Joel no tendría que haberse preocupado. A Toby le gustó bastante la pancarta -aunque no tanto como la lámpara de lava-, pero resultó que mantenía un nivel admirable de inconsciencia respecto a los problemas de Ness con la ley, no tanto porque estuviera sumergido en Sose, sino porque escuchaba los mensajes diarios que le llegaban desde allí. En cuanto a la noche de su cumpleaños, prácticamente no recordaba nada. Recordaba el curry y, en especial, el naan de almendras, pasas y miel. Recordaba haberse comido la cena en la bandeja de hojalata decorada con un Papá Noel. Incluso recordaba que Ness estaba presente y que le había regalado una varita mágica. Pero no se acordaba de la aparición del Cuchilla en su casa, ni tampoco del alboroto que había provocado cuando entró por la puerta.
Era la ventaja que tenía lo que ocurría dentro de la cabeza de Toby. Recordaba algunas cosas con una claridad que sorprendía a todo el mundo. Otras se desvanecían, como volutas de humo en la niebla. Aquello le proporcionaba una forma de satisfacción que sus hermanos no eran capaces de igualar.
Sus padres, por ejemplo, existían para Toby dentro de una nube agradable. Su padre era un hombre que llevaba a sus hijos al centro social junto a la iglesia de Saint Aidan, donde le esperaban en la guardería. De eso, Toby hablaba cuando le presionaban. Pero la razón por la que esperaban a su padre en la guardería, las reuniones a las que Gavin Campbell se había aferrado y a las que asistía todos los días en otra sala del centro…, de eso Toby no se acordaba. En cuanto a su madre, era la persona que le había pasado los dedos por el pelo con cariño la última vez que había estado en casa. El resto -una ventana abierta de un tercer piso, con un aparcamiento de asfalto abajo, un tren circulando a toda velocidad por las vías justo detrás del edificio- no lo recordaba, ni tampoco habría podido recordarlo, ya que en esa época era muy pequeño. Por lo tanto, la mente de Toby ofrecía sus maldiciones, pero también sus bendiciones.
A Joel le pasaba algo parecido, aunque él sí tenía a Ivan Weatherall y contaba con la promesa tácita que representaba el mentor para escapar -aunque sólo fueran unas horas- del ambiente eléctrico de la casa de Kendra, donde su tía vivía en un estado de expectación inquieta en cuanto a la próxima comparecencia de Ness ante el juez, donde la propia Ness holgazaneaba, al tiempo que fingía no importarle lo que le sucediera. Por su parte, allí Dix intentaba conversar en voz baja con Kendra y jugar el papel de conciliador entre tía y sobrina.
– Tal vez no sean los niños que querías, Ken -le oyó murmurar Joel en la cocina mientras Kendra se servía un café-. Y tal vez no sean los niños que te imaginabas que tendrías. Pero está claro que son los niños que tienes.
– No te metas en esto, Dix -le contestó-. No sabes de qué hablas.
Dix insistió.
– ¿Alguna vez piensas en cómo funciona Dios?
– Tío, deja que te diga algo: ningún dios que yo conozca ha vivido nunca en esta parte de la ciudad.
Si la reacción de Kendra ilustraba lo efímero de la situación en la que vivían, la de Dix al menos era más alentadora. Y si no jugaba exactamente el papel de padre para los niños Campbell, al menos los toleraba y ya era mucho. Por esta razón, una tarde que Dix estaba reparando la vieja barbacoa en el jardín trasero de Kendra, anticipándose al buen tiempo, dejó que Toby mirara y fuera dándole las herramientas, lo que proporcionó a Joel la oportunidad que había estado esperando para volver a visitar a Ivan Weatherall.
