El problema de este plan, sin embargo, era que no había ningún autobús que los llevara directamente de Barbican al otro lado de la ciudad. Cuando, después de veintidós minutos caminando por el laberinto de edificios, Joel encontró por fin una parada que no era sólo un simple poste en la acera, examinó el mapa y vio que iban a necesitar al menos tres autobuses distintos para llegar a casa. Sabía que podría arreglárselas. Reconocería Oxford Street, que era donde tenía que realizar el primer cambio -¿quién no lo reconocería?-, y aunque por algún motivo no lo reconociera, por la multitud de compradores en busca de tendencias, el autobús que tenían que coger en Barbican acababa allí, así que cuando parara el motor, tendrían que bajarse. El verdadero problema era que no tenían dinero suficiente para realizar los cambios necesarios tras el primer trayecto. Eso significaba que para los dos restantes, él y Toby iban a tener que colarse y rezar para que nadie los viera. La mejor esperanza residía en que dos de los tres autobuses que necesitaban fueran de los viejos de dos pisos con la parte trasera abierta: totalmente inseguros, absolutamente prácticos y típicamente londinenses. Tenían una entrada por la parte trasera, un conductor, un revisor y una aglomeración de viajeros. También proporcionaban a Joel la mejor oportunidad para colarse sin que nadie los viera, y así llegar a casa con los exiguos fondos de que disponían.
Tal como fueron las cosas para los chicos, esta operación se retrasó más de cinco horas. No fue porque se perdieran; el viaje se alargó y se alargó porque en el primer cambio en Oxford Street los echaron del autobús por no llevar billete, y tuvieron que pasar cuatro autobuses más, que avanzaban lentamente en la congestión masiva del distrito comercial, antes de que un vehículo adecuadamente repleto de pasajeros sugiriera que el revisor estaría demasiado preocupado como para fijarse en ellos. Así fue, en efecto, pero tuvieron el mismo problema con el siguiente cambio en Queensway. Desde ahí les costó seis autobuses -subían, avanzaban una o dos paradas, los echaban- llegar sólo a Chepstow Road, donde los volvieron a echar. Al final, Joel decidió hacer andando el resto del camino, ya que Toby no había vuelto a vomitar desde el YMCA. No olía mejor y era obvio que estaba cansado, pero Joel supuso que el aire -tan fresco como podía ser siempre en Londres- le sentaría bien.
Eran más de las siete de la tarde cuando por fin llegaron a Edenham Estate. Kendra salió a recibirlos a la puerta. Para entonces, la preocupación por qué les había sucedido ya la tenía bastante histérica, puesto que Dix había llegado horas antes -trofeo en mano-, y había preguntado cómo se encontraba Toby; después, cuando había sabido que no habían regresado de Barbican, había salido corriendo de inmediato a buscar a los críos. El estado de nervios de Kendra quedó demostrado por su lenguaje.
– ¿Dónde estabais? -gritó-. ¿Dónde? Dix salió… Hasta Ness salió. ¿Qué ha pasado? Toby, cariño, ¿estás malo? Dix ha dicho… Joel, joder. ¿Por qué coño no me has llamado? Habría… ¡Oh, Dios mío! -Los atrajo a los dos a sus brazos.
Joel se sorprendió al ver que estaba llorando. Como a su edad no era ningún estudioso perspicaz de la psique humana, no tenía modo de comprender que su tía estaba reaccionando a lo que había visto como la encarnación de su sueño tácito de liberarse del peso de la responsabilidad. Para Kendra, era un caso claro de «cuidado con lo que deseas subconscientemente».
Mientras llenaba la bañera para Toby y desnudaba su cuerpo de la ropa manchada, hablaba como una mujer colocada de anfetaminas. Dix, dijo, había llegado a casa hacía horas. Había entrado con su estúpido trofeo -«Oh, sí, ha ganado, claro»- y había mirado a su alrededor antes de decir: «¿Los chicos han llegado bien?».
