– Estamos hablando de un niño de doce años -dijo Kendra-. Y de otro de ocho. Al menos uno de los dos está aquí. Quiero saber por qué.
El hombre no dijo nada.
– Quiero ver a mi sobrino -dijo-. ¿Y adonde han llevado a su hermano, si no está aquí? No pueden coger a unos niños de la calle y…
– Siéntese, señora -dijo el agente-. La atenderé enseguida. ¿Qué es lo que no entiende? ¿Tengo que llamar a alguien de dentro para que se lo explique? Puedo hacerlo. Podemos invitarla a usted también a pasar a una sala de interrogatorios.
Aquel «a usted también» le indicó lo que necesitaba saber.
– ¿Qué ha hecho? -preguntó con la voz quebrada-. Dígame qué ha hecho.
El agente lo sabía, por supuesto. Todo el mundo en la comisaría de Harrow Road lo sabía, porque, para ellos, se trataba de un crimen tan atroz que no había castigo suficiente que imponer al asesino. La mujer de un policía había sido asesinada, y alguien tendría que pagar por este crimen. A los agentes les hervía la sangre al pensar en lo que había ocurrido en Belgravia, y que les hirviera la sangre incitaba la necesidad de atacar.
El agente de recepción tenía en su poder la fotografía mejorada que al fin se había extraído de las imágenes de la cámara de seguridad de Cadogan Lane. Ahora todas las comisarías de Policía de todos los barrios de la ciudad contaban con copias de esa foto. El hombre la cogió y se la mostró a Kendra para que disfrutara de la imagen.
– Están hablando con el cabrón por este asunto -le dijo-. Siéntese, cierre el pico o lárguese.
Kendra vio que quien aparecía en la fotografía era, inconfundiblemente, Joel. La mata de pelo alborotado y las manchas como pastas de té en la cara lo delataban, igual que su expresión, que era la de un animal atrapado por los faros de un coche que se acercaba de frente. A Kendra no le hizo falta preguntar dónde se había tomado la foto. De repente, lo supo. Arrugó la foto contra el pecho y agachó la cabeza.
Capítulo 28
En la sala de interrogatorios, esta vez las cosas eran distintas. Joel comprendió que estaba en una encrucijada. Al principio, ni siquiera le interrogó nadie. Estuvo horas sentado, a veces con el sargento Starr, a veces con Fabia Bender, a veces con una mujer policía a quien los otros dos llamaban Sherry. La abogada de oficio, aquella rubia de pelo greñudo no estaba -«Yo te defenderé cuando llegue el momento», le había dicho Fabia a Joel-, pero la grabadora enorme y de aspecto indudablemente oficial estaba siempre allí, esperando a que la encendieran. Sin embargo, nadie pulsó el botón pertinente y nadie dijo nada. Ni una palabra, sino que entraban y salían y se quedaban sentados en silencio. Joel se dijo que estaban esperando a que algo o alguien se uniera a ellos, pero su silencio le ponía nervioso y le debilitaba los huesos.
Ya se había percatado de que era probable que la situación en la que se encontraba -allí sentado en la sala de interrogatorios- se desarrollara de un modo muy distinto a su anterior visita a la comisaría de Harrow Road. Llegó a esa conclusión gracias al último cruce de palabras con el Cuchilla. Entonces, por fin juntó las piezas y se vio como lo que había sido desde hacía tiempo y sin saberlo: un actor en un drama de venganza. Era un drama cuyo argumento no comprendió hasta su conversación con Stanley Hynds, mientras Neal Wyatt pululaba cerca, sin duda esperando a recoger más recompensas, un pago por lo que había logrado conseguir a instancias del Cuchilla.
En aquellos precisos momentos, Joel veía los detalles sólo de manera imperfecta. Algunas cosas las sabía seguro; otras únicamente las intuía.
Un gran espejo colgaba en la pared enfrente de la mesa a la que estaba sentado. Joel dedujo rápida y correctamente que era un espejo de dos direcciones, había visto ese tipo de cosas en las series policiacas de la televisión. Suponía que había entrado y salido gente al otro lado, examinándole y esperando a que diera algún indicio que le señalara como culpable, así que intentó por todos los medios no proporcionárselo, aunque no estaba seguro de cómo hacerlo.
