Miró la acera arriba y abajo, esperando contra toda esperanza razonable alcanzar a ver a Toby. Pero no había ninguna forma familiar a la vista, caminando de puntillas y arrastrando el cable de su lámpara de lava, y Joel se vio atormentado por la indecisión. Al final, reaccionó al pensar en Kendra. La tienda benéfica estaba justo en Harrow Road.
Joel se puso en marcha con decisión. Caminó deprisa, mirando en cada establecimiento de la ruta. En el local de apuestas William Hill, incluso se paró a preguntar a Bob, el Borracho, si, por algún motivo, Toby había entrado allí, pero lo único que respondió Bob, el Borracho, fue su habituaclass="underline" «¡Oy! ¡Oy!», y agitó los brazos de su silla de ruedas como si quisiera decirle algo más.
Cuando Joel entró en la tienda benéfica, Kendra estaba ayudando a una señora china. Alzó la vista automáticamente cuando sonó el timbre y, al ver a Joel, miró a cada lado buscando a Toby. Luego echó un vistazo a un viejo reloj que había sobre un expositor de zapatos gastados y dijo:
– ¿Dónde está tu hermano?
La pregunta dijo a Joel todo lo que quería saber. Se dio la vuelta y se marchó, con el grito de su tía «¡Joel! ¿Qué ocurre?» siguiéndole.
Delante del centro de aprendizaje una vez más, Joel se mordió la piel de la uña e intentó pensar con claridad. Dudaba de que su hermano hubiera cruzado la calle y se hubiera dirigido hacia West Kilburn, ya que nunca le había llevado allí. Así que las opciones se reducían a ir directamente hacia Great Western Road y adentrarse en una de las calles que salían de allí o ir hacia la izquierda en dirección a Kensal Town.
Joel escogió ir hacia la derecha e intentó pensar como lo haría su hermano. Decidió que era probable que Toby siguiera la acera y doblara la esquina sin rumbo fijo cuando ésta girara hacia una calle secundaria. Así que él haría lo mismo y, con suerte, descubriría que algo había distraído a Toby por el camino y que tal vez se habría quedado mirándolo meditabundo con la cabeza en otra parte. O, si no, que se había cansado y sentado a esperar a que alguien lo encontrara. O, lo que incluso sería más probable, que le hubiera entrado hambre y hubiera ido a una de las tiendas de chucherías o kioscos donde vendían chocolatinas.
Teniendo presente todo esto e intentando no pensar en nada más -sin duda en nada siniestro-, Joel giró a la derecha en la primera calle que encontró. Vio que se alzaba una hilera de casas adosadas, todas ellas hechas de ladrillo londinense idéntico. Había coches aparcados muy juntos en toda la calle y alguna que otra bicicleta atada a una barandilla o a una farola, a menudo sin una de las ruedas. A medio camino, la calle describía una curva hacia la izquierda; allí fue donde Joel vio a alguien que se bajaba de una furgoneta. Era un hombre vestido con un mono azul marino que probablemente volvía a casa después del trabajo, pero en lugar de entrar en una de las casas cercanas, se quedó mirando tras la curva a un punto que Joel no alcanzaba a ver. Gritó algo y luego se metió la mano en el bolsillo, sacó un teléfono móvil y marcó unos números. Esperó, habló y luego volvió a gritar hacia la calle.
Joel observó todo aquello mientras avanzaba a toda prisa. Cuando llegó a la furgoneta, el hombre ya había entrado en una de las casas. Sin embargo, aquello a lo que había gritado seguía ahí fuera, Joel lo asimiló y supo qué estaba viendo: unas diez o doce casas más allá, un grupo de chicos cercaba como una jauría a una figura bastante pequeña acurrucada en la acera contra el muro de una propiedad, como un erizo que protege sus partes vitales.
– ¡Eres un cabrón, Wyatt! -gritó Joel mientras arrancaba a correr-. ¡Déjale en paz!
Pero Neal Wyatt no tenía ninguna intención de dejar en paz a Toby, puesto que estaba decidido a mantener ciertas promesas. Esta vez tenía a toda su pandilla de secuaces para echarle una mano, y cuando Joel llegó a donde estaban Neal ya había hecho lo peor: Toby estaba llorando, se había meado encima y su preciada lámpara de lava yacía hecha añicos en la acera, todo plástico, cristales y líquido, con el cable como una serpiente salpicada entre los restos.
