– ¿Qué pasa? ¿Estás sordo o qué? -Y entonces logró reunir suficiente saliva en el desierto que era su boca para escupir también en el suelo. En cuanto lo hizo, giró sobre sus talones y se obligó a caminar -no a correr- hacia la acera y, de allí, empezó a bajar por la calle.
No miró atrás. Tampoco se dio prisa. Se obligó a andar como si no tuviera ninguna preocupación. No le resultó fácil, con las piernas de goma y el pecho tan oprimido que apenas podía tomar el aire suficiente para no perder el conocimiento. Pero lo consiguió y llegó al final de la calle antes de vomitar en un charco de agua estancada de una alcantarilla.
Capítulo 12
El día que Ness Campbell compareció ante el juez no comenzó de manera nada prometedora, ni tampoco se desarrolló ni acabó así. El tráfico impidió que llegara puntual al juzgado, lo que resultó ser sólo el principio de su perdición. Su actitud hacia todo el proceso, que no fue buena y que empeoró por el estado de lo que debería llamarse su antigua amistad con Six y Natasha, tuvo mucho que ver.
Six y Natasha eran conscientes de los problemas a los que podrían enfrentarse si Ness decidía dar sus nombres como cómplices del intento de atraco por el que habían detenido a su amiga. Si bien un modo de asegurarse de que sus nombres no salieran a la luz podía haber sido fomentar un consenso con Ness, ni Six ni Natasha poseían las aptitudes lingüísticas adecuadas para alcanzar un acuerdo. Tampoco poseían ni la capacidad ni la imaginación de ver más allá del momento presente para evaluar las consecuencias de cualquier acción que pudieran tomar. Su modo de dar a conocer sus sentimientos -siendo estos sentimientos la preocupación de tener que comparecer ellas mismas ante el juez, por no mencionar un atisbo de inquietud por tener que enfrentarse a la ira de sus padres- fue evitar a Ness como si fuera portadora del virus del ébola. Cuando aquello no bastó para hacerle llegar a Ness el mensaje de que su amistad se había terminado, fueron a decirle directamente que no les gustaba el modo como se había comportado, «como si te creyeras mejor que nadie, cuando lo único que eres es una estúpida zorra de mierda». Y ese enfoque funcionó bien.
Así que cuando Ness compareció ante el juez, sabía que estaba sola. Kendra la acompañó, pero no era de la opinión de buscar socorro en ella, y sus sentimientos hacia la asistente social -a quien al fin había conocido y a quien no había revelado nada de valor- no convertirían la presencia de Fabia Bender en útil para nada. Por lo tanto, cuando Ness se presentó ante el juez, proyectó una actitud tan lejana al remordimiento y a la humildad que el único recurso que vio el magistrado fue castigarla duramente.
Lo que salvó a Ness fue que se trataba de su primer delito. A otra joven que evidenciara el mismo nivel de indiferencia hacia el proceso, sus defensores y su vida la habrían sentenciado a lo que el juez -con una formalidad anticuada que en otras circunstancias habría resultado entrañable- insistía en denominar un «correccional», pero a Ness le cayeron dos mil horas de servicios comunitarios, que serían religiosamente documentadas, supervisadas y firmadas por la persona a cuyo cargo estuviera el servicio comunitario que le asignaran. Y, terminó el juez, la señorita Campbell asistiría al colegio cuando comenzara el trimestre de otoño. No añadió «o se va a enterar», pero se sobreentendió.
Fabia Bender le dijo a Ness que había tenido suerte. Kendra Osborne hizo lo mismo. Pero la chica sólo vio que iba a tardar toda la vida en cumplir las dos mil horas de servicios comunitarios y su enfado estaba en proporción exacta a lo que creía que eran las injusticias inherentes a la situación.
– No es justo -dijo.
– Si no te gusta, da los nombres de tus amigas y dónde encontrarlas -le respondió Kendra.
