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Majidah reprimió una sonrisa al oír el acento pijo de Ness.

– ¿Eso es todo? -dijo-. Madre santísima, Vanessa, no tengo intención de hacerte pagar el viaje. Esto es trabajo, y el trabajo me recompensará por proporcionarte el billete que necesitas.

Aclarado ese detalle, a las dos en punto partieron del centro infantil, cuya caseta Majidah cerró con llave. Luego comprobó la cerradura tres veces antes de que Ness la cogiera del brazo y la arrastrara fuera de la alambrada. Caminaron el poco trozo que había hasta la estación de metro de Westbourne Park. Majidah examinó a conciencia el mapa para determinar la mejor ruta hasta su destino, chasqueando la lengua y contando las paradas mientras Ness esperaba a su lado dando golpecitos en el suelo con el pie. Cuando al final tomó la decisión, emprendieron el viaje y se bajaron en Covent Garden, momento en que Majidah la condujo no al mercado -donde cabría suponer que podían comprarse las provisiones, aunque no a un precio económico-, sino hacia el norte, a Shelton Street. Allí, un portal, entre una librería minúscula y un café, se abría a una escalera. Subieron cuatro tramos -«El condenado ascensor de este maldito edificio no funciona y nunca ha funcionado», aclaró Majidah- y, sin resuello, cuando por fin llegaron, entraron en un ático donde rollos de lino, seda, algodón, terciopelo y fieltro de colores vistosos yacían en amplias mesas de trabajo. Sentadas a ellas, cuatro personas trabajaban en silencio, mientras Kiri Te Kanawa interpretaba la agonía de Mimí en un reproductor de CD que descansaba sobre un banco de recipientes en los que había de todo, desde lentejuelas a aljófares.

Dos de los trabajadores eran mujeres vestidas con shalwar kamis; otro era una mujer con un chador; el cuarto era un hombre. Vestía vaqueros, deportivas y una camisa blanca de algodón. Las mujeres estaban cosiendo y pegando. Él estaba colocando un tocado a la quinta persona de la sala: una belleza mediterránea de ojos azabache que leía una revista y murmuraba:

– Malditos idiotas belicistas cazurros.

A lo que el hombre dijo:

– No hay nada más cierto. Pero tenga cuidado con la posición de la cabeza, por favor, señorita Rivelle. El tocado no está recto.

Él, como las mujeres que estaban trabajando, era pakistaní. La señorita Rivelle no. Levantó la mano para tocar lo que estaba fijándole en su abundante melena negra.

– En serio, Sayf, esto es imposible -dijo-. ¿No puedes hacer que pese menos? Es extraordinario que esperes que sea capaz de hacer la entrada, cantar el aria y morir dramáticamente, y todo sin que esta…, esta cosa se me caiga al suelo. ¿Quién aprobó el diseño, por el amor de Dios?

– El señor Peterson-Hayes.

– El director no tiene que llevarlo. No, no, esto no funcionará de ninguna de las maneras. -Se quitó el tocado, se lo dio a Sayf y vio a Majidah y a Ness al otro lado de la sala. También Sayf, justo en ese momento.

– ¡Madre! Maldita sea, se me había olvidado por completo -dijo. Y a Ness-: Hola. Tú debes de ser la convicta.

– Sayf al Din -dijo Majidah con dureza-. ¿Qué clase de saludo es ése? Y tú, Rand -le dijo a la mujer del chador-, ¿no te ahogas con ese cubrecama ridículo que llevas? ¿Cuándo entrará en razón tu marido? Eso que llevas puesto es para salir a la calle. No está hecho para el interior.

– La presencia de tu hijo… -murmuró Rand.

– Sí, claro, querida, Dios mío, seguro que te violará si te descubres la cara. ¿No es verdad, Sayf al Din? ¿Acaso no has violado a doscientas mujeres y suma y sigue? ¿Dónde tienes la tarjeta de baile, hijo mío?

– Carné -la corrigió Sayf al Din. Cogió el tocado que había estado colocando a la señorita Rivelle y lo dejó con cuidado en un objeto de madera. Le dijo a la cantante-: Intentaré reducir el peso, pero dependerá de Peterson-Hayes, así que querrá hablar con él. -Se acercó a un escritorio abarrotadísimo de cosas que había debajo de una de las ventanas de la sala y sacó una agenda-. ¿El jueves? ¿A las cuatro? -preguntó.