Había estado pensando en el curso de guiones. Más aún, había estado pensando en la película que resultaría de los esfuerzos de la clase. Nunca había escrito nada, así que no se veía capaz de sumarse a ellos en la elaboración de un guión, pero había empezado a soñar con que tal vez lo eligieran para hacer algo relacionado con la película. Necesitaban un equipo técnico. Seguramente necesitarían un grupo completo de personas. ¿Por qué no podía ser uno de ellos? Así que mientras Dix y Toby trabajaban en la barbacoa, Ness se dedicaba a hacerse la manicura y Kendra iba a dar un masaje, Joel se dirigió hacia Sixth Avenue.
Escogió una ruta que lo llevó a los alrededores de Portnall Road. Era un agradable día de primavera de sol y brisa y, mientras Joel pasaba por la intersección de Portnall Road y Harrow Road, esta misma brisa llevó hasta él el inconfundible olor del cannabis. Miró a su alrededor para buscar la fuente. La encontró en la parte delantera de un pequeño bloque de pisos, donde había un hombre sentado en la puerta, con las rodillas subidas, la espalda apoyada en la pared y una libreta en el suelo a su lado. Estaba al sol y tenía la cara levantada hacia él. Mientras Joel le observaba, dio una calada profunda, los ojos cerrados, relajado.
Joel ralentizó el paso y luego se detuvo, mirando al hombre desde el otro lado de un seto bajo que definía los límites de la propiedad. Vio que era Calvin Hancock, el artista de grafitis del campo de fútbol hundido; había cambiado de imagen. No llevaba las rastas. Se había afeitado la cabeza, pero de manera irregular. Desde donde estaba Joel era como si una especie de patrón decorara ahora la cabeza del joven.
– ¿Qué te has hecho en el pelo, tío? ¿Ya no eres rastafari?
Cal volvió la cabeza. Fue un movimiento perezoso, más un balanceo que un giro, en realidad. Retiró el porro de sus labios y sonrió. Incluso desde donde estaba, Joel pudo ver que los ojos de Calvin parecían tener un brillo artificial.
– Colega -dijo Cal arrastrando las palabras-. ¿Qué pasa contigo, chaval?
– Voy a ver a un amigo a Sixth Avenue.
Cal asintió con la cabeza, una mirada en su rostro que sugería que esta información tenía un significado profundo para él. Le tendió el porro a Joel de un modo amistoso. El niño dijo que no con la cabeza.
– Chico listo -dijo Cal, aprobando su respuesta-. Mantente alejado de esta mierda todo el tiempo que puedas. -Miró la libreta que tenía al lado, como si de repente recordara qué estaba haciendo antes de colocarse.
Joel se aventuró a entrar en la propiedad para echar un vistazo.
– ¿En qué estás trabajando?
– Oh, en nada. Sólo son bocetos que hago para matar el tiempo.
– Déjame ver. -Joel miró la libreta. Cal había hecho bocetos de lo que parecían caras al azar, todas negras. Eran distintas las unas de las otras, pero tomadas en su conjunto, había algo en ellas que sugería una familia. Y es que, en efecto, se trataba de la familia de Calvin: cinco caras juntas y una sexta sola, apartada del resto y que sin lugar a dudas era Calvin-. Es una chulada, tío -dijo Joel-. ¿Tomas clases o algo?
– Qué va. -Cal cogió la libreta y la tiró al otro lado, fuera de la vista de Joel. Dio una calada profunda al porro y retuvo el humo en los pulmones. Miró al chico entrecerrando los ojos y dijo-: Mejor que no andes por aquí. -Y ladeó la cabeza hacia la puerta del edificio. Alguien había hecho una pintada en ella, como sucedía con casi todo el barrio. En este caso, era un garabato aficionado que rezaba «¡navajazo!» en amarillo sobre el metal gris de la puerta.
– ¿Por qué? -le preguntó Joel-. ¿Y qué haces tú aquí, de todos modos?
– Espero.
– ¿A qué?
– Más bien a quién. El Cuchilla está dentro y eres la última persona a quien querrá ver si sale.
Joel volvió a mirar el edificio. Se dio cuenta de que Cal estaba haciendo de guardaespaldas, por muy colocado que pareciera que fuera.