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Yo fui testigo presencial del suceso, porque aquel día, al salir del colegio más tarde de lo habitual, retenido por una de las muchas ofrendas a María acompañadas de alocuciones, rezos, jaculatorias y cantos, encontré en la puerta a mi madre, que me venía a buscar para llevarme a casa de la tía Conchita, porque al día siguiente, coincidiendo con la clausura del Congreso Eucarístico, el obispo Putucás regresaba a su diócesis de Quahuicha, y con tal motivo la familia le daba una pequeña fiesta de despedida.

Llegamos los últimos. Toda la familia estaba congregada en el salón, como el día en que llegó el obispo. En realidad, poco tiempo separaba las dos celebraciones, pero las experiencias habían sido tan intensas que nos parecía un largo periodo. Ahora, sin embargo, como pudimos percibir de inmediato, la gozosa expectación del primer día había sido sustituida por un ominoso silencio. Mi madre preguntó a la Leres si había pasado algo y la pobre muchacha hizo un gesto grave con la cabeza.

En el salón reinaba una callada consternación. El tío Fran salió a nuestro encuentro, nos llevó a un rincón y en susurros nos puso al corriente de lo sucedido. Hacia las seis de la tarde, hora española, había llegado la noticia de que en la madrugada del mismo día, hora local, en el país del señor obispo había estallado la revolución. La información era contradictoria y fragmentaria, debido a la precariedad de las comunicaciones y a la diferencia horaria; en un país tan diminuto ni los periódicos ni las agencias de noticias tenían corresponsales, por lo que había que esperar la información procedente de México y de La Habana, donde tampoco se sabía gran cosa. Al parecer, el ejército o una parte del ejército había dado un golpe de Estado y se había constituido en junta militar. Se hablaba de resistencia armada y de un número indeterminado de muertos. Lo único cierto era esto: que el señor obispo no podía regresar a su país.

– Por lo visto, dijo el tío Fran, a causa de su postura a favor de los pobres, la junta militar ha puesto precio a su cabeza.

De momento, la preciada cabeza estaba oculta entre las manos rollizas del obispo, que expresaba de este modo su aflicción. Excitado por la proximidad de una persona condenada a muerte, me acerqué a él y le oí murmurar:

– ¡Mi pobre país! ¡Mi pobre y chingado país!

Suspiró hondamente y añadió como parte de su lamentación:

– ¡Y yo acá, sin plata, sin ropa! ¿Qué va a ser de mí?

No pude oír más porque mi madre me tiró de la manga y me hizo retirar al rincón donde estaban congregados mis primos.

Al cabo de un rato, el tío Agustín consideró llegada la hora de romper aquel inmovilismo que amenazaba con durar toda la noche, se adelantó hasta colocarse al lado del atribulado obispo, le puso la mano en el hombro y en voz alta y clara le dijo que lamentaba mucho lo ocurrido, contra lo que nada podíamos hacer, pero que por su situación personal no debía preocuparse: aquélla era su casa y podía quedarse en ella hasta que las cosas se resolvieran de un modo u otro.

Este último matiz revelaba la inquietud del tío Agustín y llevaba implícita la advertencia de que, fuera cual fuese el curso de los acontecimientos, habría que buscar alguna salida a la situación presente. Era evidente que en los planes del tío Agustín no entraba la posibilidad de tener al obispo hospedado a perpetuidad. Pero en aquel momento tanto el obispo como el resto de los presentes percibimos únicamente la generosidad del ofrecimiento. El interesado expresó su agradecimiento con murmullos ininteligibles y los demás nuestro admirado asentimiento con un murmullo.

Pero, tal y como había previsto el tío Agustín, las cosas no eran tan sencillas. Acabado el Congreso, la ciudad se apresuraba a recuperar la normalidad con gran diligencia, porque los actos conmemorativos habían producido grandes efectos espirituales y también grandes efectos materiales cuyos beneficios se irían apreciando gradualmente, pero también habían ocasionado una interrupción de las actividades públicas y privadas de los ciudadanos y un dispendio generalizado cuyos efectos ya se hacían sentir. Desparecieron las iluminaciones, las banderas y los gallardetes y fueron desmontadas las estructuras levantadas para la ocasión y que ahora constituían un estorbo para la circulación de vehículos y peatones. La gente se puso a trabajar y en el colegio se reanudó el horario habitual de clases con un ahínco encaminado a recuperar las horas perdidas y a canalizar el incentivo derivado de tanta exaltación moral y tanta prédica.

