– Eh, que ahora estoy haciendo un curso -le dijo Ness-, en el instituto de formación profesional, y el juez incluso lo ha aprobado.
– Oh, sí, es verdad. ¿Un curso de qué? ¿De dibujos para tatuajes? ¿De liar cigarrillos? -Majidah contó escrupulosamente una serie de monedas para pagar la carne halal y se marcharon de la tienda mientras la mujer seguía hablando extasiada sobre el tema, que era obvio que para ella significaba mucho-. ¿Sabes que habría hecho yo si hubiera tenido las oportunidades educativas que tienes tú, niña estúpida? -dijo-. Ingeniería aeronáutica, eso habría estudiado. ¿Sabes lo que es? Da igual. No sigas haciendo gala de tu terrible ignorancia. Habría hecho volar aviones. Habría diseñado aviones que volaran. Eso habría hecho con mi vida si hubiera tenido la oportunidad de recibir una educación como Dios manda, como tú. Pero vosotras las chicas inglesas lo tenéis todo, así que no valoráis nada. Ese es vuestro problema. Lo único a lo que aspiráis es a comprar en las tiendas y a adquirir esas ridículas botas puntiagudas de tacón que parecen zapatos de bruja. Y pendientes de plata para las cejas. Qué desperdicio de dinero. -Calló, no para coger aire, sino porque habían llegado a un puesto de flores, donde inspeccionó algunas y compró tres libras.
– ¿Y esto no es desperdiciar el dinero? -dijo Ness mientras se las envolvían-. ¿Por qué no exactamente?
– Porque son cosas bellas obra del Creador. Los tacones y los pendientes para las cejas no. Ven aquí, por favor. Toma. Sé útil. Lleva las flores.
La condujo a Wornington Road. Pasaron por delante del campo de fútbol hundido, que Majidah miró con asco y dijo:
– Estos grafitis… Los hacen hombres, sabes. Hombres y chicos que deberían emplear su tiempo en cosas mejores. Pero no los han criado para ser útiles. ¿Y por qué? Por culpa de sus madres, ése es el porqué. Chicas como tú, que se ponen a parir niños y a quienes no les importa nada, excepto comprar zapatos de tacón y pendientes para las cejas.
– ¿No tienes más conversación? -preguntó Ness.
– Sé de lo que hablo. Y no me repliques, señorita.
Siguió caminando, Ness a la zaga. Pasaron por el Instituto de Formación Profesional Kensington and Chelsea y, por fin, giraron hacia la parte sur de la urbanización Wornington Green. Se trataba de uno de los complejos de viviendas de protección oficial de la zona que menos mala fama tenía. Ofrecía el mismo tipo de vistas que los otros: bloques de pisos que daban a otros bloques de pisos. Pero había menos basura en las calles y se hacía patente una sensación de meticulosidad por la ausencia de objetos tirados en los balcones como bicicletas oxidadas y sillones quemados. Majidah llevó a Ness a Watts House, donde su difunto marido había comprado un piso durante una de las legislaturas de los conservadores.
– Lo único decente que hizo -informó a Ness-. Confieso que el día que se murió fue verdaderamente uno de los más felices de mi vida.
Subió las escaleras que había tras la puerta de entrada y condujo a la chica al segundo piso. A unos veinte pasos por un pasillo de linóleo, en el que alguien había garabateado con rotulador: «Comedme, comedme, comedme, comedme, mamones», la puerta del piso de Majidah era singular. Era de acero como la caja fuerte de un banco, con una mirilla en el centro.
– ¿Qué tienes ahí dentro? -le preguntó Ness mientras la mujer pakistaní introducía la primera de cuatro llaves en el mismo número de cerraduras-. ¿Doblones de oro o algo así?
– Aquí dentro tengo serenidad -dijo Majidah-, que es, como aprenderás con el tiempo, espero, más valiosa que el oro o la plata. -Abrió la puerta y condujo a Ness adentro.
El piso deparaba pocas sorpresas. Estaba ordenado y olía a cera para muebles. La decoración era escasa, y el mobiliario, viejo. Las losetas de moqueta estaban cubiertas por una alfombra persa gastada y -ésta era la primera nota discordante- en las paredes colgaban dibujos coloreados a lápiz de diversos tocados. También había fotografías, algunas de ellas en marcos de madera. Estaban agrupadas en una mesa junto al sofá. Hombres, mujeres y niños. Muchos niños.
