La mujer miró a su alrededor como si buscara que alguien la socorriera, pero la vida en Londres -definida por una moralidad cuyo lema era «mejor a ti que a mí»- anunciaba que nadie iba a acudir en su ayuda. Si hubiera dicho: «Quita de en medio, cerda asquerosa, o me pondré a gritar tan fuerte que no te quedarán tímpanos cuando acabe contigo», Six se habría quedado tan pasmada por lo extraño del comentario que habría hecho lo que la mujer le pedía. Pero en lugar de eso, cuando la pobre revolvió en su bolso para satisfacer la petición de Six, la chica vio el billetero, se fijó en lo abultado que estaba, sintió la gratificación que proporciona conseguir unas ganancias fáciles e inmerecidas y le dijo que también le diera algo de dinero.
– Sólo es un préstamo -le dijo a la mujer, con una sonrisa-. A menos que quieras convertirlo en un regalo o algo así.
– Eh, Six -dijo Ness al ver la escena, y su voz era de advertencia. Robar artículos en tiendas era una cosa; participar en un atraco era otra.
Six no le hizo caso.
– Con veinte libras me basta -dijo-. Dame el Bic también, por si más tarde quiero otro piti.
El hecho de que no pareciera un atraco y no siguiera el curso de un atraco típico permitió que la empresa concluyera sin complicaciones. La mujer -que tenía que cuidar de un niño y llevaba encima mucho más de veinte libras- se sintió aliviada por que la dejaran marchar tan fácilmente. Le entregó el mechero, sacó un billete de veinte libras de la cartera sin abrirla del todo para no mostrar cuántos billetes de veinte libras tenía y salió disparada cuando Six se apartó.
– ¡Sí! -dijo Six, encantada por cómo había concluido su enfrentamiento con la mujer. Y entonces vio la cara de Ness, que no transmitía la aprobación que estaba buscando-. ¿Qué pasa? ¿Eres demasiado buena para esto o qué?
A Ness no le gustaba lo que acababa de ocurrir, pero sabía que lo prudente era no hacer ningún comentario. Así que dijo:
– Danos un piti. Tengo unas ganas de fumar que me muero.
A Six no le convenció la contestación de Ness. Como vivía gracias a su ingenio y a su habilidad por calar a sus colegas, sabía percibir la desaprobación.
– ¿Por qué no te los consigues, lumbrera? -dijo-. Yo me arriesgo y tú sacas el beneficio.
Ness abrió más los ojos, pero, por lo demás, no alteró su expresión.
– Eso no es verdad.
– ¿Tash? -dijo Six-. ¿Es verdad o no, tía?
Natasha se esforzó por encontrar una respuesta que no ofendiera a ninguna de las dos chicas. No se le ocurrió ninguna lo suficientemente deprisa como para satisfacer a Six.
– Además, tal como lo veo yo, tú no necesitas arriesgar nada, lumbrera -le dijo Six a Ness-. Tienes a tu hombre, que te suministra. Y ni siquiera compartes nada con nadie. El dinero, quiero decir, ni tampoco el material. Ni pitis ni porros. En cuanto a otras cosas… Bueno, mejor me callo. -Se rió e intentó encenderse el cigarrillo. El Bic estaba «muerto»-. ¡Zorra de mierda! -dijo, y tiró el mechero a la calle.
Lo que Six había dicho sobre el Cuchilla golpeó a Ness en un lugar inesperado.
– ¿De qué hablas, Six? -preguntó.
– Lo que he dicho. Mejor me lo callo, lumbrera -contestó Six.
– Será mejor que me lo digas, zorra -le dijo Ness, hablando desde un miedo tan profundo como el de Six, aunque la fuente era totalmente distinta-. Si tienes algo que decirme, dímelo. Ahora.
Poseer un móvil. Tener una fuente de dinero a mano si lo quería. Ser elegida por alguien importante. Tales fueron estímulos suficientes para Six:
– ¿Te crees que eres la única, putita? Igual que se te folla a ti, se está follando a una zorra llamada Arissa. En realidad, se la follaba antes que a ti y no dejó de follársela cuando empezó contigo. Y antes de vosotras dos, dejó preñada a una tipa de Dickens y a otra de Adair Street, al lado de la casa de su madre, y por eso ella le echó. Lo sabe todo el mundo; es lo que hace. Espero que estés tomando precauciones, porque te engaña a ti y engaña a Arissa, igual que hizo con las demás, y cuando tenga suficiente, te dejará. Es lo que le gusta hacer. Pregunta por ahí si no me crees.
