– Una asistencia récord esta noche -dijo Ivan, y parecía encantado-. ¿Puede ser porque hemos aumentado el dinero del premio? Bueno, siempre he pensado que erais sobornables.
El comentario fue acogido con risas. Era obvio que Ivan se sentía cómodo con el grupo. A Joel no le sorprendió.
– Veo caras nuevas y os doy la bienvenida a «Empuñar palabras y no armas» -dijo Ivan-. Espero que encontréis aquí un hogar para vuestros talentos. Así que dejémonos de chácharas… -Consultó la carpeta sujetapapeles que llevaba-. Eres el primero, Adam Whitburn. ¿Me permites esta noche que te anime a intentar superar tu natural timidez?
Todo el mundo se rió mientras un rastafari con las rastas escondidas en una gorra de punto enorme se levantó de un salto de entre el público y subió a la tarima con la actitud de un boxeador entrando en el cuadrilátero. Se tocó el borde de la gorra y ofreció una sonrisa afable a alguien que había gritado «Vamos, colega». Se sentó en la punta del taburete y empezó a leer de una libreta de espiral muy sobada. Anunció que la pieza se llamaba: «Stephen vuelve a casa».
– Lo pillaron en la calle, sí. / La sangre roja salía a borbotones, / ardía como el fuego, pero la navaja estaba fría. / Atrapado como nadie, papá, / ni un hombre, ni una cabra. / Atrapado porque la calle es así.
La sala guardó silencio mientras Adam Whitburn leía. No se oyó nada, ni siquiera el lloro de un bebé que intentara llamar la atención. Joel bajó la mirada a sus rodillas mientras Adam relataba la historia: «Documentar la muchedumbre congregada, la Policía, la investigación, la detención, el juicio y el final. No había justicia ni ninguna forma de enterrar nada. Nunca. Muerto en la calle simplemente».
Cuando Adam Whitburn acabó, no ocurrió nada durante un momento. Entonces los aplausos surgieron de entre el público, acompañados de gritos y silbidos. Pero lo que siguió después fue una sorpresa para Joel. Los miembros del público comenzaron a aportar críticas sobre el escrito, refiriéndose a él como un «poema», lo que también le sorprendió, puesto que no rimaba y lo único que sabía él de poesía era que se suponía que las palabras tenían que rimar. Nadie mencionó los hechos de la obra: en concreto la muerte y la injusticia posterior que trataba, sino que se habló del lenguaje y la métrica, la intención y el logro. Se habló de versos y de lenguaje figurado, y la gente le preguntó a Adam Whitburn por la forma. El rastafari escuchó atentamente, contestó cuando fue necesario y tomó notas. Luego dio las gracias al público, asintió con la cabeza y regresó a su asiento.
Una chica llamada Sunny Drake ocupó su lugar. A Joel le pareció que la obra que había escrito trataba sobre el embarazo y la cocaína, sobre nacer siendo adicto a la adicción de la madre, sobre dar a luz a un niño igual. A continuación, de nuevo, se abrió un debate: críticas que no juzgaban los hechos.
De este modo, pasaron noventa minutos. Aparte de Ivan anunciando los nombres que leía de la carpeta, nadie dirigió la velada tras sus comentarios iniciales, sino que pareció que se dirigía sola, con la familiaridad de un ritual que todo el mundo conocía. Cuando llegó el momento de la pausa, Ivan regresó al micrófono. Anunció que «Caminar por las palabras» tendría lugar al principio de la sala para aquellos que estuvieran interesados, mientras el resto del público disfrutaba del refrigerio. Joel observó con curiosidad mientras el grupo se dispersaba y doce personas del público avanzaban con entusiasmo hacia la tarima. Allí, Ivan estaba repartiendo unas hojas, y por eso y por los murmullos de conversación que incluían las palabras «cincuenta libras», Joel comprendió que aquélla era la parte del evento que había llamado su atención en un principio: la parte que incluía el premio en metálico.
Si bien sabía que no tenía muchas posibilidades de ganar -en especial porque no tenía ni idea de qué iba el evento-, avanzó hacia delante con el resto de la gente. Vio que Adam Whitburn estaba en el grupo y, en ese momento, casi se planteó marcharse. Pero Ivan gritó:
– Encantado de verte, Joel Campbell. Aquí estás. Únete a la contienda -dijo, y al momento siguiente Joel tenía un trozo de papel en la mano en el que había escritas cinco palabras: «confusión», «siempre», «pregunta», «destrucción» y «perdón».
