Zelda le esperaba con expresión ceñuda. Maxine dejó a Sam con ella, pasó a ver a Jack, que le juró que había hecho los deberes, se fue a su habitación y encendió el televisor. Era una noche agradable y tranquila en casa, tal como le gustaban.
Pensó en lo que le había dicho Daphne: que nunca salía. Era totalmente cierto. Asistía a cenas de vez en cuando, en casa de viejos amigos, o de parejas de su época de casada. Iba a la ópera, al teatro, al ballet, aunque no tan a menudo como debería, y lo sabía. Le parecía demasiado esfuerzo; además, le encantaba quedarse en casa después de un día duro. Iba al cine con los niños, y a cenas de médicos de las que no podía escaparse. Pero sabía perfectamente qué había querido decir Daphne, y tenía razón. Hacía un año que Maxine no salía con un hombre. A veces le preocupaba un poco, sobre todo cuando era consciente del paso del tiempo. Tenía cuarenta y dos años, y desde Blake no había habido ningún hombre en serio en su vida. Salía con alguno de vez en cuando, pero no había conocido a nadie que hiciera sonar las campanas desde hacía años, y tampoco tenía muchas oportunidades de conocer a hombres. O estaba trabajando o con los niños, y la mayoría de los médicos de su entorno estaban casados o buscaban a alguien para engañar a sus esposas, algo que ella no quería y que nunca haría. Los hombres disponibles y atractivos de cuarenta y tantos o cincuenta escaseaban. Los mejores estaban casados o parecían estarlo, y lo único que quedaba eran tipos que tenían «dificultades» o problemas en la intimidad, que eran gays o tenían fobia al compromiso, o que querían salir con mujeres a las que doblaban la edad. Encontrar a un hombre con el que tener una relación no era tan fácil como parecía, y no pensaba perder el sueño por ello. Suponía que algún día sucedería, a la fuerza. Mientras, estaba perfectamente.
Al principio de su ruptura con Blake, dio por supuesto que conocería a alguien, y que quizá se casaría otra vez, pero cada año le parecía menos probable. Blake era el que estaba siempre bajo los focos, el que disfrutaba de una vida social activa, con chicas preciosas. Maxine se quedaba en casa noche tras noche, con sus hijos y la niñera, y no estaba segura de querer otra cosa. Sin duda no cambiaría el tiempo que pasaba con sus hijos por una tórrida cita. Además, ¿qué mal había en ello? Se permitió recordar un instante las noches en brazos de su marido, bailando con él, riendo con él, paseando por la playa con él y haciendo el amor. Le daba un poco de miedo asumir que no volvería a tener relaciones sexuales nunca más, o que nunca más la besarían. Pero si así tenían que ser las cosas, lo aceptaba. Tenía a sus hijos. ¿Qué más necesitaba? Siempre se decía que esto era suficiente.
Todavía estaba sumida en sus pensamientos cuando Sam entró recién bañado, con un pijama limpio y descalzo, los cabellos húmedos y oliendo a champú, y subió a su cama de un salto.
– ¿En qué piensas, mamá? Pareces triste.
Su pregunta la devolvió a la realidad. Le sonrió.
– No estoy triste, corazón. Solo pensaba en cosas.
– ¿Cosas de mayores? -preguntó él interesado, mientras subía el volumen del televisor con el mando.
– Sí, algo así.
– ¿Puedo dormir contigo?
Al menos esta vez no se había inventado a otro gorila. Volvió a sonreír.
– Claro. Me parece muy bien.
Le encantaba que durmiera con ella. Se acurrucaba a su lado y los dos tenían el consuelo que necesitaban. Con el pequeño y tierno Sam en la cama por la noche, acurrucado junto a ella, ¿qué más podía querer? Ninguna cita, romance pasajero o relación podría ser tan enternecedor.
Capítulo 4
La mañana de Acción de Gracias, Maxine pasó a ver a los niños por sus habitaciones. Daphne estaba echada en la cama hablando por el móvil, que le había sido devuelto oficialmente. Todavía estaba castigada y no tenía vida social, pero al menos había recuperado el teléfono. Jack tecleaba algo frente a su ordenador, vestido con camisa azul, pantalones grises y americana, y Maxine le ayudó a anudarse la corbata. Sam todavía iba en pijama y estaba absorto con la televisión, mirando el desfile del Día de Acción de Gracias de Macy's. Zelda se había marchado temprano para pasar el día con una conocida que trabajaba para una familia de Westchester, y prepararía el almuerzo de Acción de Gracias para un puñado de amigas niñeras. Todas estaban hechas de una madera especial; eran mujeres que entregaban su vida a los niños que cuidaban y amaban, y no tenían hijos propios.