Ness sintió que el frío la invadía, pero sabía lo importante que era proyectar indiferencia.
– ¿Te crees que me importa? -dijo-. Si me hace un bombo, me parece bien. Así tendré mi propio piso, que es lo que quiero.
– ¿Crees que vendrá a verte después? ¿Crees que te dará dinero? ¿Que dejará que te quedes con ese móvil? Si te quedas preñada, romperá contigo. Es lo que hace, y eres tan estúpida que aún no lo has visto. -Dirigió sus comentarios siguientes no a Ness, sino a Natasha, y habló como si Ness hubiera desaparecido-: Mierda, Tash, ¿tú qué crees? Debe de tenerla de oro, el tío. Es tan evidente lo que tiene en la cabeza que, o bien las mujeres son más estúpidas de lo que yo creía, o bien tiene una polla que las hace cantar cuando se la enchufa. ¿Tú qué imaginas qué es?
Aquello era demasiado para Natasha. La conversación era bastante obvia, pero las causas subyacentes eran demasiado sutiles para que las comprendiera. No sabía de parte de quién ponerse, ni siquiera sabía por qué se suponía que tenía que ponerse de parte de alguien. Se le humedecieron los ojos. Se chupó el labio.
– Mierda -dijo Six-. Me largo de aquí.
– Sí -dijo Ness-. Vete ya, zorra.
Tash hizo un ruido similar a un quejido y miró de Six a Ness, esperando a que empezara la pelea. Odiaba pensarlo: chillidos, patadas, empujones, tirones de pelo y arañazos en la piel. Cuando las mujeres se lanzaban la una a por la otra, era peor que una pelea de gatos, porque las riñas entre mujeres siempre empezaban cosas que se prolongaban eternamente. Las riñas entre hombres ponían fin a las discusiones.
Lo que Tash no tuvo en cuenta en aquel momento fue la influencia del Cuchilla. Sin embargo, Six sí. Sabía que una pelea con Ness no acabaría con una pelea con Ness. Y si bien no soportaba en absoluto alejarse del guante que Ness acababa de arrojarle, tampoco era estúpida.
– Vámonos, Tash -dijo-. Ness tiene a un hombre con necesidades de las que tiene que ocuparse. Ness está desesperada por tener un bebé. Ya no tiene tiempo para tías como nosotras. Diviértete, zorra -le dijo a Ness-. Eres una desgraciada de mierda.
Se giró sobre los talones de aguja de sus botas y se marchó en dirección a Kensington Church Street, donde un trayecto en el autobús número 52 las llevaría de regreso, a ella y a Natasha, a su ambiente. Ness decidió que podía utilizar su maldito móvil para llamar al Cuchilla y pedirle que la llevara a casa. Pronto descubriría lo dispuesto que estaba a complacerla.
Kendra se encontró, enseguida, justo donde no quería estar. Siempre había despreciado a las mujeres que se derretían al pensar en un hombre, pero ella empezaba a ir por el mismo camino. Se burlaba de sí misma por sentir lo que pronto sintió por Dix D'Court, pero pensar en él se convirtió en algo tan dominante que la única forma de tranquilizarse era rezar para que se levantara la maldición de su propia sexualidad. Algo que no ocurrió.
No era tan tonta como para llamar «amor» a lo que sentía por el joven, aunque otra mujer tal vez lo habría hecho. Sabía que era una historia animal básica: el truco definitivo que una especie realiza con sus miembros para propagarse. Pero saber aquello no mitigó la intensidad de lo que pasaba en su cuerpo. El deseo había plantado sus semillas insidiosas dentro de ella, secando la llanura antes fértil de su ambición. Siguió intentándolo al máximo -dando masajes, tomando más clases-, pero el impulso de seguir estaba desapareciendo deprisa, superado por el impulso de sentir a Dix D'Court. Dix, con toda la energía de su juventud forzándole, estaba encantado de hacer lo que pudiera para complacerla, puesto que también le complacía a él.
Sin embargo, Kendra no tardó mucho en aprender que Dix no era un chico de veintitrés años tan corriente como pensó la primera vez que copularon en la trastienda de la tienda benéfica. Si bien acogía con entusiasmo la carnalidad de su relación, su pasado como hijo de unos padres afectuosos cuya relación se había mantenido constante y unida a lo largo de toda su vida exigía que buscara algo parecido para él. No cabía duda de que este deseo secundario fructificaría tarde o temprano, en especial porque, debido a su juventud, Dix -a diferencia de Kendra- sí asociaba gran parte de lo que sentía a la idea del amor romántico que impregna la civilización occidental.