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No le apetecía en absoluto, pero al día siguiente tendría que castigar a Daphne. Colocó las botellas vacías bien alineadas en el armario, para que las chicas las vieran al levantarse. Habían consumido dos botellas por cabeza, lo que era mucho para niñas de su edad. «Vaya -susurró para sí misma-, la adolescencia ha empezado.» Se tumbó en la cama pensando en ello y, por un minuto, echó de menos a Blake. Habría sido reconfortante compartir ese momento con alguien. En cambio, como siempre, tendría que hacer el papel de dura y ponerse una máscara kabuki de decepción mientras le cantaba las cuarenta a su hija y le hablaba del significado de la palabra «confianza». Pero, en realidad, Maxine entendía perfectamente que su hija era una adolescente y que habría muchas noches en el futuro en las que alguien cometería una estupidez, sus hijos o los hijos de otro se aprovecharían de una situación, o experimentarían con el alcohol o las drogas. Y por supuesto no sería la última vez que uno de sus hijos se emborrachaba. Maxine sabía que podía considerarse afortunada si la cosa no iba a más. Aunque también sabía que al día siguiente tendría que mostrarse firme. Todavía estaba pensando en ello cuando se quedó dormida. Y cuando se despertó por la mañana, las chicas seguían durmiendo.

La llamaron del hospital mientras se vestía. Jason estaba despierto y hablando. La enfermera dijo que su madre se encontraba con él y que la veía muy angustiada. Helen Wexler, había llamado a su propio médico y, según la enfermera, en lugar de tranquilizarla la había puesto todavía más nerviosa. Maxine dijo que llegaría enseguida y colgó. Oyó a la niñera en la cocina y entró para servirse una taza de café. Zelda estaba sentada a la mesa, con una taza de café humeante y el Sunday Times. Levantó la cabeza cuando vio entrar a Maxine y sonrió.

– ¿Una noche tranquila? -preguntó Zelda, mientras Maxine se sentaba con un suspiro.

A veces sentía que esa mujer era su único apoyo para criar a sus hijos. Sus padres tenían buenas intenciones pero nunca le daban consejos. Y Blake no aparecía por sus vidas. Zelda sí estaba.

– No exactamente -dijo Maxine con una sonrisa forzada-. Creo que anoche alcanzamos un hito.

– ¿El de la mayor cantidad de pizza devorada por seis adolescentes?

– No -dijo Maxine en tono apesadumbrado pero con los ojos risueños-. La primera vez que uno de mis hijos se emborracha con cerveza.

Sonrió y Zelda la miró boquiabierta.

– ¿Es broma?

– No. Encontré una docena de cervezas en el armario de Daffy cuando fui a ver cómo estaban. No fue agradable. Vi a unas chicas vestidas tiradas de cualquier manera y profundamente dormidas, o quizá sería más exacto decir «desvanecidas».

– ¿Se emborracharon estando usted en casa?

A Zelda le sorprendía que Daphne tuviera la desfachatez de beber sabiendo que su madre estaba en la habitación de al lado. También le hacía cierta gracia, aunque ninguna de las dos estaba contenta. Era el comienzo de una situación totalmente nueva que no les apetecía en absoluto. Chicos, drogas, sexo y alcohol. Bienvenidas a la adolescencia. Lo peor todavía estaba por llegar.

– Tuve que salir a ver a un paciente. Estuve fuera desde las once hasta la una. Una de ellas debió de traer la cerveza escondida en la mochila. Nunca se me habría ocurrido.

– A partir de ahora tendremos que registrarlas -dijo Zelda con decisión, sin ningún apuro ante la perspectiva de poner en su sitio a Daphne y a sus amigas.

No estaba dispuesta a permitir que nadie se emborrachara en su presencia, y sabía que Maxine tampoco lo permitiría. Además, antes de que se dieran cuenta, Jack también querría experimentar, y algún día Sam también. Menudo panorama…

A Zelda no le seducía nada esa perspectiva, pero no pensaba huir de ella. Adoraba a aquella familia, y le gustaba su empleo.

Las dos mujeres charlaron un rato; después, Maxine dijo que debía volver a Lenox Hill a ver a su paciente. Era el día libre de Zelda, pero no tenía intención de salir. Dijo que estaría pendiente de las chicas y que esperaba que se encontraran fatal cuando despertaran. Maxine se rió.

