Dix cruzó los brazos y se apoyó en el marco de la puerta. No contestó de inmediato, así que Kendra se quedó escuchando el eco emocional de sus palabras.
– Estaba pensando en que es el momento de casarnos -dijo al fin con tranquilidad-. Estaba pensando en que es el momento de demostrar que puedo ser un padre como Dios manda para esos chicos. Mamá y papá siempre han querido que aprenda el negocio del café y…
– ¿Y qué pasa con Mister Universo? ¿Abandonarás tus sueños así corno así?
– A veces pasan cosas más grandes que los sueños. Más importantes. Si nos casamos, puedo tener un trabajo normal. Podemos comprar una casa mayor, podemos tener habitaciones para…
– Me gusta esta casa. -Kendra era consciente de que su voz sonaba chillona, irracional y que se parecía desconcertantemente a la de Ness, pero no le importó-. He trabajado por ella, tengo una hipoteca, la estoy pagando. No es fácil, pero es mía.
– Claro. Pero si tenemos un sitio mayor y nos casamos, ninguna asistente social sugerirá nunca que los niños necesitan estar en otra parte que no sea con nosotros, ¿entiendes? Seríamos una familia como Dios manda.
– ¿Y tú te marcharías a trabajar al café todos los días? ¿Y llegarías a casa oliendo a grasa de beicon? ¿Verías tu película de Arnold y te consumirías por dentro al pensar en lo que habrías renunciado por tener… qué? ¿Y por qué motivo?
– Porque es lo correcto -dijo Dix.
Kendra se rió. Pero la carcajada alcanzó una nota que rayaba la histeria, una reacción que precedía al pánico.
– ¡Tienes veintitrés años! -le dijo.
– Imagino que ya sé cuántos años tengo.
– Entonces también puedes imaginar que estamos hablando de adolescentes en edad de crecer, adolescentes con problemas que ya han tenido una vida muy dura, y tú eres un poco menos adolescente que ellos; así pues, ¿qué te hace creer…, qué te hace creer que esa Fabia Bender pensará que puedes con ellos? ¿Me contestas a eso?
De nuevo, Dix no respondió de inmediato. Estaba cogiendo la irritante costumbre de obligarla a escucharse a sí misma, y a Kendra le resultaba exasperante. Más aún, su silencio exigía que se planteara las razones de sus palabras, que era lo último que quería hacer. Quería pelearse con él.
– Bueno, yo estoy dispuesto, Ken -dijo Dix al fin- Y Joel y Toby… Necesitan un padre.
– ¿Y qué pasa con Ness? -preguntó hábilmente-. ¿Qué necesita ella?
Dix le sostuvo la mirada, estoicamente. Por mucho que Kendra tuviera sospechas, no conocía su escena con Ness y no tenía ninguna intención de contársela.
– Necesita ver a un hombre y una mujer amándose como Dios manda. Imaginé que podíamos enseñárselo. Quizá me equivocaba.
Se separó del marco de la puerta. Cuando la dejó sola, Kendra tiró una almohada al suelo.
Dix no era un hombre a quien le asustaran los retos. Si lo fuera, no se habría adentrado en el mundo del culturismo de competición. Así las cosas, veía la evaluación de Kendra sobre él como algo parecido a los juegos mentales de Arnold. Ella no creía que a su edad estuviera a la altura de hacer de padre de unos adolescentes en desarrollo. Le demostraría que se equivocaba.
No comenzó con Ness, puesto que era más prudente que eso. Aunque sabía que la cinta destrozada de Pumping Iron era la forma que había tenido la chica de provocarle, también sabía que era un desafío cuyo final estaba predeterminado. Si lo aceptaba, abriría la puerta a las acusaciones extravagantes que Ness decidiera verter sobre él y que adoptarían la forma de todas las razones por las que había destruido la cinta, unas acusaciones que gritaría delante de su tía y que serían producto de su imaginación. No iba a participar en aquello, así que cuando encontró la cinta, se puso a arreglarla. Si no podía, no pasaba nada. Ness quería una reacción. No iba a proporcionársela.