Joel empezó a verlo todo rojo, luego negro, luego claro. Eligió la más insensata de las alternativas que se le abrieron y se abalanzó sobre Neal Wyatt. Pero no consiguió darle más que un golpe, que en cualquier caso apenas le alcanzó, cuando uno de los chicos de la pandilla de Neal lo agarró por los brazos y le asestó un puñetazo en el estómago.
– ¡Ese cabrón es mío! -gritó el propio Neal y, después de eso, todo sucedió deprisa.
Joel notó una avalancha de golpes. Probó la sangre cuando se le partió el labio. Se quedó sin respiración con un «uff» mientras caía al suelo. Allí, sus costillas recibieron el impacto de botas robustas y deportivas.
– ¡Mierda! ¡Hay que abrirse! -gritó alguien al final, y los chicos comenzaron a correr en todas direcciones.
Neal fue el último en marcharse. Se tomó un momento para inclinarse sobre Joel, agarrarle el pelo con una mano y decirle a la cara con el aliento fétido de alguien a quien se le están picando los dientes:
– La próxima vez será su brazo, capullo. -Entonces él también desapareció. Lo sustituyó lo que los chicos habían visto, al parecer, patrullando desde Harrow Road.
El coche de Policía se detuvo, y un agente se bajó mientras su compañero permanecía en el vehículo con el motor en marcha. Desde donde estaba tumbado en la acera, Joel vio los zapatos lustrados del policía acercándose.
– ¿Algún problema? -quiso saber-. ¿Qué ha pasado? ¿Vives por aquí? ¿Herido? ¿Arma blanca? ¿Arma de fuego? ¿Qué?
La radio del coche graznó. Joel alzó la vista de los zapatos que había seguido mirando y vio el rostro impasible observándolo, un hombre blanco cuyos labios se torcían en un gesto de desagrado mientras sus ojos azules opacos se movían de Joel a Toby y asimilaban la orina que se había extendido formando una mancha cada vez mayor en los pantalones del niño. Toby tenía los ojos cerrados tan fuerte que su cara no era más que una masa de arrugas.
Joel alargó la mano hacia su hermano.
– No pasa nada, colega -le dijo-. Vámonos a casa. ¿Estás bien, Tobe? Eh. Mira. Se han ido. Ha venido la Policía. ¿Estas bien, Tobe?
– Bernard, ¿cuál es el informe? -gritó el conductor del coche patrulla.
Bernard dijo que era lo de siempre, que qué demonios esperaban, que esta gente iba a acabar matándose entre sí y cuanto antes mejor.
– ¿Quieren que los llevemos? Súbelos al coche. Podemos acompañarlos a casa.
«Joder, no», dijo Bernard. Uno se ha había meado encima y ni de coña ese olor iba a impregnar su coche.
El conductor soltó una palabrota. Puso con tanta brusquedad el freno de mano del vehículo que sonó como si arrastraran unas cadenas por el cemento. Se bajó del coche y se reunió con Bernard en la acera, donde miró a Joel y a Toby. Para entonces, Joel ya había conseguido arrodillarse e intentaba liberar al pequeño de su enroscamiento protector.
– Vete al coche -dijo el conductor.
Joel tardó un momento en darse cuenta de que no le hablaba a él ni a su hermano, sino a su compañero.
– Compruébalo tú mismo, te encanta todo esto -contestó Bernard mientras obedecía.
Entonces el conductor se puso en cuclillas al lado de Joel.
– Déjame verte la cara, hijo. ¿Quieres contarme quién te ha hecho esto? -le preguntó.
Ambos sabían lo que significaba delatar a alguien en la vida de un chico, así que ambos sabían que Joel no señalaría a nadie.
– No lo sé -dijo-. Sólo los he encontrado acosando a mi hermano.
– ¿Sabes quiénes eran? -le preguntó el policía a Toby.
Pero Joel sabía que no le sacaría nada. Su hermano estaba rendido. Joel sólo necesitaba llevarle a casa.
– Estamos bien -dijo-. Toby tampoco los conoce. Sólo eran unos chicos a los que no les gusta nuestro aspecto, eso es todo.