Alerta criminal estaba a punto de terminar. El presentador estaba diciendo: «… un vistazo a las imágenes por última vez. Pertenecen a Cadogan Lane; se sospecha que los individuos que aparecen en ellas fueron los autores de la agresión con arma de fuego que tuvo lugar en Eaton Terrace poco antes».
Lo que siguió a continuación -como había esperado Joel- fueron cinco segundos de imágenes con mucho grano, típicas de la clase de cámara de seguridad en la que la misma cinta recorre el sistema cada veinticuatro horas. Se veía la calle estrecha donde Joel y Cal habían irrumpido al salir corriendo de la casa del último jardín que habían encontrado en su ruta de escape. Dos figuras se acercaron, una de ellas sin rasgos distintivos gracias a su vestimenta: gorro de punto, guantes, chaquetón con el cuello subido. La otra figura, sin embargo, era más fácil de recordar, por el pelo que brincaba alrededor de su cara al caminar.
Al ver aquello, Joel se sintió aliviado momentáneamente. Vio que el pelo -aunque no lo llevara tapado- no bastaría, teniendo en cuenta la calidad de la cinta. Su anorak era como tantos otros anoraks que se veían por las calles de Londres, y el uniforme del colegio, que habría limitado el campo considerablemente, no era visible aparte de los pantalones y los zapatos. Y éstos no servían de pista. Así que como la cara de Cal quedaba totalmente oculta a la cámara de seguridad, era razonable pensar que…
Mientras Joel pensaba todo esto, su mundo se tambaleó con violencia. En el momento en que pasaban por debajo de la cámara, la cabeza pelirroja miró hacia arriba, y la cara de Joel quedó encuadrada en la imagen. Seguía habiendo grano y continuaba estando a varios metros de la cámara, pero mientras se quedaba petrificado delante del televisor, descubrió que en estos precisos momentos estaba aplicándose «el milagro de la técnica informática» sobre la imagen, y que dentro de unos días los especialistas de la Met tendrían que haber mejorado mucho la cinta, momento en el que Alerta criminal volvería a presentarla a la audiencia. Hasta que llegara ese momento, si alguien reconocía a alguno de los individuos que aparecían en las imágenes de esa tarde, podía llamar al teléfono sobreimpresionado en la parte baja de la pantalla. Podía confiar en que su llamada y su identidad permanecerían en la más estricta confidencialidad.
Mientras tanto, dijo el presentador con voz solemne, la víctima del disparo seguía conectada a las máquinas, a la espera de que su marido y su familia tomaran la importante decisión sobre el futuro de su hijo nonato.
Joel escuchó estas últimas palabras como si las hubieran dicho debajo del agua: «Hijo nonato». La mujer llevaba un abrigo. No había visto -no habían visto ni sabido- que estaba embarazada. Si lo hubieran visto, si lo hubieran imaginado siquiera…, nada de esto habría sucedido. Joel se lo juró. Se aferró a ese pensamiento, puesto que no tenía nada más a lo que aferrarse.
Se levantó del sofá y fue al televisor. Lo apagó. Quería preguntarle a alguien qué estaba pasándole a él y al mundo que conocía. Pero no había nadie a quien preguntar y en ese momento sólo era consciente de lo que podía escuchar: a Toby chapoteando en la bañera.
Joel se saltó las clases para ir al encuentro de Cal Hancock. Comenzó su búsqueda del rastafari al pasarse por el bloque de pisos donde vivía Arissa, seguro de que Cal acabaría apareciendo, para montar guardia y proteger al Cuchilla, como siempre. Mientras tanto, Joel intentaba no pensar en las imágenes de la cámara de seguridad. También trataba de alejar de su mente otros detalles relevantes que no auguraban nada bueno para éclass="underline" la avalancha de artículos de periódico con esa imagen suya en las portadas; la au pair que lo había visto de cerca; el arma tirada en el jardín de alguien en el camino de Eaton Terrace a Cadogan Lane; el gorro perdido junto a uno de los muros de esos jardines; una mujer languideciendo conectada a una máquina; un bebé cuyo futuro había que decidir. Por otro lado, sí pensaba en Neal Wyatt, quien, junto con toda su banda, no intentaba en absoluto acosar a Joel, a Toby ni a nadie que tuviera algo remotamente Campbell.
