– ¿Tendrá miedo de ti, quizá?
– Creo que más bien se trata de que le da miedo causarme problemas. Ya ve que Ness me los causa.
– Por cierto, ¿dónde anda la señorita Vanessa Campbell últimamente? -preguntó Cordie con sarcasmo.
– Entra y sale, como siempre.
Kendra pasó a relatarle su intento de disculparse con Ness por lo que había sucedido entre ellas. Aún no había mencionado el asunto a Cordie porque sabía que su amiga formularía la pregunta lógica sobre la disculpa: el porqué, y no le apetecía demasiado responder. Pero, en este caso y por la pelea de Joel, Kendra sintió la necesidad de recibir el consejo de su amiga. Así que cuando Cordie le preguntó por qué diablos se disculpaba ella con una chica que desde el momento en que llegó había trastocado la vida en el 84 de Edenham Way, Kendra le dijo la verdad: se había encontrado con el hombre que estaba con Ness en el coche esa noche cuando Kendra se había acercado a la chica. El hombre le había contado una historia totalmente distinta de la que había imaginado. Él era… Kendra intentó encontrar una forma de explicárselo que no provocara más preguntas de Cordie. Al final dijo que el hombre había sido tan sincero con lo que le había contado que supo en el fondo de su corazón que decía la verdad: Ness estaba borracha en el pub Falcon y el hombre la había llevado a casa antes de que se metiera en líos.
Cordie hizo hincapié en el detalle que consideró más destacado. ¿Kendra se lo había encontrado? ¿Cómo había sucedido? ¿Y quién era? ¿Por qué se había molestado siquiera en explicarle lo sucedido con Vanessa Campbell la noche en cuestión?
Kendra se sintió más incómoda. Sabía que Cordie olería una mentira del mismo modo que un perro de caza huele un zorro, así que no se molestó. Le dijo a su amiga que había recibido una llamada para un masaje deportivo, que había acabado en el estudio que había encima del pub Falcon y que se había encontrado cara a cara con el hombre que estuvo con Ness esa noche.
– Se llama Dix D'Court -añadió Kendra-. Sólo le he visto esa vez.
– ¿Y eso te basta para creerle? -le preguntó Cordie hábilmente-. Huy. No me lo estás contando todo, Ken. No me mientas porque te lo veo en la cara. Algo pasó, ¿rollaste por fin?
– ¡Cordie Durrell!
– Cordie Durrell, ¿qué? No le recuerdo muy bien, pero si quería un masaje deportivo, será que tiene un buen cuerpo deportivo. -Pensó en aquello-. Joder. ¿Tú sí has conseguido unos muslos musculosos? Qué injusticia más escandalosa.
Kendra se rió.
– No conseguí nada.
– No porque él no quisiera, imagino.
– Cordie, tiene veintitrés años -le dijo Kendra.
Cordie asintió con la cabeza.
– Eso le da vigor.
– Bueno, no lo sé. Después del masaje sólo hablamos. Eso fue todo.
– No te creo ni por asomo. Pero si es verdad, eres tonta de remate. Me dejas a mí en una habitación con alguien que quiere un masaje deportivo y cuando acabe no vamos a tener una conversación estimulante sobre cómo va el mundo, no. -Cordie bajó los pies del regazo de Kendra, para meterse mejor en la conversación, sin distracciones-: Bueno. Encontraste a Ness y le pediste perdón. ¿Qué pasó después?
Nada, dijo Kendra. Ness no atendía a perdones ni a nada.
Limitó sus comentarios a su sobrina, puesto que permitir que divagaran en torno a Dix D'Court implicaría revelarle a Cordie que el hombre había estado llamándola una y otra vez desde la noche del masaje. No la llamaba para pedir otro masaje deportivo. Quería verla. Kendra había sentido algo aquella noche, le dijo el hombre. Él también. No quería dejarlo pasar. ¿Y ella?
Después de las tres primeras llamadas, Kendra había dejado que su móvil recogiera los mensajes. Había dejado que el contestador de casa hiciera lo mismo. No le devolvió las llamadas, suponiendo que al final se rendiría. No fue así.
