Joel pensó en aquello, vinculando el pensamiento de forma bastante natural con su madre. Se preguntó si sería la respuesta para ella, más allá del hospital, de los doctores y de los medicamentos. Algo que hacer consigo misma para alejarla de sí misma, algo que curara su espíritu, algo que sanara su psique. Parecía improbable.
Aun así, dijo:
– Tal vez… -Y sin darse cuenta de qué estaba reconociendo o con quien estaba hablando, reflexionó en voz alta-: Pero tengo que ayudar a mi madre. Está en el hospital.
Ivan ralentizó el paso.
– Comprendo -dijo-. ¿Cuánto tiempo lleva…? ¿Dónde está, exactamente?
La pregunta sirvió para que Joel volviera en sí y entrara en un estado más despierto. Se sintió marcado por la inmensidad de la traición que había cometido. No podía decir nada más sobre su madre: nada sobre las puertas cerradas con llave y las ventanas con barrotes y la infinidad de intentos fallidos por conseguir que Carole Campbell mejorara.
Entonces, más arriba de la calle donde se encontraban, apareció un pequeño grupo procedente de Portobello Bridge. Estaba formado por tres personas y Joel las reconoció de inmediato. Respiró hondo bruscamente y miró a Ivan. Sabía que lo más prudente para ellos sería cruzar la calle y esperar no ser vistos. Ser visto por el Cuchilla de día ya era malo, pero ser visto de noche constituía un peligro absoluto. Iba acompañado de Arissa -a quien parecía agarrar por la nuca-, y Cal Hancock los seguía detrás como un miembro de la Guardia Real.
– Ivan, vamos a cruzar -dijo Joel.
Ivan, que había estado esperando a que Joel contestara su pregunta, interpretó el comentario como una forma de evitar el asunto.
– ¿He sido irrespetuoso? -dijo-. Te pido disculpas por entrar donde no debería. Pero si alguna vez deseas hablar…
– No. Quería decir que cruzáramos. Ya sabes.
Pero ya era demasiado tarde, porque el Cuchilla los había visto. Se detuvo debajo de una farola, donde la luz proyectaba largas sombras sobre su cara.
– I-van. I-van, el hombre. ¿Qué haces en la calle tú solo? ¿Recogiendo a otro acólito?
Ivan también se paró, mientras Joel intentaba digerir esta información. Nunca había pensado que Ivan Weatherall pudiera conocer a alguien como el Cuchilla. Se puso tenso mientras su mente buscaba una respuesta a la pregunta de qué haría si el Cuchilla decidía ponerse chungo con ellos. Las fuerzas estaban igualadas, pero la situación no era buena.
– Buenas noches, Stanley -dijo Ivan afablemente. Parecía como si acabara de conocer a alguien de quien tenía muy buen concepto-. Madre de Dios, señor mío. ¿Cuánto tiempo hace?
«¿Stanley?», pensó Joel. Miró a Ivan y luego al Cuchilla. Las ventanas de la nariz del Cuchilla se ensancharon, pero no dijo nada.
– Stanley Hynds, Joel Campbell -siguió Ivan-. Continuaría con las presentaciones, Stanley, pero no he tenido el honor… -Hizo una pequeña reverencia anticuada hacia Arissa y hacia Calvin.
– Tú siempre con tus gilipolleces, I-van -dijo el Cuchilla.
– Exacto. Parece ser mi profesión. ¿Has terminado a Nietzsche, por cierto? Era un préstamo, no un regalo.
El Cuchilla resopló.
– ¿Aún no te han escarmentado, tío?
Ivan sonrió.
– Stanley, sigo caminando por estas calles ileso. Desarmado e ileso como siempre. ¿Me equivoco si supongo que tú tienes algo que ver?
– Aún no me he cansado de ti.
– Mucho tiempo puedo entretener aún. Si no… Bueno, los caballeros de azul de Harrow Road siempre saben dónde encontrarte, me figuro.
Al parecer, aquello fue el límite de lo que los compañeros del Cuchilla estaban dispuestos a tolerar.
– Vamos, cariño -dijo Arissa.
Calvin avanzó unos pasos:
– ¿Eso es una amenaza, tío? -dijo con una voz claramente impropia de Calvin.