Gracias a eso, Joel obtuvo la prueba de que el Cuchilla realmente había escarmentado a Neal. Ya no era una suposición, ya no era una creencia a la que intentaba aferrarse. Se dijo que ahora Neal ya no volvería a causarle problemas. El Cuchilla había cumplido su promesa porque Cal le había informado de que Joel había cumplido la suya, y no había ninguna necesidad de que el Cuchilla supiera jamás que había sido Cal Hancock y no Joel quien había apretado el gatillo contra la mujer de Eaton Terrace. Las huellas de Cal no estaban en el arma -si es que se encontraba la pistola-, así que a menos que éste le contara la verdad al Cuchilla, nadie en el mundo tendría la menor sospecha de que el rastafari había sido finalmente el encargado de llevar a cabo la misión, y no Joel. Si bien no había dinero, bolso o joyas para demostrarlo, el incidente había tenido suficiente notoriedad como para probar que se habían seguido las instrucciones del Cuchilla al pie de la letra.
– Un atraco de verdad esta vez, Jo-el -le había dicho el Cuchilla cuando le había entregado el arma- ¿Eres lo suficientemente hombre para hacerlo bien? Porque será mejor que salga bien y, entonces, tú y yo estaremos en paz. Hoy por ti, mañana por mí. Y una cosa más, Joel, escúchame bien. Hay que usar el arma. Quiero oír el disparo. Así es más emocionante, ¿entiendes? Parece que vas más en serio cuando le dices a una zorra que te dé la pasta.
Al principio, Joel creyó que el objetivo sería una mujer del barrio, como la mujer pakistaní a quien había intentado atracar en Portobello Road. Luego pensó -teniendo en cuenta la orden de que había que disparar el arma- que el blanco era una mujer a quien había que escarmentar. Se trataría, tal vez, de una drogata piojosa que se prostituía por una uña de coca. O quizá sería la putilla de algún camello que intentaba quedarse con un trozo del territorio del Cuchilla. En resumen, se trataría de alguien que vería el arma y colaboraría al instante; además, sucedería en una zona de la ciudad y a una hora del día en que un disparo sería como oír llover para los camellos, los gánsteres y la población marginal y, por lo tanto, seguramente como mucho no se informaría de ello y, como poco, no se investigaría. En cualquier caso, sólo sería un disparo, el arma descargada al aire, hacia una puerta, hacia donde fuera menos contra una persona de verdad. Eso era todo.
A tal creencia infundada se había aferrado Joel, incluso al subirse en el metro, incluso mientras recorrían una parte de la ciudad que, con cada paso que daba, anunciaba ser un lugar bastante distinto al mundo al que estaba acostumbrado. Lo que no esperaba era lo que le presentaron para el atraco y para disparar el arma: una mujer blanca que llegaba a casa tras salir de compras, una mujer que les sonrió y les preguntó si se habían perdido y que parecía alguien que creía que no había nada que temer siempre que se quedara en la puerta de su casa y se mostrara amable con los desconocidos.
A pesar de lo que hizo para tranquilizarse, mientras caminaba y esperaba a Cal, su mente repasaba febrilmente tres puntos. El primero era el disparo a la mujer, que había resultado ser no sólo condesa, sino la esposa de un inspector de Scotland Yard. El segundo era que había hecho lo que le habían dicho que hiciera -aunque al final fuera Cal quien disparó el arma-; además, independientemente de los medios empleados para conseguir este fin, el fin se había alcanzado, lo cual significaba que Joel había demostrado su valía. El tercero era que existía una imagen de él en Cadogan Lane, existía una au pair que lo había visto de cerca y, además, había un arma con sus huellas. Todo aquello no auguraba nada bueno.