Imaginaba que intentaban desestabilizarle con la espera y el silencio. No era exactamente lo que había esperado, así que empleó el tiempo para estudiarse las manos. Estaban libres de las esposas y se frotó las muñecas, porque aunque no tenía marcas, aún notaba la presión y las rozaduras, a través de la piel y hasta los huesos. Le habían prometido un sándwich y le habían dado una Coca-Cola. La rodeó con los dedos y trató de pensar en algo agradable, en lo que fuera menos en dónde estaba y en lo que seguramente iba a pasar después. Pero no lo logró. Así que reflexionó sobre preguntas y respuestas.
¿Qué tenían en su contra?, se preguntó. Una imagen de vídeo y nada más. Y un retrato robot que no encajaba con él.
¿Y qué significaban una imagen de vídeo y un retrato robot? Que alguien que se parecía vagamente a Joel Campbell había estado caminando por una calle no muy lejos del lugar en Belgravia donde habían disparado a una mujer blanca.
Eso era todo. Toda la historia. De principio a fin. Sin términos medios.
Sin embargo, en el fondo, Joel sabía que había más. Estaba la au pair con la que había estado cara a cara dentro de la casa de Cadogan Lane. Estaba la anciana que paseaba a su corgi a la vuelta de la esquina de donde había recibido el disparo la condesa. Estaba su gorro de punto, tirado en uno de los jardines por los que habían escapado. Estaba el arma, perdida en uno de los jardines. En cuanto la Policía tuviera la pistola en su poder -lo que en realidad sólo era cuestión de tiempo, si es que no la tenían ya- surgiría el pequeño problema de las huellas. Las huellas de Joel eran las únicas que había en esa arma, y así había sido desde el momento en que el Cuchilla limpió la pistola y se la entregó, impoluta como un bebé recién nacido y recién bañado.
Pensar en bebés recién nacidos y recién bañados trajo espontáneamente a la mente de Joel la imagen del bebé de la mujer. No lo sabían, porque, si lo hubieran sabido, nunca habrían… No. Lo único que habían hecho, se dijo, fue esperar a que apareciera alguien en esa calle elegante y refinada de casas elegantes y refinadas. Eso era todo. Y Joel no quería que muriera. No quería que recibiera ningún disparo.
Esa era la cuestión. El disparo a esa mujer -esposa de un inspector de Scotland Yard, embarazada, que volvía de un día de compras y que ahora estaba en el hospital, conectada a una máquina- era el fulcro sobre el que se balanceaba la vida de Joel. Se encontraba en una situación precaria y peligrosa, listo para deslizarse en cualquiera de las dos direcciones. Porque había sido Cal Hancock y no Joel quien había disparado, y lo único que el chico tenía que hacer en realidad era decir el nombre, y no sólo ése, sino otro más. Sobre todo esto, estuvo meditando en la sala de interrogatorios.
Pensó en lo que hacían a los niños de doce años que se encontraban en el lugar equivocado, con la compañía equivocada, en el peor momento posible. No los metían en la cárcel, por supuesto. Los mandaban a algún lugar, a un reformatorio para chicos, donde permanecían encerrados un tiempo antes de devolverlos a sus comunidades. Si sus delitos eran suficientemente atroces, los soltaban en otro lugar, con una nueva identidad y la posibilidad de un futuro ante ellos. Así que Joel consideró que era una opción que podía elegir si quería. Porque él no había sabido lo que iba a suceder ese día en Belgravia, y también podía decirlo. Podía decir que simplemente iba con un tal Cal Hancock aquella tarde y que habían entrado en el metro, que habían cogido la línea circular y habían bajado donde parecía que podrían… ¿qué?, se preguntó. Atracar a alguien parecía la respuesta obvia. Joel sabía que como mínimo tendría que ofrecer eso en la declaración que acabara haciendo.