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Osvaldo Soriano

Triste, solitario y final

En memoria de: Raymond Chandler, Stan Laurel, Oliver Hardy.

"Hasta la vista, amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final."

Philip Marlowe en El largo adiós

Amanece con un cielo muy rojo, como de fuego, aunque el viento sea fresco y húmedo y el horizonte una bruma gris. Los dos hombres han salido a cubierta y son dos caras distintas las que miran hacia la costa, oculta tras la niebla. Los ojos de Stan tienen el color de la bruma; los de Charlie, el del fuego. La brisa salada les salpica los rostros con gotas transparentes. Stan se pasa la lengua por los labios y siente, quizá por última vez en este viaje, el gusto salado del mar. Tiene los ojos celestes, pequeños y rasgados, las orejas abiertas, el pelo lacio y revuelto. Un aire de angustia lo envuelve y a pesar de sus diecisiete años esta acostumbrado a fabricarse sonrisas. Ahora, lejos del circo, lejos de Londres, su cuerpo pequeño esta rígido y siente que el miedo le ha caído encima desde alguna parte.

Charlie, que frente al público es un payaso triste, sonríe ahora, desafiante y frió. Apoyado en la popa ha inclinado el cuerpo hacia adelante, como si quisiera estar más cerca de Manhattan, como si tuviera apuro por asaltar al gigante.

– Mi padre dijo que el cine matará a los cómicos -ha dicho Stan.

Lo dice con amargura, porque ha recordado a su padre que también es actor y ha visto de frente la ansiedad de los curiosos, la desesperación de los fracasados, la alegría momentánea de una mueca; las ha visto mil veces, y lo ha contado mil veces en la mesa durante las cenas en la vieja casa de Lancashire. Las primeras luces surgen de la niebla y Stan sabe que ya no puede volver atrás, que cualquiera sea su destine, el esta allí para aceptarlo.

– Matara a los cómicos sin talento -ha respondió Charlie, sin mirar a su compañero cada vez más lejano, atrapado por las luces. Siente que la hora llega, que toda Norteamérica es un auditorio en silencio que espera verlo pisar la costa. Escucha las exclamaciones de asombro, los aplausos, los vivas! de la multitud, siente que alguien lo abraza y llora. La sirena del barco lo sacude, le hace abrir los ojos claros que tienen más fuego que nunca y descubre a su alrededor el júbilo de sus compañeros de la troupe que festejan la llegada. Stan sonríe brevemente. Se tapa la cara con las manos porque una sensación vaga y molesta le toca el corazón y las tripas. Entre los dedos abiertos que enrejan sus ojos, mira a Charlie y siente que lo quiere como a nadie, porque sabe que esta ante un vencedor.

Las lanchas se acercan al barco y lo remolcan. El día es luminoso y la niebla se ha levantado. Algunos actores tragan scotch y dan alaridos incomprensibles. Ellos volverán pronto a Londres, abrazarán a sus mujeres y a sus hijos y narraran la aventura de la gira. Stan y Charlie no tienen pasajes de regreso. El barco se ha detenido y de la bodega emerge un ganado sucio y mugiente. Una a una las vacas pisan tierra americana y nadie les envidia su destino. Charlie ha encendido un cigarrillo y aguarda su turno en la escalinata. Ya no pertenece a la troupe.

Una ola de sangre caliente inunda las venas de Stan y su rostro se llena de vida. Adivina que Charlie está apostando por el éxito y la fama. De un bolsillo saca un puñado de chelines y los arroja con fuerza al mar. Se ha quedado solo y si pudiera verse sentiría vergüenza.

– No van a matarme, papá -dice, y salta a tierra.

El viejo Stan Laurel bajó del taxi. Miró el arrugado papel que guardaba en un bolsillo y comprobó el número del edificio. El tránsito era intenso como todas las mañanas en el Hollywood Boulevard. Se detuvo un instante en la vereda. El edificio que tenia frente a él no era nuevo, ni siquiera estaba muy cuidado: el gris de la fachada mostraba la suciedad de los años. Antes de tomar el ascensor se quito el sombrero. Nadie presto atención a su cara muy blanca y arrugada. Al llegar al sexto piso se había quedado solo. Salió a un pasillo mohoso, iluminado por un par de lámparas fluorescentes. Caminó unos pasos y se detuvo frente a una puerta de madera deteriorada que tenía un vidrio esmerilado. En el se leía: "Philip Marlowe, detective privado", y más abajo: "Entre sin llamar".