– Como si no le preocupara en absoluto que hubierais encontrado el camino hasta la otra punta de la maldita ciudad aunque nunca hubierais estado allí. Le he dicho: «¿De qué hablas, tío? Los chicos están contigo, ¿no?». Me ha dicho que Toby había vomitado y que os ha mandado para casa.
Aquí, con toda justicia, Joel la interrumpió. Estaba sentado en el retrete mirando cómo su tía lavaba a Toby con una toallita enjabonada y champú y supo que era justo aclararle a su tía el tema de Dix.
– No nos ha mandado para casa él, tía Ken. Yo le he dicho que…
– No me digas quién ha dicho qué -dijo Kendra-. Oh, ya imagino que no os ha dicho que desaparecierais, pero dejó clara su opinión, ¿no? No me mientas, Joel.
– No fue así -protestó Joel-. Estaba a punto de salir ante los jueces. Tendría que haberse marchado. Y, mira, ha ganado, ¿no? Eso es lo que importa.
Kendra dio la espalda a la bañera donde estaba limpiando a Toby.
– Santa Madre de Dios. ¿Ahora piensas como él, Joel?
No esperó la respuesta antes de darse la vuelta. Envolvió a Toby en una toalla y lo ayudó a salir. Utilizó el secador sobre su pelo rizado, lo sacudió en la toalla y le esparció polvos por el cuerpo. Toby estaba encantado con tantas atenciones.
Lo llevó al cuarto, lo arropó en la cama y le dijo que iba a prepararle un Ovaltine y tostadas con mantequilla y azúcar, así que «descansa, cielo, hasta que vuelva la tía». Toby la miró parpadeando, sobrecogido ante aquel derroche maternal inesperado. Se acomodó en la cama y se quedó expectante. Ovaltine y tostadas constituían el alimento más nutritivo que había tenido en su corta vida.
Un gesto con la cabeza le dijo a Joel que tenía que seguir a Kendra a la cocina. Allí, su tía le hizo contar la historia de principio a fin, y esta vez consiguió escucharle con más calma. En cuanto completó el relato de su viaje por la ciudad, el Ovaltine y las tostadas estaban listos. Se los dio a Joel y señaló las escaleras con la cabeza. Se sirvió una copa de vino de la nevera, encendió un cigarrillo y se sentó a la mesa de la cocina.
Intentó ordenar sus sentimientos. Lo físico y lo emocional se fusionaban en una batalla campal contra lo psicológico. Era demasiado para ella. Buscaba algo en lo que centrarse justo cuando ese algo apareció por la puerta.
– Ken, he pasado con el coche por todas partes -dijo Dix-. Lo único que sé es que Joel se marchó como dijo que haría. Un músico callejero cerca de la parada de autobús de Barbican me ha dicho…
– Está aquí-dijo Kendra-. Los dos están aquí. Gracias a Dios.
«Gracias a Dios» también significaba «no gracias a ti». Dix lo comprendió por el tono y la mirada que Kendra le lanzó. Conjuntamente, esa mirada y ese tono lo dejaron inmóvil. Sabía que le echaba la culpa de lo que había ocurrido y lo aceptó. Lo que no podía explicar era el estado de ánimo de Kendra. Le parecía mucho más lógico que sintiera alivio ante esta coyuntura y no lo que estuviera sintiendo, que transmitía hostilidad.
Abordó su encuentro con cautela.
– Qué bien. Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué no han venido a casa directamente como dijo Joel?
– Porque no tenían cómo -le dijo Kendra-. Lo que, al parecer, tú no te planteaste. Tenías los malditos billetes en la bolsa del gimnasio, Dix. No querían desconcentrarte, así que han intentado llegar a casa en autobús, lo que, por supuesto, no han podido hacer ellos solos.
La bolsa del gimnasio de Dix estaba donde la había dejado antes, cerca de la entrada de las escaleras. Posó su mirada en ella y vio mentalmente los billetes donde los había guardado, en realidad, donde los había visto al buscar el suyo después de la competición.
– Maldita sea -dijo-. Siento muchísimo todo esto, Ken.