– ¿Doctor West? -dijo Maxine, con su voz alegre, eficiente y agradable-. Soy la doctora Williams, la psiquiatra de Jason -explicó.
– Lo sé -dijo él, logrando parecer condescendiente solo con esas dos palabras-. Su madre me ha pedido que la llame.
– Eso me ha dicho. Acabamos de disponerlo todo para que Jason ingrese en Silver Pines esta tarde. Creo que ahora mismo es el lugar que le conviene. Anoche tomó una sobredosis de somníferos de su madre.
– Es asombroso lo que llegan a hacer los chicos para llamar la atención, ¿no le parece?
Maxine le escuchó con incredulidad. No solo la trataba con condescendencia, sino que parecía un idiota redomado.
– Es su segundo intento. Y no creo que triplicar la dosis letal sea una llamada de atención. Nos está diciendo con toda claridad que quiere morir. Debemos afrontar la situación con absoluta seriedad.
– Realmente pienso que el chico mejoraría antes si estuviera en casa con su madre -insistió el doctor West, como si hablara con una niña o con una enfermera muy joven.
– Soy psiquiatra -dijo Maxine con firmeza-, y mi opinión profesional es que si vuelve a casa con su madre estará muerto dentro de una semana, posiblemente en veinticuatro horas.
Estaba siendo lo más directa que podía ser, aunque no se habría expresado así delante de la madre de Jason. Pero no pensaba andarse con rodeos con el condescendiente y arrogante doctor West.
– A mí me parece una reacción un poco histérica -dijo él, ligeramente enfadado.
– Su madre está de acuerdo en ingresarlo. No tenemos otra alternativa. Debe estar en una unidad vigilada y bajo estrecha supervisión. Es imposible garantizar eso en casa.
– ¿Suele encerrar a todos sus pacientes, doctora Williams?
Ahora era insultante y Maxine empezaba a enfadarse de verdad. ¿Quién se había creído que era?
– Solo cuando existe el peligro de que se hagan daño a sí mismos, doctor West, y no creo que su paciente lo supere si pierde a su hijo. ¿Cómo evaluaría esto?
– Me parece que es mejor que sea yo quien evalúe a mis pacientes -dijo él en tono petulante.
– Por supuesto. Estoy de acuerdo. Y yo le propongo que me deje evaluar a los míos. Jason Wexler es mi paciente, le i rato desde su primer intento de suicidio, y para serle sincera no me gusta nada lo que estoy viendo, o mejor lo que estoy oyendo de usted. Si le apetece consultar mi currículo en internet, hágalo. Y ahora, si me dispensa, debo volver con mi paciente. Gracias por llamar.
Al colgar respiraba con dificultad y, cuando entró en la habitación de Jason, tuvo que ocultar que estaba furiosa. No era problema de ellos que ella y el médico de Helen se odiaran tras tan solo una conversación telefónica. En opinión de Maxine, era el prototipo de idiota pomposo cuya actitud podía costar vidas y que representaba un auténtico peligro al negarse a reconocer la gravedad del estado de Jason. El muchacho necesitaba estar internado en una institución psiquiátrica como Silver Pines. A la mierda el doctor West.
– ¿Todo ha ido bien? -Helen la miró nerviosamente y Maxine esperó que no se le notara lo molesta que estaba. Disimuló su enfado con una sonrisa.
– Muy bien.
A continuación Maxine examinó a Jason y se quedó con él media hora más, explicándole cómo era Silver Pines. El fingió que no le importaba ni le asustaba, pero Maxine sabía que tenía miedo. Debía tenerlo. Aquel era un momento aterrador para él. Primero había estado a punto de morir, y ahora no tenía más remedio que volver a enfrentarse con la vida. Para él, era lo peor de ambos mundos.
Antes de irse tranquilizó a Helen diciéndole que estaría localizable todo el día y toda la noche y también al día siguiente por si necesitaba llamarla. Después de firmar el alta de Jason se marchó del hospital y regresó a casa caminando. Recorrió el breve trayecto de Park Avenue maldiciento al idiota del doctor West. Cuando llegó a casa, Daphne y sus amigas seguían durmiendo, aunque ya era casi mediodía.
