—¿Las cartas?
—Sí, las cartas. —Poirot sacó algo de su bolsillo—. Esto es la otra cosa que saqué del bolsillo del señor Donovan mientras se halla inconsciente. —Y mostró un sobre escrito a máquina y dirigido a la señorita Ernestina Grant—. Pero quiero preguntarle una cosa, señor Faulkener, antes de leer esta carta. ¿Está usted enamorado de mademoiselle Patricia?
—La quiero con locura... pero nunca confié en que me correspondiera.
—¿Pensó que estaba enamorada del señor Donovan? Es posible que hubiera empezado a interesarse por él..., pero sólo fue un principio, amigo mío. Usted es el encargado de hacerla olvidar... y estar a su lado en los momentos difíciles.
—¿Difíciles?
—Sí, difíciles. Haremos todo lo posible por no mezclar su nombre en esto, pero será imposible conseguirlo por completo. Ya sabe que ella fue el motivo.
Y le alargó el sobre. De su interior cayó un papel. La carta era breve y estaba escrita y firmada por un conocido abogado. Decía así:
Querida señora:
El documento que me incluye está en regla, y el hecho de que el matrimonio tuviera lugar en un país extranjero no lo invalida en ningún sentido.
Suyo afectísimo, etcétera...
Poirot desplegó el documento. Era un certificado de matrimonio de Donovan Bayley y Ernestina Grant, fechado ocho años atrás.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jimmy—. Pat dijo que había recibido una carta de esa señora pidiéndole que fuera a verla, pero no imaginó siquiera que fuera nada importante.
Poirot asintió.
—El señor Donovan lo sabía..., vino a ver a su esposa aquella tarde antes de subir al piso de arriba. (Extraña ironía dejar que esa infortunada mujer viniera a vivir al mismo edificio de su rival...) Y la asesinó a sangre fría... y luego fue a divertirse con ustedes. Su mujer debió decirle que había enviado en certificado de matrimonio a su abogado y que aguardaba su respuesta. Sin duda él quiso hacerle creer que su matrimonio no era del todo válido.
—Donovan estuvo de muy buen humor durante toda la noche. Señor Poirot, ¿no le habrá dejado escapar?
—No tiene escape —repuso el detective—. No tema.
—Es en Pat en quien pienso principalmente —replicó Jimmy—. ¿Cree usted... que no le afectará mucho?
—Mon ami, eso es cosa suya. Tiene que hacerla volver a usted y olvidar. ¡No creo que le resulte muy difícil!
Las aventuras de Johnnie Waverly
—Tiene que comprender los sentimientos de una madre —repitió la señora Waverly, quizá por sexta vez y mirando suplicante a Poirot. Nuestro pequeño amigo, siempre comprensivo ante una madre apurada, trató de tranquilizarla con un gesto.
—Pues claro, claro; la comprendo perfectamente. Confíe en Papá Poirot.
—La policía... —comenzó a decir el señor Waverly.
Su esposa despreció la interrupción.
—Yo no quiero saber nada más de la policía. ¡Confiamos en ellos, y mira lo que ha ocurrido! Pero he oído hablar tanto del señor Poirot y de las cosas tan maravillosas que ha realizado, que presiento que él tal vez pueda ayudarnos. Los sentimientos de una madre...
Poirot, con un gesto elocuente, apresuróse a evitar otra repetición. La emoción de la señora Waverly era auténtica, y contrastaba con su carácter duro y áspero. Cuando supo que era la hija de un importante fabricante de aceros de Birmingham que se había abierto camino hasta la actual posición, comprendió que había heredado muchas de las cualidades paternas.
El señor Waverly era un hombre grandote y jovial. De pie y con las piernas muy separadas tenía todo el aspecto de un campesino hacendado.
—Supongo que está enterado de todo, ¿verdad, señor Poirot?
La pregunta era casi superflua. Durante varios días los periódicos publicaron amplias informaciones acerca del sensacional rapto del pequeño Johnnie Waverly, de tres años de edad y heredero de Marcus Waverly, Waverly Court, Surrey, una de las familias más antiguas de Inglaterra.
