– No pasa nada. -Joel se levantó tambaleándose.
Por un momento, Meanwhile Gardens dio vueltas a su alrededor como imágenes vistas desde un tiovivo. Cuando se le pasó el mareo, se presionó el brazo contra la cara. Al retirarlo, estaba ensangrentado. Miró a Neal.
Neal respiraba pesadamente por el esfuerzo, pero ya no parecía que quisiera abalanzarse sobre él. Hizo un movimiento en dirección a Hibah. Ella se puso en pie de un salto.
– Tú -dijo.
– Escucha -dijo el chico. Miró a su pandilla. Dos de los chicos negaron con la cabeza-. Ya hablaremos, Hibah -dijo con urgencia.
– Antes me muero que volver a hablar contigo -respondió la chica.
– No entiendes cómo son las cosas.
– Entiendo lo que necesito entender, Neal Wyatt.
Hibah se marchó, y Neal y todos los demás se quedaron mirándola. Joel no dijo nada, pero no hizo falta. Neal interpretó su presencia como causante y culpable de la situación y sacudió la cabeza con una mirada que fue de Joel a su hermano.
– La habéis cagado. Tú y el rarito. ¿Te enteras?
– Yo no… -dijo Joel.
– La habéis cagado, amarillos. Los dos. Nos volveremos a ver.
Ladeó la barbilla en dirección al camino de sirga. Su compañero lo interpretó como debía y empezó a andar para que Neal y él pudieran reunirse con el resto de la banda.
Al principio, Ness disfrutó con la ausencia de Dix. Pero el placer a largo plazo que pensó que sentiría sin él no se materializó. Le gustaba no tener que escuchar todas las noches las embestidas en la cama de su tía y le gustaba que las cosas se calmaran más o menos entre ella y Kendra en cuanto Dix se marchó. Aparte de eso, sin embargo, la marcha de Dix no le aportó ninguna alegría permanente. Le odiaba por haberla rechazado, pero seguía deseando tener la oportunidad de demostrar que era mil veces mejor de lo que jamás llegaría a ser su tía.
Tener la oportunidad de trasladarse al cuarto de Kendra para compartir la cama de su tía y, por lo tanto, adquirir un mínimo de intimidad en la casa no le apetecía, ni tampoco le proporcionaba una sensación de placer o poder. Kendra le ofreció tal posibilidad, pero Ness la rechazó. No se imaginaba durmiendo en la misma cama que Dix D'Court había desocupado tan recientemente y, aunque no hubiera sido así, dormir en la habitación de Kendra, con su tía, no iba a darle a Ness la clase de intimidad que prefería. Sabía que su lugar no estaba en el cuarto de su tía; sabía -aunque jamás se lo habría reconocido a nadie- que ése era el lugar de Dix. También sabía que, en realidad, Kendra no la quería allí.
El resultado de todo esto fue que se sentía mal cuando quería sentirse bien. Necesitaba una forma de volver a encontrarse bien, y creía tener bastante claro cómo conseguirlo.
Esta vez escogió Kensington High Street. Fue en autobús y se bajó no muy lejos de la iglesia de Saint Mary Abbots. Desde ahí, descendió la cuesta hasta el puesto de flores que había delante del patio de la iglesia. Analizó sus opciones desde esta posición estratégica, mientras detrás de ella, preparaban ramos de nardos, lirios, helechos y gipsófilas.
Primero se decidió por H &M, donde las aglomeraciones y los estantes de ropa del subcontinente indio ofrecían la posibilidad de camuflarse entre otras adolescentes, así como de ganancias excelentes. Fue de una planta a la siguiente, buscando algo que le planteara un reto, además de proporcionarle satisfacción, pero no encontró nada, que no le pareciera a-b-u-r-r-i-d-o cuando lo examinó. Así pues, subió la calle hasta Accessorize, donde el reto de llevarse algo al bolsillo era mucho mayor, ya que la tienda era muy pequeña y su fotografía seguía colgada con cinta adhesiva junto a la caja, lo que la marcaba como persona non grata en la tienda. Pero el local estaba abarrotado de gente; consiguió entrar, pero sólo le sirvió para descubrir que, aquel día, la mercancía no era lo bastante importante como para darle la satisfacción que quería sentir al lograr robarla con éxito.
