Выбрать главу

Se dio cuenta de lo mal que estaba hablando en el mismo momento en que se percató de que había empezado a llorar, y la combinación de estos dos conocimientos creó dentro de ella un charco de humillación tan profundo que pensó que iba a ahogarse. Hundió la cabeza entre las rodillas levantadas.

Dix no dijo nada porque, en realidad, ¿qué dice un hombre de veintitrés años -recién llegado a la edad adulta- para aliviar lo que parece dolor, pero que es mucho más? Dix aún poseía la energía juvenil que declara que cualquier cosa es posible en la vida. Como no había sufrido ninguna tragedia, podía entender, pero no podía sintonizar con su profundidad o su capacidad para empañar el futuro a través del miedo.

Podía amarla y devolverle el bienestar, pensó. Para él lo que tenían era bueno y esa calidad poseía la fuerza de borrar cualquier cosa que hubiera sucedido antes. Lo sabía y lo sentía a un nivel tan atávico, sin embargo, que no le salían las palabras para expresarlo. Se sintió reducido a terminaciones nerviosas y deseo, dominado por las ganas de demostrarle que las cosas eran distintas con él. Pero su inexperiencia le limitaba. El sexo era la única metáfora que podía comprender.

– Ken, cariño, Ken -dijo abrazándola.

Kendra se apartó con brusquedad y se puso de costado. Para ella, todo lo que era y todo lo que había intentado ser estaba derrumbándose deprisa a medida que la Kendra que presentaba al mundo sentía el peso de un pasado, que, por lo general, lograba mantener a raya. Reconocer, admitir, hablar… No tenía ninguna razón para hacer nada de aquello cuando estaba viviendo su vida y simplemente perseguía sus ambiciones. Hacerlo ahora, y en presencia de un hombre con quien no tenía intención de experimentar nada más que el placer más básico, intensificaba su sensación de degradación.

Quería que se marchara. Le apartó con la mano.

– Sí. Pero tú también vienes.

Dix caminó hasta la puerta del dormitorio y la abrió.

– ¿Joel? -gritó-. ¿Me oyes, chaval?

El volumen de Pumping Iron bajó, la voz de Arnold explayándose sobre algún que otro tema quedó enmudecida, gracias a Dios.

– ¿Sí? -gritó Joel.

– ¿En cuánto tiempo te preparas? Toby también.

– ¿Para qué?

– Vamos a salir.

– ¿Adonde? -Un ligero agudo en su voz, que Dix interpretó como emoción y felicidad: un padre que daba una buena noticia a sus hijos.

– Ha llegado el momento de que conozcáis a mi padre y a mi madre, colega. Toby y tu tía Ken también. ¿Tenéis ganas? Tienen un café en Harrow Road, y mi madre… hace tarta de manzana con crema caliente. ¿Estáis preparados?

– ¡Sí! ¡Eh, Tobe…!

Dix no oyó el resto, porque había cerrado la puerta y se había girado hacia Kendra. Empezó a recoger la ropa que había desparramado por el suelo, trocitos de encaje que eran unas bragas y un sujetador, unas medias, una falda que rozaba sus caderas, una blusa con el cuello de pico de color crema sobre su piel. También encontró una camiseta fina en un cajón y la utilizó para secarle la cara.

– Dios santo -dijo Kendra-. ¿Qué quieres de mí, tío?

– Vamos, Ken -le contestó-. Vístete. Es hora de que mi padre y mi madre conozcan a la mujer a la que amo.

Capítulo 9

Cualquier persona razonable que mirara al Cuchilla -no digamos ya que pasara una o dos horas en su compañía- habría sido capaz de sacar algunas conclusiones sobre cómo sería empezar una relación con ese tipo. Primero estaba lo de su tatuaje y qué sugería sobre sus problemas internos, así como sobre su potencial para el empleo lucrativo, por no mencionar el legal, decorarse la cara con una cobra que escupía veneno. Luego estaba su tamaño, que evocaba a un Napoleón en gestación, sin la ventaja del título de «emperador» para justificar los aspectos menos edificantes de su personalidad. Luego, estaba su domicilio y todos los inconvenientes que ofrecía junto a un bloque destinado a la demolición. Por último, estaba su trabajo, que ni siquiera encerraba la promesa de algo parecido a la longevidad. Pero alguien que mirara al Cuchilla y tuviera tiempo de reflexionar acerca de todos estos hechos sobre su persona y lo que podían suponer, también tendría que ser capaz de pensar de una manera racional y extensa. La noche que Ness conoció al Cuchilla, ella no era capaz de ninguna de las dos cosas, y cuando ya fue capaz de mirarle con más claridad, estaba demasiado enganchada para querer hacerlo.

