando creía que había que transmitir algo con suma urgencia-. No espero que actúes en la película o que te pongas detrás de la cámara, o que hagas nada que no estés acostumbrado a hacer. Pero vamos a necesitarte en el guión… No, no discutas. Escucha. Ahora mismo, el diálogo está dando un giro demasiado fuerte hacia el habla local y necesito a alguien que defienda un espectro más amplio. A ver, la jerga está bien si sólo queremos un lanzamiento local. Pero, francamente, ahora que tenemos este respaldo detrás de nosotros, creo que deberíamos apuntar más alto. Festivales de cine y cosas así. No es momento de ser humildes en nuestras aspiraciones. Creo que tú puedes hacer que los demás lo vean, Joel.
El chico sabía que todo aquello era basura y quería reírse de lo irónico que era: no estaría sentado en aquel lugar en aquel momento manteniendo aquella conversación con Ivan si un montón de basura no lo hubiera hecho posible. Pero no quería discutir con su mentor. Quería coger un periódico para poder comprobar qué estaba haciendo la Policía. Y quería hablar con el Cuchilla.
Bruscamente, se apartó de la mesa. Se levantó y dijo:
– Ivan, tengo que irme.
Ivan también se levantó, con una expresión alterada.
– Joel -dijo-, ¿qué ha pasado? Puedo ver que algo… He oído lo de tu hermana. No he querido mencionarlo. Supongo que esperaba que la noticia de la película te permitiera pensar en otras cosas un rato. Mira. Perdóname. Espero que sepas que soy tu amigo. Estoy dispuesto a…
– Otro día -le interrumpió Joel. Obvió la necesidad de reprimir la amabilidad inútil, reprimirla físicamente y no sólo con palabras-. Una gran noticia la que te han dado, Ivan. Tengo que irme.
Se marchó corriendo. Aún faltaban horas para que Toby acabara su trabajo en el centro de aprendizaje, así que Joel sabía que tenía tiempo de pasarse por Lancefield Court, y allí se dirigió en cuanto dejó atrás el café. Se deslizó por la abertura de la alambrada y subió al primer piso. Nadie montaba guardia al pie de las escaleras, lo que tendría que haberle dicho que el piso desde el que el Cuchilla distribuía la mercancía a sus camellos iba a estar vacío. Pero estaba desesperado, y su desesperación le obligó a llevar a cabo su búsqueda inútil de todos modos.
Joel decidió entonces que el Cuchilla había llevado a Neal a algún lugar bastante seguro para ocuparse de él. Pensó en la estación de metro abandonada, en un rincón escondido del cementerio de Kensal Green. Pensó en aparcamientos grandes, garajes cerrados, almacenes, edificios a punto de ser derribados. Le pareció que Londres estaba repleto de lugares adonde el Cuchilla podría haber llevado a Neal Wyatt e intentó consolarse pensando que allí -en cualquiera de estos miles de lugares- estaba informando a Neal Wyatt de que los días de seguir, acosar, agredir y atormentar a los niños Campbell habían llegado a su fin.
Porque eso, Joel se tranquilizó, era lo que estaba sucediendo. Hoy. Ahora mismo. Y en cuanto Neal Wyatt quedara escarmentado al fin y de manera permanente, podrían pasar a rescatar a Ness y llevarla a casa con su familia.
Pensar en todo aquello le sirvió de consuelo. También le aportó otra cosa sobre la que reflexionar, para no tener que plantearse lo que no soportaba plantearse: qué podía significar, en realidad, que Cal Hancock no apareciera por ninguna parte, que una mujer blanca hubiera recibido un disparo y que Belgravia, New Scotland Yard y el resto del mundo quisieran encontrar al responsable.
Pero a pesar de la determinación por alejar sus pensamientos de lo insoportable, Joel no podía hacerse el ciego. En el camino de regreso de Lancefield Court a Harrow Road, pasó por delante de un estanco. Fuera, en la acera, había esos tablones que anuncian periódicos por todo Londres. Las palabras le asaltaron y derramaron tinta negra en el papel poroso en el que estaban escritas. En uno de ellos podía leerse: «¡El asesino de Belgravia en Alerta criminal!». En otro: «Foto del asesino de la condesa».
La visión de Joel se volvió una suerte de agujerito por el que sólo veía la palabra «Asesino». Y luego incluso eso desapareció y dejó detrás un campo negro. Asesino, Belgravia, foto, Alerta criminal. Joel extendió la mano y tocó el lateral del edificio por el que pasaba cuando vio los tablones. Se quedó allí hasta que volvió a ver bien. Se mordió la uña del pulgar. Intentó pensar.
Pero lo único que le vino a la cabeza fue el Cuchilla.
Siguió caminando. Sólo era vagamente consciente de dónde se encontraba; acabó delante de la tienda benéfica sin saber cómo había llegado hasta allí. Entró. Olía a vapor en contacto con ropa vieja.