—Desde luego, conozco los detalles más importantes, pero le ruego que vuelva a contarme toda la historia, monsieur, y sin olvidarse de nada, por favor.
—Bien. Creo que el principio de todo esto fue la carta anónima que recibí hace diez días... (¡qué desagradables son los anónimos!) y que no tenía ni pies ni cabeza. El que escribía me exigía la entrega de veinticinco mil libras..., ¡veinticinco mil libras, señor Poirot!.., y me amenazaba con raptar a Johnnie en caso contrario. Naturalmente, arrojé el anónimo al cesto de los papeles. Cinco días después recibí otra carta por el estilo: «Si no paga, su hijo será secuestrado el veintinueve.» Eso fue el veintisiete. Ada estaba muy alarmada, pero yo no quise tomar en serio el asunto. ¡Maldita sea!, estamos en Inglaterra. Nadie va por ahí raptando niños para conseguir un rescate.
—Desde luego, no es muy corriente —repuso Poirot—. Continúe, monsieur.
—Bien. Ada no me dejaba en paz... de modo que, aunque considerándolo una tontería, puse el caso en manos de Scotland Yard. No parecieron tomarlo muy en serio, inclinándose a pensar como yo, que debía tratarse de una broma. El día veintiocho recibí la tercera carta. "No ha pagado. Su hijo será raptado mañana a las doce del mediodía. Y su rescate le costará cincuenta mil libras." Volví a Scotland Yard. Esta vez parecieron algo más impresionados. Se inclinaban a pensar que aquellas cartas fueron escritas por un lunático, y que era probable que a la hora señalada hubiera algún intento de secuestro. Me aseguraron que tomarían todas las precauciones para evitarlo. El inspector McNeil con las fuerzas convenientes irían a Waverly a la mañana siguiente para cuidar de ello.
»Volví a casa mucho más tranquilo. No obstante, di orden de que no dejaran entrar a ningún extraño, y de que nadie saliera sin mi consentimiento. Transcurrió la tarde sin novedad, mas a la mañana siguiente mi esposa se encontraba seriamente enferma. Asustado, envié a buscar al doctor Darkens. Al parecer, los síntomas que apreció le sumieron en un mar de confusiones y pude comprender lo que pasaba por su mente. Me aseguro que la enferma no corría peligro, pero que tardaría uno o dos días en restablecerse. Al volver a mi habitación tuve la sorpresa de encontrar una nota prendida en mi almohada escrita con la misma letra que las otras y conteniendo sólo tres palabras: “A las doce”.
»Confieso, señor Poirot, que en aquellos momentos lo vi todo rojo. Alguien que vivía en mi propia casa tenía que ver en ello. Reuní a todos los criados y les puse de vuelta y media. Nunca se acusan unos a otros; fue la señora Collins, dama de compañía de mi esposa, quien me informó de que había visto a la niñera de Johnnie salir de casa a primeras horas de la mañana. La atosigué a preguntas y confesó. Había dejado al niño con otra de las doncellas para ir a ver a... un hombre. ¡Así van las cosas! Negó haber prendido la nota en mi almohada... Es posible que dijera la verdad; no lo sé. Me di cuenta de que no podía correr el riesgo de que la propia niñera formara parte del complot. Uno de los criados estaba complicado en él. Al fin, perdido el dominio de mis nervios, los despedí a todos, incluyendo a la nurse. Les di una hora para recoger sus cosas y salir de la casa.
El rostro ya de por sí encarnado del señor Waverly se puso dos veces más rojo al recordar su pasado arrebato.
—¿No fue algo imprudente, monsieur? —sugirió Poirot—. Porque de ese modo pudo usted ayudar a sus enemigos con toda efectividad.
—No se me ocurrió —dijo el señor Waverly mirando con fijeza al detective—. Mi intención era que se fueran todos. Telegrafié a Londres para que me enviaran nuevo servicio aquella misma tarde. Entretanto, sólo había dos personas en la casa en quienes poder confiar: la secretaria de mi esposa, miss Collins, y Tredwell, el mayordomo, que ha estado conmigo desde que yo era niño.