Conque se dijo que había elementos en su relación con el Cuchilla que indicaban que él la había elegido, aunque era incapaz de identificar para qué. En este momento de su vida, no podía permitirse pensar en profundidad sobre las relaciones hombre-mujer, así que lo que hizo fue sacar conclusiones prematuras basadas en una información superficial, limitada a tres áreas de su vida: la sexual, la comercial y la guiada por las drogas.

Ella y el Cuchilla eran amantes, si podía aplicarse esa palabra a la manera primitiva en la que el joven abordaba el acto sexual. Ness no hallaba ningún placer, pero ni esperaba ni deseaba placer de aquello. Siempre y cuando siguiera ocurriendo, se encontraba un paso más cerca del bebé que decía que quería, al mismo tiempo que se tranquilizaba garantizándose que el lugar que ocupaba en la vida del Cuchilla era tan seguro como necesitaba que fuera. Por lo tanto, las exigencias que le planteaba -que una mujer con un mayor sentido de sí misma tal vez habría considerado degradantes- se transformaban en su mente en demandas de «un hombre con necesidades», que era como ella lo habría descrito si alguien le hubiera preguntado por las embestidas a las que accedía regularmente sin haber experimentado nada parecido ni a los preliminares ni a la seducción. Como eran amantes y como él continuaba comportándose como si tuviera un compromiso con ella, Ness estaba, si no contenta, al menos ocupada. Una mujer ocupada dispone de poco tiempo para hacerse preguntas.

Cuando le dio el teléfono móvil, tuvo aquello que sus amigas tanto deseaban, y este aspecto comercial de su relación con el Cuchilla le permitió creer que albergaba intenciones románticas hacia ella, exactamente igual que si le hubiera regalado un costoso diamante. Al mismo tiempo, le daba un dominio que le gustaba bastante y que, a ojos de sus amigas, la situaba por encima.

Permaneció allí -por encima de Six y Natasha- también a causa del Cuchilla. Porque él era la fuente de la hierba que fumaba y de la coca que esnifaba, liberándola de tener que depender únicamente de los camellos del barrio, como tenían que hacer Six y Natasha. Para Ness, el hecho de que el Cuchilla compartiera libremente el material con ella significaba que eran una pareja de verdad.

Con todas estas creencias, pues, y aferrándose a ellas porque, en realidad, no tenía nada más a lo que aferrarse, Ness intentó olvidar lo que Six había dicho sobre el Cuchilla. Podía hacer frente a su pasado. Dios santo, era «un hombre con necesidades», al fin y al cabo, y no podía esperar que hubiera permanecido célibe mientras la esperaba. Pero vio que dentro de toda la información sobre el Cuchilla que Six le había transmitido de una forma tan cruel en Kensington High Street, había dos hechos que no podía aparcar por mucho que lo intentara. Uno de ellos era que el Cuchilla tuviera dos hijos: un bebé en Dickens Estate y otro en Adair Street. El otro era Arissa.

Los bebés constituían una pregunta terrible que Ness no lograba construir en su mente, menos aún formular directamente sobre sí misma. Arissa, por otro lado, representaba algo sencillo sobre el que reflexionar, a la vez que encerraba todas las pesadillas de una joven enamorada: la traición del hombre que cree que le pertenece.

Ness no pudo extirpar a Arissa de su cabeza en cuanto Six plantó la semilla. Se dijo que tenía que saber la verdad para saber qué podía hacer al respecto, si es que podía hacer algo. Decidió, prudentemente, que enfrentarse al Cuchilla era una idea pésima, así que fue a sacarle la información a Cal Hancock.