Maxine sacó la ropa de Sam y recordó a Daphne que colgara el teléfono y se vistiera. Su hija entró en el baño todavía con el móvil pegado a la oreja y cerró dando un portazo. Maxine entró en su dormitorio para arreglarse. Pensaba ponerse un traje pantalón beis con un jersey de cuello alto de cachemir a juego y zapatos de tacón. Se pasó el jersey por la cabeza y empezó a cepillarse los cabellos.
Al cabo de diez minutos entró Sam, con la camisa mal abrochada, la bragueta abierta y los cabellos en punta, y Maxine sonrió.
– ¿Estoy guapo? -preguntó, seguro de sí mismo, mientras ella se cepillaba el pelo y le decía que se subiera la bragueta.
– ¡Oh! -exclamó él sonriendo. Ella le abrochó bien la camisa y le dijo que fuera a buscar la corbata. El hizo una mueca-. ¿Tengo que ponérmela? Me ahoga.
– Entonces no la anudaremos demasiado fuerte. El abuelo siempre lleva corbata y Jack también se ha puesto una.
– Papá nunca lleva -contraatacó Sam con expresión dolida.
– Sí que se la pone. -Maxine se mantuvo firme. Blake estaba impresionante con traje-. A veces, para salir.
– Ya no.
– Bueno, pues tú te la pondrás en Acción de Gracias. Y no olvides sacar los mocasines del armario.
Sabía que si no se lo recordaba se pondría las zapatillas de deporte para ir a almorzar con los abuelos. Mientras el niño regresaba a su habitación a buscar la corbata y los zapatos, Daphne apareció en el umbral con una minifalda negra, medias negras y tacones altos. Había ido a la habitación de su madre a pedir prestado otro jersey, el rosa, su favorito; en sus orejas brillaban unos diamantes diminutos. Maxine se los había regalado por su decimotercer cumpleaños, cuando le dio permiso para perforarse las orejas. Ahora quería hacerse dos agujeros más. En la escuela «todos» tenían dos agujeros como mínimo. De momento Maxine no había cedido. Su hija estaba preciosa con los cabellos oscuros cayéndole alrededor del rostro. Maxine le dio el jersey rosa justo cuando Sam entraba con sus zapatos y una expresión despistada.
– No encuentro la corbata -dijo, satisfecho.
– La encontrarás. Vuelve y mira otra vez -dijo Maxine firmemente.
– Te odio -murmuró el niño, como era de esperar.
Maxine se puso la chaqueta, los zapatos de tacón y unos pendientes de perlas.
Media hora después estaban todos vestidos, ambos chicos con sus corbatas y el anorak sobre la americana, y Daphne con un abrigo negro corto con un pequeño cuello de piel que Blake le había regalado por su cumpleaños. Estaban impecables, muy dignos y bien vestidos. Recorrieron andando el breve tramo de Park Avenue hasta el piso de sus abuelos. Daphne quería tomar un taxi, pero Maxine dijo que caminar les sentaría bien. Era un día de noviembre soleado y alegre, y los chicos estaban deseando que su padre llegara aquella tarde. Venía de París, y habían quedado en su piso a tiempo para cenar. Maxine había aceptado la invitación para unirse a ellos. Sería agradable ver a Blake.
Cuando entraron en el ascensor, el portero de la finca de los padres de Maxine les deseó un feliz día de Acción de Gracias. La madre de Maxine ya los esperaba en la puerta del piso. Se parecía una barbaridad a su hija, en una versión mayor y ligeramente más gruesa; el padre de Maxine estaba detrás de su esposa, con una amplia sonrisa.
– Vaya, vaya -dijo, afectuoso-, qué grupo tan elegante formáis.
Primero besó a su hija y después estrechó la mano de los chicos, mientras Daphne besaba a su abuela y sonreía a su abuelo, que le dio un gran abrazo.