– ¿Comprendes que vas a comparecer ante el juez por esto? -preguntó el sargento Starr.
Ness se encogió de hombros sin levantar la cabeza.
– ¿Comprendes que puede hacer contigo lo que quiera? ¿Mandarte a un reformatorio, alejarte de tu familia?
Ness se rió al oír aquello.
– Oooooh. Qué miedo. Mira. Haz lo que quieras. Yo no voy a hablar.
Lo único que le diría al sargento Starr era dónde vivía y los números de teléfono de Kendra. Que la bruja viniera a buscarla, pensó Ness. Una llamada de la Poli a su tía seguramente interrumpiría el polvo repugnante que echaba todas las noches, lo que para Ness era perfecto.
Sin embargo, cuando Kendra recibió la llamada, no estaba en la cama, sino aplicándose un peeling facial, esperando a que la solución se secara. Lo estaba haciendo en la intimidad relativa del cuarto de baño, para impedir que Dix la viera.
Joel fue quien contestó al teléfono y quien le dijo que llamaba la Policía.
– Tienen a Ness, tía Ken -dijo desde el otro lado de la puerta cerrada del baño. Parecía preocupado.
Kendra notó que su ánimo decaía en picado. Se lavó la cara, el tratamiento incompleto, con el mismo aspecto exacto que cuando había empezado. No estaba distinta cuando entró en la comisaría de Policía de Harrow Road menos de veinte minutos después. Dix había querido acompañarla, pero ella se había negado. «Quédate con los chicos», le dijo. Quién sabía qué podía suceder si alguien ahí fuera -y los dos sabían a quién se refería- se enteraba de que Joel y Toby estaban solos.
Había una pequeña sala de espera en la recepción -ocupada en aquellos momentos por un joven negro repantigado que intentaba curarse un ojo hinchado-, pero Kendra no tuvo que esperar demasiado. Al cabo de unos minutos, una mujer blanca fue a buscarla. Llevaba vaqueros azules con los bajos girados en los tobillos, una boina francesa y una camiseta cegadoramente blanca. Calzaba unas deportivas igual de blancas. «Combativa» fue lo que Kendra pensó al verla. Era bajita, nervuda, tenía el cabello gris y alborotado y destilaba una actitud seria que sugería que lo prudente era no tomarle el pelo.
Cuando Kendra oyó su nombre -Fabia Bender- hizo todo lo que pudo por no estremecerse y empezar a dar excusas de por qué no había devuelto las llamadas de la asistente social, que habían sido numerosas a lo largo de las últimas semanas. Se las arregló para mirar a la mujer blanca con impasibilidad, como si nunca hubiera hablado con ella.
– ¿Qué ha hecho Ness? -preguntó.
– No «¿qué le ha pasado?» -señaló Fabia Bender con astucia-. ¿Ya esperaba esto, señora Osborne?
A Kendra le cayó mal de inmediato. En parte porque la mujer blanca había llegado a una conclusión que era exacta. Y en parte porque la mujer blanca era sencillamente quien era: una de esas personas a quienes les gusta pensar que pueden adivinar con qué clase de individuo están tratando por cómo se comporta cuando clavan sus ojos azul claro en los del otro.
Kendra se sintió más pequeña de lo que era. Odiaba esa sensación.
– La Policía me ha llamado para que viniera a recogerla -dijo de manera cortante-. ¿Dónde está?
– Estaba hablando con el sargento Starr. O, mejor dicho, él estaba hablando con ella. Supongo que estará esperando a que vuelva con ellos porque no le está permitido interrogarla si yo no estoy en la sala. O si no está usted. Por cierto, cuando la han detenido, en un principio, no ha querido dar su nombre, el de usted. ¿Tiene idea de por qué?
– ¿Detenido por qué? -preguntó Kendra, ya que no iba a decirle ni una palabra a Fabia Bender sobre la relación que tenía con su sobrina.
Fabia Bender le relató lo que sabía sobre lo sucedido, información que le había proporcionado el sargento Starr. Concluyó diciendo que Ness no quería delatar a sus amigas. Kendra lo hizo por ella. Pero lo único que sabía era el nombre de cada una de las chicas: Six y Natasha. Una de ellas vivía en Mozart Estate. No sabía dónde vivía la otra.