Entró sin hacer ruido. Se había vuelto cauteloso y no supo por que. Ante él había una pequeña sala de espera con dos sillones y una mesa muy baja sobre la que estaban tiradas algunas revistas viejas. Se sentó. Dejó el sombrero sobre la mesa y tomo una de las revistas, pero sus ojos miraban la habitación. Las paredes estaban absolutamente despojadas y no habían sido limpiadas en los últimos años, aunque alguien se encargara de pasar, de vez en cuando, un plumero que nunca había alcanzado el techo. Stan fijó sus ojos en la puerta entreabierta que tenía frente a él. Inclino el cuerpo, pero no alcanzo a ver el interior de la oficina. Alguien abrió la puerta por completo.

– Pase, señor Laurel.

Marlowe era un hombre de unos cincuenta años, un metro ochenta de alto, cabello castaño oscuro, aunque las canas lo habían blanqueado demasiado. Sus ojos, también castaños, tenían una mirada dura pero melancólica. Vestía un traje gris claro al que hacia falta planchar.

Stan, pequeño y desgarbado, entró en la oficina. La habitación estaba iluminada por el sol que entraba a través del ventanal. Marlowe se acomodo en su sillón, tras el escritorio viejo y oscurecido por el polvo y el hollín.

– ¿Cómo supo mi número? -preguntó el detective, mientras con un gesto invitaba a Stan a sentarse.

– En verdad, señor Marlowe, lo tome al azar de la guía.

Marlowe encendió un cigarrillo y echó su cuerpo hacia adelante.

– ¿Pidió referencias? ¿Sabe al menos quien soy?

– No. No lo hice. ¿Qué importa eso? Usted anda en este trabajo desde hace muchos años, según me dijo por teléfono. Si me gusta lo contrataré.

– No es un buen procedimiento, señor Laurel. Usted es un hombre famoso. Podría pagar los servicios de una agencia.

– Soy un hombre famoso al que nadie conoce, señor Marlowe. Se equivoca. No puedo pagar una agencia. No tengo mucho dinero. ¿Cuánto me dijo que cobraba por su trabajo?

– Cuarenta dólares diarios y los gastos.

– Está dentro de mis posibilidades, siempre que los gastos no sean muchos.

– ¿Está seguro de no ser un avaro?

– Estoy casi en la ruina si le interesa saberlo. Tal vez no le convenga perder su tiempo conmigo.

– Eso lo veré después. Antes quiero saber por que uno de los cómicos más famosos de Hollywood viene a visitar al viejo Marlowe. No me ocupo de divorcios ni persigo a jóvenes drogadictos.

– No es ese mi problema.

– Me encanta saberlo. Lo escucho.

– Me estoy muriendo, señor Marlowe.

– No se nota.

– Sin embargo, es así. Ollie tuvo suerte. Le falló el corazón y terminó con todo. Yo me estoy muriendo lentamente, pero creo que las cosas deberían ser mejores para un viejo actor.

– Usted no necesita un detective -gruño Marlowe-. Hable con un agente de seguros y con un sepulturero.

– No creo que tome en serio a sus clientes.

– Usted no es mi cliente, señor Laurel. Me parece un hombre desesperado ante la proximidad de la muerte y yo no me ocupo de esos problemas. Si me permite una sugerencia, hable con un cura; usted necesita un consejero espiritual. Tal vez lo metan en un asilo de ancianos.

– No necesito consejos. Se como recibir la muerte. Tengo setenta y cinco anos, filme más de trescientas películas, recibí un Oscar, conocí el mundo, me case ocho veces, varias de ellas con la mujer que ahora está a mi lado. No me importa morir. No vine aquí a pelearme con un detective impertinente que ni siquiera tiene su oficina limpia. Vine a contratarlo. No se ofenda, Marlowe, pero usted es un tonto. Con esos modales no lo alquilarán ni para cuidar el perro de un

ejecutivo. Y lo peor es que ya es demasiado grandecito para cambiar.

– No rezongue, señor Laurel. Me gano la vida como puedo. No tengo demasiado dinero porque me niego a atender las chocherias de los viejos.

– Muy bien -el actor se levanto de su sillón-, aquí tiene mi teléfono. Llámeme si cambia de idea. Usted es muy torpe, pero me parece decente.

Stan Laurel abandonó la oficina con la misma cautela con que había entrado. El detective lo siguió con los ojos. Cuando la puerta se cerró, echo una mirada a su reloj. Eran más de las doce. Bajo a la calle y caminó dos cuadras hasta el bar de Víctor. Comió un sándwich y tomo una Coca Cola. Se quedo un rato pensando en el viejo Laurel. Fumó lentamente un cigarrillo. Pidió un diario a Víctor y buscó la página de espectáculos. En un cine de segunda categoría daban un programa de cortos cómicos: Charles Chaplin, Laurel y Hardy, Buster Keaton, Larry Semon. Salió a la calle.

Un frió seco, cortante, extraño en Los Ángeles, obligaba a la gente a envolverse en sobretodos y a caminar con apuro. El sol había desaparecido detrás de la muralla de edificios. Marlowe volvió a su oficina. Del escritorio sacó una botella de whisky y un vaso. Se echó en el sillón, puso los pies sobre el escritorio y tomó algunos tragos. Encendió otro cigarrillo, pero lo apago en seguida. Intentó dormir. Cerró los ojos, pero fue inútil. Pensó que desde su divorcio apenas había trabajado en un par de casos.

Después de separarse de su mujer, anduvo varios meses vagabundeando, borracho, por los suburbios de la ciudad. Recibió un par de palizas y durmió cuatro noches en la cárcel. Entonces decidió alquilar nuevamente su antigua oficina. Cada vez estaba más cansado y sus ahorros -mil doscientos dólares- volaron en seguida. Tuvo que vender el auto para alquilar una casa de dos habitaciones en un barrio de clase media, en las colinas bajas.

Metió la mano en el bolsillo y sacó algunos billetes arrugados. Los contó: veintisiete dólares con cincuenta. "Animo, Marlowe -se dijo-, las estupideces se pagan siempre", y recordó su casamiento con Linda Loring, una millonaria posesiva, que lo rodeo de lujo y lo colmó de aburrimiento durante seis meses.

No podía dormir más de dos o tres horas por día. Decidió ir al cine de los cómicos. Necesitaba reír un rato. Tomó un ómnibus que lo dejó a tres cuadras. Camino con pereza. Hacia cada vez más frió. Levantó la cabeza para ver, sobre los edificios, un cielo color de plomo. A su lado, la gente pasaba apresurada. Se dio cuenta de que no tenía sobretodo. Lo había perdido en una noche de borrachera.

Sacó la entrada y se quedó en el hall fumando un cigarrillo. Esperó a que terminara la película de Chaplin. No le gustaba ese hombrecito engreído, al que siempre le iba mal en las películas y bien en la vida. La empleada de la boletería lo miraba. Era una mirada curiosa que recorría el traje arrugado. Se enderezó las solapas, pero ella lo siguió observando. El le guiñó un ojo y la muchacha dio vuelta la cara. Entró. Había poco público a esa hora y todos estaban juntos, como protegiéndose del frió. Marlowe se sentó en una butaca desvencijada. Vio a Búster Keaton, que subía y bajaba escaleras a toda velocidad con su cara imperturbable y trágica. Vio a Laurel y Hardy, que trataban de vender un árbol de Navidad a Jimmy Finlayson. Los vio luego destruir la casa del furioso cliente, mientras este rompía el Ford a bigotes del gordo y el flaco ante una multitud de vecinos curiosos. Empezó a reír y no pudo parar. Sintió dolores en la barriga, pero aquellos dos hombres no se detenían nunca; lo obligaban a reír cada vez más. Cuando apareció en la pantalla el policía Edgar Kennedy, Marlowe se paró y abandonó la sala. No quería saber si los llevaría presos. Caminó unas cuadras y tomó el ómnibus. Llego a la oficina a las seis de la tarde. Quedaba poca gente en el edificio. No sabía por que regresaba allí. No tenía trabajo y nadie lo esperaba. Tomó un trago y se quedo sentado hasta que la oscuridad lo rodeo. No tenía ganas de levantarse a encender la luz. Empezó a sentirse mal. Siempre se sentía mal al caer la tarde. Tal vez Capablanca quiera jugar una partida de ajedrez, pensó. Cerró la oficina y salió. El ómnibus tardaba casi una hora en llegar a su casa.