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Se encontraron en la pista de patinaje. Mientras los veía acercarse, a Joel se le ocurrió pensar que era evidente que alguien había estado observándolo desde algún lugar -tal vez lo hubieran seguido durante los últimos días desde que había visto al Cuchilla-, y cuando pareció el momento adecuado, esa persona llamó a la comisaría de Harrow Road. Y aquí estaban.

El agente del coche más cercano al centro infantil fue el primero en llegar a junto al chico.

– ¿Joel Campbell? -dijo.

Y entonces Joel le dijo a su hermano:

– Tobe, tienes que irte a casa, ¿de acuerdo?

– Pero has dicho que podía montar en monopatín y me has dicho que me mirarías. ¿No te acuerdas? -dijo Toby, como era de esperar.

– Tendremos que hacerlo después.

– Ven conmigo, chico -le dijo el policía a Joel.

– ¿Tobe? ¿Puedes ir a casa tú solo? -dijo Joel-. Si no puedes, supongo que uno de los policías podrá llevarte.

– Quiero montar en monopatín. Me lo has dicho, Joel. Me lo has prometido.

– No dejan que me quede aquí -dijo Joel-. Vete a casa.

A continuación, llegó el agente del puente. Dijo que Toby tenía que irse con él. Cuando oyó aquello, Joel pensó que el policía acompañaría a Toby a casa para que el pequeño no tuviera que ir solo, a pesar de lo cerca que estaba de la pista de patinaje:

– Gracias -dijo.

Empezó a seguir al primer agente hacia su coche, estacionado junto al bordillo del centro infantil -con la cabeza girada para no tener que mirar a la mujer pakistaní que observaba desde detrás de la alambrada-, pero entonces vio que no estaban llevando a Toby hacia Edenham Estate, sino hacia el puente.

Joel se detuvo. El frío del día se le filtró por el cuello y se cerró en torno a él como un puño.

– ¿Adonde llevan a mi hermano? -dijo.

– Cuidarán de él -le dijo el policía.

– Pero…

– Tendrás que acompañarnos. Tendrás que entrar en el coche.

Joel dio un paso inútil hacia su hermano.

– Pero Tobe tiene que ir…

– No te resistas, chico. -El policía agarró el brazo a Joel.

– Pero mi tía se preguntará…

– Ven conmigo.

En este punto, el conductor del coche patrulla que estaba aparcado delante del centro infantil se acercó a ellos al trote. Agarró a Joel por el otro brazo y se lo puso detrás de la espalda. Sacó unas esposas y, sin mediar palabra, se las colocó en las muñecas.

– Cabrón mestizo de mierda -susurró al oído de Joel, y lo empujó hacia el coche.

– Tranquilo, Jer -dijo el otro policía.

– No me digas nada, joder -contestó el primero-. Abre la puerta.

– Jer…

– Que abras, coño.

El primero colaboró. Delante de Joel, la puerta del coche se abrió: le estaba cursando una invitación que no podía rechazar. Notó un golpe fuerte en la espalda; una mano le bajó con fuerza la cabeza y lo impulsó hacia el interior del vehículo. Cuando estuvo dentro, la puerta se cerró ruidosamente. Mientras los dos policías subían, Joel miró por la ventanilla, intentando ver lo que le había sucedido a Toby.

El coche patrulla del puente no estaba. En Meanwhile Gardens, los patinadores de la pista habían dejado de mirar a los policías que se ocupaban de Joel. Ahora estaban alineados en la sección inferior de la pista -los monopatines apoyados en las caderas- y hablaban entre ellos mientras el coche patrulla se alejaba del bordillo y giraba por Great Western Road para recorrer el breve trayecto hasta la comisaría de Harrow Road. Joel alargó el cuello para buscar una cara en el parque que le dijera -por su expresión- qué iba a suceder a partir de ahora. Pero no había ninguna. Su futuro, inevitable, había comenzado a escribirse en el momento en que el primer policía lo había cogido del brazo.