Poco después de la conversación con su amiga, Dix D'Court apareció en la tienda benéfica de Harrow Road. Kendra se había dicho que su aparición en el local era una coincidencia, pero él la sacó de su error de inmediato. Sus padres, dijo, eran los propietarios del Rainbow Café. ¿Sabía dónde estaba? ¿Justo más abajo? Iba de camino hacia allí cuando un artículo del escaparate de la tienda benéfica llamó su atención. («Abrigo de señora con botones grandes», dijo después. Pronto sería el cumpleaños de su madre.) Había ralentizado el paso para mirar el abrigo y, entonces, detrás, la había visto a ella en la tienda. Por eso había entrado, le explicó.
– ¿Por qué no me has llamado? -le preguntó-. ¿No has recibido los mensajes que te he dejado?
– Los he recibido -dijo Kendra-. Pero no he encontrado una buena razón para devolverlos.
– Entonces me estás evitando. -Una afirmación, no una pregunta.
– Supongo que sí.
– ¿Por qué?
– Yo doy masajes, señor D'Court. No me ha llamado para concertar uno. Al menos, si ésa era su intención, no lo ha dicho. Sólo «Quiero verte», lo cual no me dice que lo que buscara tuviera un carácter profesional.
– Fuimos más allá de lo profesional. Estabas tan dispuesta como yo para lo que iba a pasar. -Levantó una mano para impedirle contestar y dijo-: Y sé que no es muy caballeroso mencionártelo. Por lo general, me gusta ser caballeroso. Pero también me gustan las cosas claras, ¿comprendes?, no reescribirlas porque a alguien le convenga.
Kendra estaba contando el dinero de la caja cuando entró, tan próxima estaba la hora de cerrar que si hubiera llegado diez minutos más tarde no la habría encontrado. Ahora, sacó el cajón del dinero y lo llevó a la trastienda, donde lo guardó en la caja fuerte y la cerró con llave. El hombre tenía que interpretar aquello como un rechazo, pero se negó a tomarlo como tal.
La siguió, pero no entró en la trastienda, sino que se quedó en la puerta, donde las luces del local recortaban su silueta de un modo inquietante. El cuerpo que Kendra había visto aquella noche encima del pub Falcon quedaba enmarcado en la entrada. Era una proposición tentadora.
Pero Kendra tenía otras cosas en la mente para su vida, y liarse con un chico de veintitrés años no era una de ellas. Chico, se recordó. No hombre. C-h-i-c-o, casi dos décadas más joven que ella. Lo cual era mejor, ¿no?, se preguntó entonces. Los diecisiete años de diferencia que se llevaban declaraban que la posibilidad de iniciar una relación era nula.
– Voy a decirte lo que pienso -le dijo él-. Eres como la mayoría de las mujeres, y eso significa que imaginas que lo que busco es un echar un polvo rápido. Te llamo para acabar lo que empezamos porque no me gusta que una mujer se me escape tan fácilmente. Me gusta hacer otra muesca en mi cinturón. O donde sea que un tío hace una muesca, porque no tengo ni idea.
Kendra se rió.
– Pues eso es justo lo que no pienso, señor D'Court -le dijo-. Si creyera que es eso, un polvo rápido y punto, le habría llamado y quedado con usted, porque no voy a mentir y no sirve de nada, ¿no? Usted estaba en la habitación y fue partícipe de lo que sucedió entre nosotros. Y lo que sucedió no fue precisamente que yo dijera: «Quíteme las manos de encima, cerdo». Pero me dio la sensación de que usted no era de ésos y, verá, no quiero lo que usted busca. Y tal como veo yo las cosas, dos personas, es decir, un hombre y una mujer, necesitan buscar lo mismo cuando se lían, o uno de los dos va a meterse en problemas de los que acaban rompiéndole el corazón.
El hombre la miró fijamente y lo que brillaba en su cara era admiración, agrado y diversión, todo mezclado.
– Dix -dijo. Fue su única respuesta.
– ¿Qué?
– Dix. No señor D'Court. Y tienes razón en lo que dices, lo que hace que todo sea más complicado, verás. Hace que te desee aún más porque no eres como… -Sonrió y cambió a la forma de hablar de ella-. No es usted como la mayoría de las mujeres que conozco. Créame.