Se quedó mirándolas sin comprender nada. Sabía lo que significaban, pero aparte de eso, no tenía más pistas. Miró a su alrededor en busca de algún indicio de lo que se suponía que tenía que hacer y vio que los otros participantes de «Caminar por las palabras» comenzaban a crear algo; escribían furiosamente, se paraban a pensar, mordían los lápices, jugaban con los bolígrafos. A Joel le pareció que tenían que estar creando más de esa poesía curiosa. Sabía que podía irse o unirse a ellos. Cincuenta libras parecían razón suficiente para quedarse.
Durante los cinco primeros minutos, se quedó mirando el papel que le habían dado, mientras a su alrededor la gente garabateaba, borraba, murmuraba, garabateaba, tachaba, borraba, y garabateaba un poco más. Escribió «confusión» y esperó a que se produjera un milagro, un rayo de inspiración que lo convirtiera en un san Pablo poeta. Convirtió una «o» de confusión en una rueda con radios. Rodeó la palabra con estrellas fugaces. La adornó con dibujitos y la subrayó. Suspiró e hizo una bola con el papel.
A su lado, una mujer blanca con aspecto de abuela que llevaba unas gafas enormes mordisqueaba pensativa el capuchón del bolígrafo. Miró a Joel, luego le dio una palmadita en la rodilla.
– Empieza con una de las otras palabras, cielo -le susurró-. No hace falta que vayas de arriba abajo ni que sigas un orden en particular.
– ¿Seguro?
– Vengo desde el principio. Escoge la palabra que sientas aquí -se tocó el pecho- y empieza por ahí. Déjate ir. Tu subconsciente hará el resto. Inténtalo.
Joel la miró sin convicción, pero decidió probarlo a su modo. Alisó el papel y volvió a leer las palabras. Le pareció que la palabra que más sentía era «siempre», así que la anotó, y entonces sucedió algo curioso: las palabras comenzaron a amontonarse encima de la primera -«siempre»- y él simplemente actuó como su escriba.
«Siempre el tipo de lugar que la agarra», escribió. «Ella pregunta por qué y la pregunta grita. No hay respuesta, chica. Hace demasiado tiempo que juegas. No hay perdón por la muerte que llevas dentro. Lo que hiciste, acabó en destrucción. Mueres, zorra, y la confusión desaparece.»
Joel soltó el lápiz y se quedó mirando, con la mandíbula flácida, lo que había escrito. Se sentía como si le saliera humo de los oídos. Leyó los versos dos veces, luego cuatro más. Estaba a punto de guardarlos subrepticiamente en el bolsillo de los vaqueros cuando alguien pasó deprisa a su lado y le arrancó el papel de la mano. Acabó en poder de un grupo que se había presentado voluntario para conformar el jurado de la noche. Desaparecieron de la sala con todas las aportaciones, mientras «Empuñar palabras y no armas» continuaba con más lecturas y más reacciones del público.
Después de eso, Joel no pudo prestar mucha atención. Se quedó mirando la puerta que habían cruzado los jueces de «Caminar por las palabras». Le pareció que pasaban cuatro «Empuñar palabras y no armas» más mientras esperaba a escuchar el veredicto de los jueces sobre su primera creación literaria. Cuando al fin salieron, entregaron las hojas a Ivan Weatherall, que las repasó y asintió contento mientras las leía.
Cuando llegó el momento de anunciar al ganador de «Caminar por las palabras», el reconocimiento se produjo en orden inverso: descubrieron primero las menciones honoríficas. Se leyeron los poemas y los poetas se identificaron, recibieron aplausos y se les entregaron certificados grabados en oro junto con un cupón para alquilar gratis una película en el Videoclub Apollo. El tercer puesto fue para la anciana que había aconsejado a Joeclass="underline" recibió un certificado, cinco libras y un cupón para un curry para llevar en Spicy Joe's. El segundo puesto fue para una chica pakistaní que llevaba un pañuelo en la cabeza -Joel miró a ver si era Hibah, pero no lo era-. Entonces el grupo se sumió en el silencio para el anuncio del primer puesto y las cincuenta libras.