Kendra ardió de vergüenza mientras transmitía esta información a la asistente social. Sin embargo, no sentía vergüenza por dar los detalles. La sentía por disponer de tan pocos datos. Preguntó si podía ver a Ness, hablar con ella, llevársela a casa.
– Enseguida -dijo Fabia Bender, que condujo a Kendra a una sala de interrogatorios vacía.
El suyo era un trabajo ingrato, pero Fabia Bender no lo veía de esa forma. Era un trabajo que llevaba desempeñando en North Kensington desde hacía casi treinta años, y si había perdido a más niños de los que había salvado, no era por falta ni de compromiso con ellos ni de fe en la bondad inherente del ser humano. Se levantaba todos los días sabiendo que estaba exactamente donde tenía que estar, haciendo exactamente lo que tenía que hacer. Cada mañana estaba llena de posibilidades. Cada noche era una oportunidad para reflexionar sobre cómo había abordado los retos del día. No conocía ni el desánimo ni la desesperación. Los cambios, había llegado a comprender tiempo atrás, no sucedían de un día para otro.
– No voy a fingir que me alegra que no me devolviera las llamadas, señora Osborne -le dijo a Kendra-. Si lo hubiera hecho, tal vez no estaríamos hoy aquí. Tengo que decirle con toda sinceridad que contemplo esta situación como un resultado parcial del hecho de que Vanessa no vaya al colegio.
Aquél no era el tipo de afirmación preliminar que prometía un consenso inminente. Kendra reaccionó como cabría esperar en una mujer orgullosa: se irritó. La piel se le calentó, le ardía, y la sensación de que se le derretía en los huesos no la animó a tenderle la mano a la otra mujer como muestra de benevolencia. No dijo nada.
Fabia Bender cambió de rumbo.
– Lo siento. No ha sido adecuado por mi parte decir eso. Es mi frustración la que ha hablado. Déjeme empezar de nuevo. Mi objetivo siempre ha sido ayudar a Vanessa, y creo que la educación es, como mínimo, uno de los pasos necesarios para llevar a un niño por el buen camino.
– ¿Cree que no he intentado conseguir que vaya al colegio? -le preguntó Kendra; si sonaba ofendida, que lo estaba, era porque sentía que había fracasado como madre sustituta de Ness-. Lo intenté. Pero nada funcionó. Le he repetido una y otra vez lo importante que es. En una ocasión la llevé yo misma al colegio y hablé con el señor cómo se llame, el jefe de estudios. E hice lo que me dijo. La acompañé hasta la puerta. Esperé a que entrara. Intenté castigarla sin salir cuando se saltó las clases. Le dije que si no espabilaba, acabaría justo donde ha acabado. Pero nada funcionó. Ella sabe muy bien lo que quiere, maldita sea, y está resuelta a…
Fabia levantó las dos manos. Era una historia que había escuchado durante tantos años a tantos padres -madres, por lo general, y, por lo general, abandonadas por un hombre indigno- que podría haberla recitado de principio a fin. Sus protagonistas eran mujeres consumidas por la desesperación y niños cuyos gritos para que alguien los comprendiera se habían malinterpretado durante demasiado tiempo como actos de rebeldía y depresión. La verdadera respuesta a la plaga que afectaba a la sociedad residía en una comunicación abierta. Pero los padres, que estaban ahí para ayudar a sus jóvenes a interpretar el gran viaje de la vida, a menudo no habían tenido a nadie que los ayudara a ellos a interpretar el gran viaje de la vida cuando eran jóvenes. Por lo tanto, el asunto se convertía en una historia de ciegos que intentaban guiar a otros ciegos por un camino que ninguno entendía, y fracasaban.
– De nuevo le pido que me perdone, señora Osborne -dijo-. No estoy aquí para culpar a nadie. Estoy para ayudar. ¿Podríamos volver a empezar? Por favor, siéntese.
– Quiero llevármela a…