– Dejé las botellas vacías en el armario, solo para que sepan que no soy tan tonta como parezco.

– Se morirán del susto cuando las vean -dijo Zelda, divertida.

– Espero que sí. Me engañaron y abusaron de mi confianza y mi hospitalidad… -Miró a Zelda sonriendo-. Me estoy entrenando para el discurso que le soltaré. ¿Qué te parece?

– Bien. Aunque castigarla sin salir y dejarla sin paga también sería conveniente.

Maxine asintió. Ella y Zelda solían tener el mismo punto de vista. Zelda era firme pero razonable, cariñosa pero sensata, y no demasiado estricta. No era una tirana, pero tampoco una blanda. Maxine confiaba plenamente en ella y en su buen juicio, cuando se ausentaba.

– ¿Por qué tuvo que salir anoche? ¿Un suicida? -preguntó Zelda. Maxine asintió y se puso seria otra vez-. ¿Cuántos años?

Zelda la respetaba enormemente por su trabajo.

– Dieciséis.

Maxine no dio más detalles. Nunca lo hacía. Zelda asintió. Siempre veía en los ojos de Maxine cuando uno de sus pacientes había muerto. El corazón de Zelda estaba tanto con los padres como con el chico. El suicidio de un adolescente era algo terrible, y a juzgar por lo solicitada que estaba la consulta de Maxine, en Nueva York abundaban, como en todas partes. Comparado con eso, una docena de cervezas repartidas entre seis chicas de trece años no parecía una tragedia. Lo que Maxine tenía que ver todos los días sí lo era.

Al cabo de unos minutos Maxine salió para recorrer andando la corta distancia hasta Lenox Hill, como hacía siempre. Soplaba viento y hacía frío, pero había salido el sol y el día era precioso. Seguía pensando en su hija y en su travesura de la noche anterior. Estaba claro que empezaba una nueva etapa para ellos, y de nuevo se sintió agradecida por la ayuda de Zelda. Tendrían que mantener estrechamente vigiladas a Daphne y a sus amigas. Se lo comentaría a Blake cuando estuviera en la ciudad, solo para que estuviera enterado. Ya no podían confiar plenamente en ella, y probablemente aquello duraría algunos años. La intimidaba un poco pensar en ello. Era todo más fácil cuando los niños tenían la edad de Sam. Con qué rapidez pasaba el tiempo… Pronto serían todos adolescentes y cometerían todo tipo de estupideces. Aunque al menos, por el momento, eran cosas normales.

Cuando llegó a la habitación de Jason en el hospital, el chico estaba sentado en la cama. Parecía aturdido, cansado y pálido. Su madre estaba sentada en una silla, hablando con él, llorando y sonándose. No era una escena de felicidad. La enfermera permanecía sentada en silencio al otro lado de la cama, intentando no interferir y ser discreta. Los tres la miraron cuando Maxine entró en la habitación.

– ¿Cómo te encuentras, Jason? -Maxine miró a la enfermera. Esta asintió y salió de la habitación.

– Bien, creo.

Parecía deprimido y su voz sonaba triste, una reacción normal a la sobredosis de drogas que había ingerido; además, era evidente que antes de tomarla ya estaba deprimido. A su madre se la veía casi tan mal como la noche anterior, como si 110 hubiera dormido, y tenía profundas ojeras. Había estado presionando al chico para que le prometiera que no volvería a hacerlo nunca, y Jason había aceptado de mala gana.

– Dice que no volverá a hacerlo -explicó Helen mientras Maxine miraba al muchacho a los ojos.

Lo que vio la preocupó.

– Espero que sea verdad -dijo Maxine, poco convencida.

– ¿Puedo volver a casa hoy? -preguntó Jason, con voz apagada.

No le gustaba tener a una enfermera en la habitación, pero ella le había dejado claro que no podía marcharse a menos que alguien la sustituyera. Jason se sentía como si estuviera en prisión.

– Creo que tenemos que hablar de esto -dijo Maxine desde el pie de la cama. Llevaba un jersey rosa y unos vaqueros y ella también parecía una jovencita-. No me parece que sea buena idea -dijo sinceramente. Nunca mentía a los pacientes. Para que confiaran en ella era importante que les dijera la verdad tal como ella la veía-. Anoche te tomaste muchas pastillas, Jason. Realmente muchas. Esta vez no bromeabas.