Después de intentarlo en Top Shop y Monsoon, al final entró en unos grandes almacenes y se decidió por aquel lugar. Una chica más prudente con ganas de cometer una fechoría tal vez hubiera elegido otro sitio, ya que no había grandes multitudes entre las que esconderse y, al ser una adolescente mestiza con ropa reveladora y pelo vistoso, Ness destacaba como un girasol en un campo de fresas. Pero la mercancía parecía de clase alta y eso le gustaba. Pronto vio una cinta para el pelo, de lentejuelas, que le interesaba.
La cinta se encontraba en un lugar de lo más propicio. En un estante a tan sólo media docena de pasos de la salida, anunciaba a gritos su deseo de que la robasen. Tras examinarla y decidir que valía la pena el esfuerzo, Ness procedió a hacer un reconocimiento visual de los alrededores para asegurarse de que estaba -si no a salvo de que la vieran- lo bastante cerca de la puerta como para salir a toda prisa de la tienda en cuanto tuviera la cinta en el bolsillo.
No parecía que nadie estuviera observándola. No parecía que hubiera nadie cerca digno de mención. Sí que había un jubilado que la miraba desde un estante de calcetines, pero por su expresión sabía que el hecho de que la mirara no tenía absolutamente nada que ver con asegurarse de que no se iba de allí con algo que no había pagado y sí con el escote de la camiseta que había elegido. Pasó de él con desprecio.
Antes de mangar el artículo deseado, Ness notó el cosquilleo de la energía nerviosa subiéndole por los brazos. Auguraba que la satisfacción que quería ya estaba en camino. Lo único que tenía que hacer era alargar la mano, coger dos cintas del estante, tirarlas al suelo, inclinarse, recogerlas y devolver a su sitio una mientras se metía la otra en el bolso. Era fácil, sencillo, rápido y seguro. Era como quitarle un caramelo a un bebé, comida a un gatito, ponerle la zancadilla a un ciego, algo así.
Con la cinta de lentejuelas en su poder, se dirigió hacia la puerta. Caminó con la misma indiferencia con la que había entrado en la tienda y se sintió invadida por una combinación de calor y excitación al mezclarse con un grupo de compradores en el exterior.
No llegó muy lejos. Emocionada por el éxito, se decidió por Tower Records; estaba a punto de cruzar la calle cuando el jubilado que había visto dentro de los grandes almacenes le cerró el paso.
– Creo que no, querida -le dijo mientras la agarraba del brazo.
– ¿Qué demonios te crees que haces, tío? -dijo Ness.
– Nada, siempre que puedas mostrar un recibo para la mercancía que tienes dentro de ese bolso tuyo. Acompáñame.
Era mucho más fuerte de lo que parecía. De hecho, tras mirarlo con más detenimiento, Ness vio que no era ningún jubilado. No iba encorvado, como le había parecido en la tienda, y no tenía arrugas en la cara a juego con su pelo ralo y gris. Aun así, no se dio cuenta de dónde encajaba en todo aquel asunto y siguió protestando -enérgicamente- mientras el hombre la conducía de nuevo hacia la puerta de los grandes almacenes.
Una vez dentro, la llevó por un pasillo en dirección a la parte trasera de la tienda. Allí, una puerta giratoria daba acceso a las entrañas del edificio. Pronto la cruzaron y se dirigieron a unas escaleras.
– ¿Adonde coño te crees que me llevas? -dijo Ness acaloradamente.
– A donde llevo a todos los ladrones, querida -contestó él.
Entonces comprendió que el hombre que había creído que era un jubilado era un guardia de seguridad de los grandes almacenes del demonio. Así que no avanzó ni un paso más voluntariamente. Opuso tanta resistencia como le permitió la mano del hombre, que la agarraba con fuerza. Sabía que acababa de meterse en un buen lío. Como ya estaba en libertad condicional, realizando servicios comunitarios, no deseaba comparecer otra vez ante un juez, ya que en esta ocasión estaría jugándose algo más que tener que acudir simplemente al centro infantil.
Cuando acabaron de bajar las escaleras, se encontró en un pasillo estrecho con el suelo de linóleo, donde vio que podría librarse con facilidad. Supuso que iban a donde llevaran a los ladrones mientras esperaban a que apareciera un agente de la comisaría de Policía de Earl's Court Road, y comenzó a preparar una historia que contaría cuando llegara la Policía. Tendría tiempo de hacerlo en el calabozo, donde la iba a encerrar aquel hombre. Se figuró que, en el mejor de los casos, sería un cuarto pequeño; en el peor, sin ventanas y una celda de verdad.