Al cabo de un par de días, mi padre, que había ido a ver a su hermana Conchita para ofrecer nuestra escasa ayuda, comentó durante la cena la marcha de los acontecimientos.

Como se había anunciado en un principio, la junta militar había iniciado una encarnizada persecución de las personalidades del régimen depuesto, una de las cuales era, efectivamente, nuestro obispo, debido a su cargo y también, como nos había dicho el tío Fran, a sus inclinaciones políticas. Por otra parte, el obispado de Barcelona, elevado a la categoría de arzobispado por Su Santidad el Papa a raíz del éxito del Congreso Eucarístico, había comunicado al tío Agustín sin rodeos que no podía hacerse cargo del hospedaje ni de la manutención del obispo Putucás, toda vez que la organización del Congreso había dejado exhaustas las arcas de la archidiócesis. Lo mismo, añadió, habían manifestado las autoridades civiles, igualmente gravadas con los gastos extraordinarios relacionados con la presencia en la ciudad de tantos forasteros. Ahora las gestiones se habían trasladado al Ministerio de Asuntos Exteriores y al Ministerio de la Gobernación, hasta tanto no se determinara sobre cuál de los dos recaía la competencia del caso, y, en última instancia, al propio Jefe del Estado, recién regresado a su residencia de El Pardo, después de haber pasado varios días en Cataluña.

El resultado de estas gestiones no se hizo esperar. La calma había vuelto al país del obispo, donde la junta militar controlaba la situación y, una vez lograda la estabilidad, había dado a conocer los motivos de su acción y sus intenciones. Habían dado un golpe de Estado para poner fin al desorden y la corrupción reinantes al amparo del régimen anterior, así como atajar el avance del comunismo, hacia el que dicho régimen se había ido orientando de un modo creciente, motivo por el cual sus principales dirigentes ya habían sido pasados por las armas. Ahora la junta reiniciaba el camino hacia la democracia, la garantía de los derechos constitucionales para todos los ciudadanos, el cumplimiento de los acuerdos internacionales y la inminente convocatoria de elecciones generales. Ante esta actitud, el nuevo gobierno había recibido el reconocimiento del gobierno español y posteriormente del gobierno de Estados Unidos y, no sin reservas, de todos los gobiernos occidentales.

La noticia fue un jarro de agua fría en casa de la tía Conchita y el tío Agustín, porque no sólo excluía la posibilidad de que las autoridades españolas se hicieran cargo del obispo ofreciéndole un asilo que le indispondría con el gobierno recién reconocido de una república hispanoamericana, sino que arrojaba una luz nueva y poco favorecedora sobre monseñor Putucás, pues si, como en un principio se había dicho, la condena del obispo era debida a sus actividades políticas, y el gobierno legítimo que la había dictado actuaba movido por un decidido anticomunismo, la conclusión saltaba a la vista. Esto complicaba las cosas doblemente, porque el tío Agustín Voralcamps (antes Agustí Voralcamps) tenía amigos en todos los estamentos gubernamentales, había recibido varias condecoraciones por su trabajo al servicio de la ciudad y basaba en este prestigio la buena marcha de sus negocios, pero no podía desprenderse de la sospecha de haber tenido e incluso de seguir teniendo veleidades catalanistas, lo cual le obligaba a medir sus actos y sus palabras, a extremar sus muestras de adhesión a los principios del Movimiento y, en suma, a velar muy concienzudamente por su reputación. En estas condiciones, la presencia continuada en su casa de un extranjero acusado de connivencia con elementos revolucionarios era intolerable, y así se lo comunicó a su mujer, la cual, después de asegurarle que ella se había limitado a complacer el ruego del arzobispado albergando a un huésped en cuya elección no le dejaron participar y de que lo ocurrido en el país de procedencia del obispo Putucás escapaba totalmente a sus cálculos y, por supuesto, a su capacidad de decisión, hizo ver a su marido que tampoco podían poner en la calle a un individuo que, por las razones que fuesen, se hallaba en una situación de desvalimiento que lo condenaba a la indigencia, a lo que mi tío, que por lo general siempre acababa dando la razón a su mujer, no porque la temiera, sino porque reconocía su sensatez y su sentido práctico y al mismo tiempo la solidez de los principios que cimentaban sus propuestas, respondió tranquila y pausadamente mientras cogía de la mesa el periódico de la tarde y se arrellanaba en su butaca: