Los Campbell llegaron a la estación de Paddington y entraron en el vestíbulo de las taquillas antes de que el plan de Ness se hiciera evidente. Sólo compró dos billetes de ida y vuelta, le entregó únicamente una parte del cambio a Joel y se guardó el resto en el bolsillo.
– Cómprale un Aero de los que le gustan -dijo-. Cómprale algo más barato que el Elle o el Vogue. Esta vez no hay suficiente para patatas, así que tendréis que arreglaros sin ellas, ¿entendido?
– Pero, Ness, ¿qué vas…? -comenzó a protestar Joel en vano.
– Dile algo a la tía Ken y te pego una paliza de muerte -le amenazó-. Tengo un día libre de esa zorra de Majidah y pienso aprovecharlo. ¿Te enteras, tío?
– Te meterás en un lío.
– Como si eso me importara, joder -dijo ella-. Nos reuniremos aquí otra vez a las cuatro y media. Si no estoy, esperáis. ¿Te enteras, Joel? Esperáis, porque si os vais a casa sin mí, te pegaré una paliza de muerte, como te he dicho, ¿entendido?
La sucinta amenaza no dejaba lugar a preguntas. Ness le hizo buscar el tren correcto en la pantalla de salidas, tras lo cual lo encaminó a WH Smith. Cuando entró, con Toby agarrado a la pernera de su pantalón, desapareció: una chica decidida a no bailar al son de nadie, y menos al de su tía.
Joel la observó desde el interior de la tienda hasta que la perdió de vista mientras serpenteaba entre la multitud. Luego compró una revista y un Aero y llevó a su hermano al andén correspondiente. En cuanto estuvieron en el tren, le dio la chocolatina a Toby. Su madre, decidió, tendría que sufrir.
Un momento después de pensar aquello, sin embargo, se sintió fatal. Para eliminar la sensación, observó los muros de ladrillo cubiertos de grafitis que había a cada lado de la estación mientras el tren pasaba por delante e intentó leer las pintadas. Mirar los grafitis y las pintadas le hizo pensar en Cal Hancock. Cal Hancock le hizo pensar en el enfrentamiento con el Cuchilla y cuando vomitó después en la alcantarilla. Ese pensamiento lo llevó inevitablemente a lo que había ocurrido a continuación: su decisión de visitar a Ivan Weatherall de todos modos.
Joel había encontrado a Ivan en casa y dio las gracias por ello. Si Ivan percibió el olor a vómito, tuvo la consideración de no mencionarlo. Cuando Joel llegó, estaba trabajando en una parte delicada de la operación de montaje del reloj y no abandonó su tarea tras pedirle a Joel que entrara en la casa y se sirviera de un cuenco desportillado de uvas que descansaba en el borde de la mesa. Sin embargo, sí le entregó al chico un trozo de papel verde que rezaba en la parte superior: «Empuñar palabras y no armas».
– Échale un vistazo y dime qué opinas -le dijo mientras centraba su atención de nuevo en el reloj.
– ¿Qué es? -le preguntó Joel.
– Léelo -dijo Ivan.
Parecía que el papel anunciaba un concurso de escritura. La hoja daba la extensión de la página, de las líneas y los términos de las críticas, junto con las gratificaciones en metálico y otros premios. El gran momento parecía ser algo llamado «Caminar por las palabras» porque, fuera lo que fuera, en él se otorgaba el mayor premio de todos: cincuenta libras. «Empuñar palabras y no armas» tenía lugar en uno de los centros sociales de la zona: un lugar llamado Basement Activities Centre en Oxford Gardens.
– Sigo sin entenderlo -le dijo Joel a Ivan en cuanto acabó de leer el anuncio de «Empuñar palabras y no armas»-. ¿Se supone que tengo que hacer algo con esto?
– Mmm. Eso espero. Se supone que tienes que ir. Es una velada… Bueno, una velada poética, osaría decir que es el mejor término para describirlo. ¿Has estado alguna vez en alguna? ¿No? Bueno, te sugiero que vayas y lo descubras. Tal vez te sorprenda ver cómo es. «Caminar por las palabras» es una actividad nueva, por cierto.
– ¿Poesía? ¿Sentarse a hablar sobre poemas o algo así? -Joel hizo una mueca. Se imaginó un círculo de ancianas con las medias caídas, entusiasmadas con esos hombres blancos muertos de los que uno oía hablar en el colegio.
– Escribimos poemas -dijo Ivan-. Es una oportunidad para expresarse sin censura, aunque no sin las críticas del público.
Joel volvió a mirar el papel y se centró en el premio en metálico que se ofrecía.
– ¿Qué es esto de «Caminar por las palabras»? -preguntó.
– Ah. Te interesa el dinero del premio, ¿verdad?
Joel no contestó, aunque sí pensó en lo que podría hacer con cincuenta libras. Existía una brecha enorme entre quién era él en el momento presente, un niño de doce años que dependía de su tía para comida y alojamiento, y quién quería ser, un hombre con una carrera de verdad, como la de psiquiatra. Junto con la mera determinación de triunfar, que sí poseía, estaba el asunto del dinero para su educación, que no poseía. Iba a necesitar dinero para dar el salto de la persona que era ahora a la persona que quería llegar a ser, y si bien cincuenta libras no eran mucho, comparadas con lo que Joel tenía en estos momentos -nada- eran una fortuna.
– Podría ser -dijo al fin-. ¿Qué tendría que hacer?
Ivan sonrió.
– Asistir.
– ¿Tengo que escribir algo antes de ir?
– Para «Caminar por las palabras» no. Esa parte se hace allí mismo. Te daré palabras clave, todo el mundo recibe las mismas, y tendrás un periodo de tiempo específico para componer un poema con ellas. El mejor poema gana. Cuál es el mejor lo decide un comité del público.
– Oh. -Joel le devolvió el papel a Ivan. Sabía las pocas probabilidades que tenía de ganar si en la decisión intervenían jueces-. De todos modos, no sé escribir poemas.
– ¿Lo has intentado? -dijo Ivan-. Bueno. Deja que te diga lo que pienso yo sobre el tema, si no te importa escucharme. ¿Te importa?
Joel negó con la cabeza.
– Es un comienzo, ¿verdad? -dijo Ivan-. Eso está muy bien: escuchar. Para mí, casi igual que intentarlo. Y ése es el elemento crucial de la experiencia vital que tantos de nosotros evitamos, ¿sabes? Intentar algo nuevo, dar ese salto de fe hacia algo total y absolutamente desconocido. Hacia lo distinto. Aquellos que dan ese salto son los que desafían al futuro que, de lo contrario, tendrían. Hacen caso omiso a las expectativas sociales y determinan ellos mismos quiénes y qué serán, y no permiten que los lazos de nacimiento, clase social y prejuicio lo determinen por ellos. -Ivan dobló el anuncio ocho veces y metió el cuadrado en el bolsillo de la camisa de Joel-. Basement Activities Centre. Oxford Gardens -dijo-. Reconocerás el edificio, ya que es una de esas monstruosidades de los sesenta que se denominan arquitectura. Piensa en hormigón, estuco y contrachapado pintado: acertarás. Espero de corazón verte allí, Joel. Lleva a tu familia, si quieres. Cuantos más, mejor. Luego hay café y tartas.
Joel aún llevaba ese anuncio encima mientras él y Toby viajaban en tren para visitar a su madre. Todavía no había aparecido por «Empuñar palabras y no armas», pero esas cincuenta libras continuaban ardiendo en su mente. Ardían con tanta intensidad que la idea anterior de participar en la clase de guiones de Ivan pasó a ser menor, secundaria. Cada vez que llegaba y pasaba una noche de «Empuñar palabras y no armas», Joel se sentía un paso más cerca de reunir el coraje suficiente para intentar escribir un poema.
De momento, sin embargo, había que enfrentarse a la visita al hospital. En recepción, los mandaron no al piso superior donde se encontraban la sala de día y la habitación de su madre, sino a un pasillo de la planta baja que conducía a lo que llamaban el invernadero, una estancia acristalada en el ala sur del edificio.
Con alegría, Joel interpretó la presencia de su madre allí como una señal positiva. En el invernadero, en realidad nada limitaba los movimientos de los pacientes: en concreto, no había barrotes en las ventanas. Así que podían hacerse bastante daño a sí mismos si rompían uno de los enormes paneles de cristal, y el hecho de que permitieran a Carole Campbell pasar tiempo allí sugirió a Joel que había experimentado progresos en su recuperación.