Los chicos constituían un tema más fácil. Eran chicos; él también. Después de una excursión al gimnasio, durante la cual Toby y Joel observaron atemorizados desde la banda cómo Dix levantaba pesos sobrehumanos, el siguiente paso parecía lógico: los llevaría a una competición. Irían con él al YMCA en Barbican, al otro lado de la ciudad. No sería una de las competiciones más importantes, pero captarían la sensación de lo que había sido para el pobre Lou enfrentarse con Arnold, siempre lidiando con la derrota a manos del astuto austríaco.
Fueron en metro. Ninguno de los chicos había estado en esta parte de la ciudad y, mientras seguían a Dix de la estación al YMCA, miraban boquiabiertos las grandes masas enroscadas de hormigón gris que constituían los muchos edificios de Barbican, situados en una maraña incomprensible de calles donde el tráfico pasaba a toda velocidad y los carteles marrones señalaban todas las direcciones. Para ellos, era un laberinto de estructuras: galerías de arte, salas de conciertos, teatros, cines, centros de conferencias, escuelas de arte dramático y música. A los pocos minutos, ya estaban perdidos y corrieron para alcanzar a Dix que -para su gran admiración- parecía moverse como pez en el agua por aquel lugar.
El YMCA estaba en un complejo de viviendas de protección oficial que parecía formar parte del propio Barbican. Dix condujo a Joel y Toby adentro y avanzó hasta un auditorio que olía a polvo y sudor. Los sentó en la primera fila y hurgó en el bolsillo de su chándal. Les dio a los chicos tres libras para que se compraran un capricho en las máquinas automáticas del vestíbulo y les dijo que no se fueran del edificio. Él estaría entre la sala de ejercicios y el vestuario, poniéndose nervioso por la competición y preparándose mentalmente para aparecer delante de los jueces.
– Tienes buen aspecto, Dix -dijo Joel para apoyarlo-. Nadie te va a ganar, tío.
Dix se alegró de ver esta señal de aceptación por parte de Joel. Tocó la frente del chico con el puño y aún se alegró más cuando, a cambio, recibió una sonrisa alegre.
– No os mováis de aquí, chicos -les dijo, y mirando a Toby añadió-: ¿Va a estar bien?
– Seguro -contestó Joel.
Pero no lo tenía nada claro. Aunque Toby había seguido obedientemente a Joel y a Dix desde North Kensington a esta parte de la ciudad, lo había hecho de un modo apático. Ni siquiera un extraño viaje en metro había despertado su interés. Estaba indiferente y apagado. Sus facciones carecían de expresión, lo que era preocupante. Cuando Joel lo miró, intentó decirse que todo se debía a que le habían obligado a dejar la lámpara de lava en casa, pero no pudo convencerse de ello. Así que cuando Dix los dejó solos, Joel le preguntó a Toby si se encontraba bien. El pequeño dijo que tenía el estómago muy raro. Joel tuvo el tiempo justo antes de que comenzara la competición de ir a buscarle una Coca-Cola a la máquina expendedora, utilizando una moneda de una libra.
– Te sentará bien -le dijo a su hermano, pero tras un sorbo, no logró que Toby bebiera más. Pronto se olvidó de intentarlo.
Los jueces de la competición ocuparon su lugar en una mesa larga a la derecha del escenario. Las luces del auditorio bajaron de intensidad. La voz incorpórea de un locutor los informó de que el YMCA de Barbican se enorgullecía de organizar el sexto campeonato masculino anual de culturismo de competición y que, después, habría una exhibición especial a cargo de menores de dieciséis años. Después de esto, la música comenzó a sonar -el Himno a la alegría, de Beethoven, extrañamente- y un hombre cuyos músculos tenían sus propios músculos caminó hacia el haz de luz del escenario. En la primera ronda de poses, su trabajo era lucir esos músculos al máximo.
Joel ya había visto aquello antes, no sólo en Pumping Iron, sino también en su casa. No podría haber vivido bajo el mismo techo que Dix D'Court y haberse perdido al hombre untado de aceite practicando delante del espejo del baño, puesto que Dix no paraba nunca, aunque alguien tuviera que usar el baño, a no ser que fuera Ness. Tenía que estar desenvuelto, le explicaba al que se sentara en el retrete. Cada pose tenía que fluir hasta la siguiente. También tenía que emerger tu personalidad. Ésta era la razón por la que Arnold había sido mucho mejor que el resto. Sin duda, disfrutaba de lo que hacía. Era un tipo que no dudaba de sí mismo.