– Si no me queda más remedio -contestó la mujer lánguidamente.

Recogió sus pertenencias -que consistían en bolsas de la compra y un bolso del tamaño de una cesta de picnic- y se acercó a Sayf al Din para una despedida formal, que consistió en besos al aire, tres de ellos al estilo italiano, tras lo cual le dio una palmadita en la mejilla y él le besó la mano. Entonces se marchó, agitando los dedos hacia el resto.

– Divas -murmuró una de las mujeres del shalwar kamis con cierto desdén.

– Nos dan de comer -le recordó Sayf al Din-, aunque a veces sean caricaturas de sí mismas. -Sonrió a su madre-. Y yo ya estoy bastante acostumbrado a las divas, además.

Majidah chasqueó la lengua, pero Ness vio que no se ofendía. En realidad, parecía satisfecha cuando le dijo a la chica:

– Vanessa, este tontaina de aquí es mi Sayf al Din, mi hijo mayor. -Eso le convertía en el hijo de su primer marido, menos de trece años más joven que su propia madre. Era bastante guapo (piel aceitunada y ojos oscuros) y tenía un aire de perpetua alegría-. ¿Y cómo está esa mujer tuya, Sayf al Din? -le preguntó su madre-. ¿Sigue raspando los dientes de los desgraciados en lugar de tener más hijos? Este hijo mío se ha casado con una dentista, Vanessa. Parió a dos hijos y volvió a trabajar cuando tenían seis semanas. No comprendo esta locura: desear examinar las bocas de los desconocidos en lugar de mirar las caras de sus hijos. Tendría que ser como tus hermanas y como las esposas de tus hermanos, Sayf al Din. Nueve tienen en total por el momento y ni uno solo ha caído en las manos de una canguro.

Era obvio que Sayf al Din ya había escuchado este discurso antes, puesto que pronunció la última frase al mismo tiempo que su madre. Siguió diciendo:

– Qué escándalo que esta mujer utilice su educación como debe cuando podría estar en casa preparando pollo tikka para la cena de su marido, Vanessa. -Realizó una imitación tan exacta de su madre que Ness se rió, igual que los demás presentes en la sala.

– Oh, puede que os parezca gracioso -les dijo Majidah-, pero no se reirá tanto cuando esa mujer se marche con…

– Un ortodoncista -terminó él la frase-. Ay, los peligros que acechan cuando tu mujer es dentista. Cuidado. Cuidado. -Le dio un beso sonoro a su madre en la mejilla-. Deja que te mire -dijo-. ¿Por qué no has venido a cenar ningún domingo este mes?

– ¿Y comerme su pollo tikka seco? Debes de estar loco, Sayf al Din. Esa mujer tuya necesita aprender a cocinar.

– Es como un disco rayado -le dijo a Ness.

– Ya me había fijado -asintió Ness-. Sólo que el disco es distinto para cada persona que conoce.

– Es así de lista -dijo Sayf al Din-. Hace que pienses que realmente tiene conversación. -Pasó el brazo alrededor de los hombros de su madre y apretó-. Estás perdiendo peso otra vez -le dijo-. ¿Te estás saltando las comidas, madre? Si sigues así, ya sabes, me veré obligado a atarte y hacerte comer las sarnosas de May hasta que revientes.

– Mejor empiezas ya a envenenarme -dijo Majidah-. Ésta es Vanessa Campbell, como ya has adivinado, Sayf al Din. Ha venido a ayudarme, pero primero podrías enseñarle tu estudio.

Sayf al Din complació a su madre gustoso, como cualquier hombre que disfruta de su trabajo. Le enseñó un ático de caos organizado, donde diseñaba y creaba tocados para la Royal Opera, producciones teatrales del West End, la televisión y el cine. Le explicó el proceso y le mostró bocetos. Ness reconoció la similitud que guardaban los dibujos coloreados a mano y las notas a lápiz con las obras enmarcadas que colgaban en las paredes del salón de Majidah.