Como Ness no iba a hacerlo -a pesar de que Six y Natasha hubieran renegado de ella-, no le quedó más remedio que cumplir la condena. Ésta, le informaron, se llevaría a cabo en el centro infantil de Meanwhile Gardens, un lugar cuya cercanía respecto a su casa tampoco agradeció. Así que se convirtió en la personificación de una joven explotada, y decidió hacer que su supervisor en el centro infantil fuera consciente de ello a la primera oportunidad.
Esa oportunidad llegó bastante pronto. Una llamada de Majidah Ghafoor el mismo día que Ness recibió su sentencia le informó de las horas que se esperaba que trabajara. Comenzaría de inmediato, informó a Ness. Como vivía a menos de cincuenta metros del lugar donde realizaría los servicios comunitarios, podía pasarse ya mismo y escuchar las normas.
– ¿Normas? -le preguntó Ness-. ¿Qué quiere decir con «normas»? Esto no es una cárcel. Es un trabajo.
– Un trabajo que te han asignado -le dijo Majidah-. Ven de inmediato, por favor. Esperaré diez minutos antes de llamar al agente de la condicional.
– ¡Mierda! -dijo Ness.
– Muy mal expresado -le dijo Majidah con el acento agradable de su lugar de nacimiento-. No vamos a tolerar ningún tipo de tacos en el centro, señorita.
Así que Ness fue, todavía en el estado en que la había dejado su comparecencia ante el juez. Entró por la verja de la alambrada y cruzó el área de juegos hasta la caseta que acogía todas las actividades interiores ofrecidas a niños de hasta seis años. Allí, como los chiquillos ya se habían marchado, Majidah estaba fregando los platos después de la merienda a base de leche, pastas de té y mermelada de fresa, que habían ofrecido a última hora de la tarde. Le dio a Ness un paño para que empezara a secar los vasos y los platos («Y ve con cuidado porque pagarás todo lo que rompas»), y se puso a hablar.
Majidah Ghafoor resultó ser una joven mujer pakistaní vestida de manera étnica. Era una viuda que, desafiando las tradiciones de su cultura, se había negado a vivir con alguno de sus hijos casados. Consideraba que sus mujeres eran «demasiado inglesas» para su gusto, a pesar de haber tenido ella la última palabra en la elección; además, si bien sus once nietos le parecían atractivos, también los veía como un grupo indisciplinado, destinados en su mayoría a vidas disolutas, a menos que sus padres los recondujeran.
– No, soy más feliz sola -le dijo a Ness, que no podría estar menos interesada en los asuntos de la vida de Majidah-. Y tú también lo serás. Feliz aquí, quiero decir. Siempre que cumplas las normas.
Las normas consistían en un catálogo de lo prohibido: fumar, hablar por el móvil, hablar por el fijo, ir maquillada, llevar joyas excesivas, escuchar música en el iPod, reproductor de MP3, walkman, (o lo que fuera), jugar a cartas, bailar, llevar tatuajes o piercings visibles en el cuerpo, recibir visitas, comer comida basura («El McDonald's es la ruina del mundo civilizado, en mi opinión»), llevar ropa reveladora («como la que vistes ahora, que no voy a permitir más en este edificio»), colar a personas adultas o a adolescentes en el recinto, salvo que fueran acompañadas de un niño de seis años o menor.
A todo esto, Ness puso los ojos en blanco expresivamente y dijo:
– Lo que tú digas. Bueno, ¿cuándo empiezo?
– Ahora. En cuanto acabes con los platos puedes fregar el suelo. Mientras lo haces, te prepararé el horario. Lo mandaré a tu agente de la condicional y a tu asistente social, para que vean en qué pensamos emplear las dos mil horas que te han asignado por el delito que cometiste.
– Yo no cometí…
– Por favor. -Majidah la interrumpió haciendo un gesto con la mano-. No estoy interesada lo más mínimo en la naturaleza de tus actividades vergonzosas, señorita. No jugarán ningún papel en nuestro acuerdo. Tú estás aquí para cumplir unas horas, y yo estoy aquí para verificar ese cumplimiento. Encontrarás una fregona y un cubo en el armario largo que hay junto al fregadero. Exijo que utilices agua caliente y una taza de Ajax. Cuando acabes con el suelo, puedes limpiar el lavabo.