Esta vez, Maxine entró en la habitación de su hija y subió las persianas. El sol brillante de la mañana inundó la habitación mientras Maxine llamaba en voz alta a las chicas, para que se despertaran y disfrutaran del precioso día. Se levantaron gimiendo; ninguna de ellas tenía buena cara. Entonces, al bajar de la cama, Daphne vio las botellas de cerveza vacías ordenadas en su armario y la expresión de los ojos de su madre.
– Oh, mierda -dijo bajito, mirando rápidamente a sus amigas. Parecían asustadas.
– Y que lo digas -dijo Maxine fríamente, y miró a las otras chicas-. Gracias por venir, chicas. Vestíos y recoged vuestras cosas. Se acabó la fiesta. En cuanto a ti… -Volvió a mirar a Daphne-. Estás castigada un mes sin salir. Y a cualquiera que vuelva a traer alcohol a esta casa se le prohibirá la entrada. Os habéis burlado de mi hospitalidad y mi confianza. Hablaré contigo más tarde -dijo a Daphne, que parecía aterrada.
En cuanto Maxine salió de la habitación, las niñas se pusieron a susurrar frenéticamente. Se vistieron a toda prisa; lo único que querían era marcharse. Daphne tenía lágrimas en los ojos.
– Os dije que era una idea estúpida -les recriminaba una de las niñas.
– Creía que habías escondido las botellas en el armario -se quejó Daphne.
– Lo hice.
Todas ellas estaban a punto de llorar. Era la primera vez que hacían algo así, aunque sin duda no sería la última. Maxine lo sabía mejor que ellas.
– Debió de registrarlo.
Las niñas se vistieron y se marcharon en menos de diez minutos, y Daphne fue a buscar a su madre. La encontró en la cocina, hablando tranquilamente con Zelda, que miró a Daphne con severo disgusto y no dijo ni una palabra. Maxine era quien debía decidir cómo manejar el asunto.
– Lo siento, mamá -dijo Daphne, y se echó a llorar.
– Yo también. Confiaba en ti, Daff. Siempre lo he hecho. Y no quiero que cambie. Lo que tenemos es muy valioso.
– Lo sé… no pretendía… pensábamos que… yo…
– Estarás un mes castigada. Sin llamadas la primera semana. Y sin vida social durante un mes. No irás sola a ninguna parte. Y sin paga. Es todo. Y que no vuelva a suceder -dijo Maxine severamente.
Daphne asintió en silencio y volvió a su habitación. Las dos mujeres oyeron cómo cerraba la puerta. Maxine estaba segura de que estaría llorando, pero por ahora prefería dejarla sola.
– Y esto es solo el comienzo -se lamentó Zelda, y entonces las dos se echaron a reír.
Para ellas no era el fin del mundo, pero Maxine quería dar un buen susto a su hija para que tardara un tiempo en volver a intentarlo. Trece años eran muy pocos para que diera fiestas y bebiera cerveza a escondidas en su cuarto, así que de momento había dejado las cosas claras.
Daphne se quedó en su habitación toda la tarde, tras entregar el móvil a su madre. El móvil era su salvavidas y desprenderse de él suponía un gran sacrificio.
Maxine recogió a sus dos hijos a las cinco y, cuando Jack llegó a casa, Daphne le contó lo sucedido. El pareció impresionado pero le dijo lo que ella ya sabía, que había sido una estupidez y que no le extrañaba que su madre lo hubiera descubierto. Según Jack, su madre lo sabía todo porque tenía un radar con una especie de visión de rayos X implantado en el cerebro. Formaba parte de las opciones con las que iban equipadas las madres.
Aquella noche los cuatro cenaron en silencio en la cocina y se acostaron temprano, ya que al día siguiente tenían colegio. Maxine estaba profundamente dormida cuando la enfermera de Silver Pines la llamó; eran las doce. Jason Wexler había tratado de suicidarse otra vez aquella noche. Estaba estabilizado y fuera de peligro. Se había quitado el pijama y había intentado ahorcarse con él, pero la enfermera que se encargaba de vigilarlo lo había encontrado a tiempo. Aquello confirmaba a Maxine que lo habían sacado de Lenox Hill justo a tiempo y dio gracias a Dios de que la madre del chico no hubiera escuchado al pomposo e idiota doctor West. Dijo a la enfermera que pasaría a ver a Jason por la tarde, e intentó imaginar cómo se tomaría la noticia la madre. Maxine daba gracias de que Jason estuviera vivo.