La segunda nota discordante del piso la daba una colección de cerámicas. Tenían un carácter particularmente fantasioso: jarras, tiestos, jarrones y floreros todos definidos por la presencia de una criatura del bosque como de dibujos animados. Dominaban los conejos y los cervatillos, aunque había algún que otro ratón, rana o ardilla. Estanterías a cada lado de la entrada hasta la cocina mostraban esta insólita colección. Cuando Ness miró a Majidah -la mujer pakistaní parecía la última persona que coleccionaría este tipo de cosas-, Majidah habló.
– Todo el mundo debe tener algo que le haga sonreír, Vanessa. ¿Tú puedes mirarlos y no sonreír? Ah, tal vez. Pero es que tú eres una señorita seria con problemas serios. Vamos a poner agua a hervir. Tomaremos un té.
La cocina era muy parecida al salón en cuanto a pulcritud. El hervidor eléctrico estaba sobre una encimera totalmente despejada. Ness lo llenó en el fregadero inmaculado, mientras Majidah ponía la carne en la nevera, las frutas y las verduras en una cesta sobre la pequeña mesa de la cocina, y las flores en un jarrón. Colocó el jarrón con cariño junto a una fotografía en el alféizar de la ventana. Cuando Ness hubo enchufado el hervidor, y mientras Majidah sacaba una tetera y tazas de un armario, la chica examinó la foto. Parecía fuera de lugar, hubiera tenido que estar en el salón con las demás.
Una Majidah muy joven era la protagonista de la foto. Estaba junto a un hombre de pelo gris con la cara llena de arrugas. Ella parecía tener unos diez o doce años, estaba seria y engalanada con diversas cadenas y brazaletes de oro. Vestía un shalwar kamis azul y dorado. El anciano llevaba uno blanco.
– ¿Es tu abuelo? -preguntó Ness, cogiendo la foto-. No pareces muy contenta de estar con él.
– Por favor, antes de sacar un objeto de su sitio, pregunta -dijo Majidah-. Es mi primer marido.
Ness abrió mucho los ojos.
– ¿Cuántos años tenías? Joder, tía, tendrías unos…
– Vanessa, las blasfemias se quedan fuera de mi casa, por favor. Deja la fotografía y échame una mano. Lleva estas cosas a la mesa. ¿Deseas tomar un bollo o eres capaz de probar algo más interesante que lo que coméis vosotros los ingleses a esta hora?
– Un bollo está bien -dijo Ness. No iba a probar nada más. Dejó la foto en su sitio, pero siguió mirando a Majidah como si mirara una especie animal que no había visto nunca-. ¿Cuántos años tenías? -le preguntó-. ¿Y qué hacías casándote con un abuelo?
– Tenía doce años cuando me casé por primera vez. Rakin tenía cincuenta y ocho.
– ¿Doce? ¿Doce años y atada de manera permanente a un anciano? ¿En qué diablos estabas pensando? ¿Él y tú…? Quiero decir… ¿Con él?
Majidah utilizó agua caliente del grifo para calentar la tetera. Cogió un paquete de papel marrón de té a granel de un armario. Cogió la leche y la sirvió en una jarrita blanca. Sólo entonces le respondió.
– Dios mío, qué preguntas más groseras. No puede ser que te hayan enseñado a hablar así a una persona mayor. Pero -levantó la mano para impedir que Ness dijera nada- he aprendido a comprender que vosotros los ingleses no siempre queréis ser tan irrespetuosos con las otras culturas como parece. Rakin era primo de mi padre. Fue a Pakistán -desde Inglaterra- cuando su primera mujer murió, pues creyó que necesitaba otra. Por aquel entonces, él tenía cuatro hijos de veintitantos años, así que lo normal habría sido que hubiera pasado el resto de su vida en compañía de alguno de ellos, o de todos. Pero Rakin no era así. Fue a nuestra casa y nos miró a todas. Yo tengo cinco hermanas y, como yo soy la pequeña, era natural suponer que Rakin elegiría a una de ellas. Pero no. Quiso quedarse conmigo. Me lo presentaron y nos casamos. No se habló más del asunto.