Ivan sonrió al oír aquello y saludó con un sombrero imaginario en dirección al Cuchilla.
– Dime con quién andas, Stanley -dijo.
– Pronto, I-van -le contestó el Cuchilla-. Estás perdiendo deprisa tu poder de divertirme, tío.
– Trabajaré en la calidad de mi repertorio. Ahora, si no te importa, voy a acompañar a mi joven amigo a su casa. ¿Nos das tu bendición para pasar?
La petición estaba diseñada para apaciguar y lo consiguió. Una sonrisa cruzó los labios del Cuchilla que hizo un gesto con la cabeza a Calvin, quien se apartó.
– Ándate con ojo, I-van -dijo el Cuchilla mientras pasaban por delante de él-. Nunca se sabe quién puede aparecer por detrás.
– Grabaré esas palabras en mi corazón y en mi lápida -le respondió el hombre.
A Joel, todo aquello le había dejado estupefacto. Había esperado que se produjera un desastre y no sabía qué hacer con el hecho de que no hubiera ocurrido nada parecido a un desastre. Cuando miró a Ivan una vez que se pusieron de nuevo en marcha, lo hizo con ojos renovados. No sabía qué preguntarse primero sobre el hombre porque, sencillamente, había muchas cosas que preguntarse sobre él.
– ¿Stanley? -Eso fue lo único que Joel logró decir. Aquello sirvió para expresar las preguntas que quería formular, pero para las que no encontraba las palabras.
Ivan le miró. Lo guió hacia Portobello Bridge.
– El Cuchilla -dijo Joel-. Nunca había escuchado a nadie hablarle así. Nunca imaginé…
– ¿Que quien lo hiciera viviría para contarlo? -Ivan se rió-. Stanley y yo tenemos una historia que se remonta a muchos años atrás, a antes de que fuera el Cuchilla. Es un hombre inteligentísimo. Podría haber llegado lejos. Pero su maldición, pobre alma, siempre ha sido la necesidad de obtener una gratificación inmediata, que también es, seamos francos, la maldición de nuestro tiempo. Y es extraño porque el hombre es todo un autodidacta, que es el tipo de educación que proporciona menos gratificación inmediata, de entre todas las que uno podría elegir. Pero Stanley no lo ve así. Lo que ve es que quien está al frente de sus estudios, sean cuales sean ahora mismo, es él…, y eso le basta para ser feliz.
Joel guardó silencio. Habían llegado a Elkstone Road. Trellick Tower se alzaba imponente ante ellos, luces brillantes de sus miles de pisos destacaban en la negra noche. Joel no tenía ni idea de qué hablaba su compañero.
– ¿Te resulta familiar el término? ¿Autodidacta? Significa alguien que se educa a sí mismo. Nuestro Stanley, por difícil de creer que resulte, es la auténtica personificación de alguien incapaz de juzgar un libro o su contenido por la portada. Cabría suponer por su aspecto, por no mencionar su forma deliberada y bastante encantadora de destrozar el lenguaje, que se trata de un gamberro inculto y sin educación. Pero sería vender al señor Hynds por mucho menos de lo que vale en realidad. Cuando lo conocí, tendría dieciséis años entonces, estudiaba latín, hacía sus pinitos en griego y acababa de centrar su atención en las ciencias físicas y en los filósofos del siglo xx. Por desgracia, también había centrado su atención en los diversos medios para conseguir dinero fácil y rápido que están al alcance de aquellos a quienes no les importa coquetear con el lado equivocado de la ley. Y el dinero siempre es una amante persuasiva para los chicos que nunca lo han tenido.
– ¿Y cómo lo conociste?
– En Kilburn Lane. Creo que su intención era atracarme, pero me fijé en que tenía una llaga supurante en la comisura de la boca. Antes de que pudiera pedirme lo que erróneamente creía que llevaba encima, lo empujé corriendo a una farmacia para que le dieran algún medicamento. El pobre chico nunca supo exactamente qué pasaba. Un momento se prepara para cometer un crimen y al siguiente está cara a cara con un farmacéutico con el hombre a quien intentaba atracar, escuchando una recomendación para un ungüento. Pero todo salió bien y aprendió una lección importante.
– ¿Qué clase de lección?