Detrás de Meanwhile Gardens -y eso fue lo que Joel vislumbró mientras el coche cruzaba el puente sobre el canal-, se veía la parte trasera de la casa de Kendra. Joel clavó la mirada en ella todo el tiempo que pudo, pero al cabo de tan sólo un momento el primer edificio de Great Western Road la tapó.

* * *

Kendra recibió la noticia a través de Majidah. La mujer pakistaní fue breve en el mensaje que envió a la tienda benéfica, donde Kendra estaba realizando una venta a una refugiada africana que iba acompañada de un anciano. Habían aparecido tres coches de Policía, la informó Majidah. Dos se habían llevado a los hermanos de Ness, por separado. «Y, señora Osborne, lo alarmante viene ahora: uno de los agentes ha esposado al mayor de los chicos.»

Kendra escuchó en silencio; parecía terriblemente importante en aquel momento terminar la venta de lámpara de mesa, zapatos y vajilla amarilla.

– Gracias. Entiendo. Agradezco la llamada -dijo.

Dejó a Majidah al otro lado de la línea pensando: «Virgen santísima, no es de extrañar que los niños se estropearan de esa forma si los adultos de su vida son capaces de recibir noticias terribles sin un solo lamento de horror». Por mucho que se hubiera occidentalizado a lo largo de los años que llevaba viviendo en Londres, Majidah sabía que nunca habría recibido una noticia tan terrible como aquélla sin tomarse al menos unos minutos para tirarse del pelo y arrancarse la ropa antes de reunir las fuerzas necesarias para hacer algo al respecto. Así que Majidah procedió a llamar también a Fabia Bender, pero su mensaje a la asistente social era del todo innecesario, puesto que las ruedas de la jurisprudencia británica ya estaban girando. Fabia llegó a la estación de Harrow Road antes que Joel.

Kendra notó que le flaqueaban las piernas después de que los refugiados se marcharan de la tienda benéfica y se sintiera libre para absorber el mensaje de Majidah. No lo asoció con un asesinato. Naturalmente, había visto la noticia en el periódico, puesto que, en su búsqueda constante por ser cada vez más sensacionalistas, los directores de todos los tabloides de Londres y la mayoría de los periódicos serios habían tomado la rápida decisión de que el asesinato de la esposa de un policía que también era condesa desbancaba fácilmente a cualquier otra historia. Así que había leído los diarios y había visto el retrato robot. Pero como cualquier otro retrato robot, el de Joel sólo se le parecía vagamente, y su tía no había tenido ninguna razón para relacionar el dibujo con su sobrino. Además, tenía la cabeza llena de otras preocupaciones, la mayoría de las cuales estaban relacionadas con Ness: lo que le había ocurrido años atrás y lo que iba a ser de ella ahora.

Y ahora… Joel. Kendra cerró la tienda benéfica y caminó hasta la comisaría de Policía de Harrow Road, que no estaba lejos. Con las prisas, salió sin el abrigo y sin el bolso. Sólo llevaba consigo exigencias, y así se las transmitió al policía que trabajaba en la pequeña recepción, donde un tablón de anuncios ofrecía respuestas fáciles a problemas de la vida con informaciones sobre teléfonos de denuncia, patrullas de vigilancia vecinal, programas de detección de delitos y normas para salir de noche.

– Han detenido a mis sobrinos -dijo-. ¿Dónde están? ¿Qué está pasando?

El agente de la recepción -un aspirante a policía condenado para siempre a ser sólo eso- repasó a Kendra y lo que vio fue a una señora mestiza más negra que blanca, con una buena figura, vestida con una falda estrecha azul marino y con carácter. Tuvo la sensación de que le iba con exigencias, de una forma que sugería que estaba excediéndose; en realidad, tendría que hablar con respeto. Le dijo que se sentara. Enseguida la atendería.