– Hola, abuelo -dijo la niña cariñosamente, y todos siguieron a los ancianos al salón.
La abuela había dispuesto varios hermosos arreglos florales de otoño, y el piso estaba tan pulcro y elegante como siempre. Todo estaba reluciente y en orden, y los niños se sentaron educadamente en el sofá y los sillones. Sabían que en casa de los abuelos tenían que portarse bien. Eran muy cariñosos, pero no estaban acostumbrados a tener tantos niños en casa a la vez, y menos aún chicos. Sam sacó una baraja de cartas del bolsillo y empezó una partida con su abuelo mientras Maxine y su madre iban a la cocina a ver cómo estaba el pavo. Todo se había preparado meticulosamente: la plata estaba reluciente, los manteles inmaculadamente planchados, el pavo a punto y las verduras se estaban cociendo. Pasar juntos el día de Acción de Gracias era una tradición que les encantaba a todos. Maxine siempre disfrutaba cuando visitaba a sus padres. La habían apoyado toda la vida, y más que nunca después de divorciarse de Blake. Les caía bien, pero creían que había perdido la cabeza a raíz de su gran golpe de suerte con el boom del puntocom. La forma como vivía ahora les resultaba incomprensible. Les preocupaba su influencia sobre los niños, pero les aliviaba comprobar que los sólidos valores y la constante atención de Maxine seguían pesando mucho en ellos. Estaban locos por sus nietos y les gustaba tenerlos en casa e ir de vacaciones con ellos.
El padre de Maxine seguía ocupado con su consulta, daba clases y operaba en casos especiales; estaba enormemente orgulloso de la carrera profesional de su hija. Cuando ella decidió ingresar en la facultad de medicina y seguir sus pasos, le complació muchísimo. Le extrañó un poco que eligiera especializarse en psiquiatría, un mundo que conocía poco, pero le impresionaba la carrera y la reputación que Maxine se había labrado en su campo. Había regalado con gran orgullo muchos ejemplares de los dos libros de su hija.
Su madre echó un vistazo a los boniatos que se cocían en el horno, pinchó otra vez el pavo para asegurarse de que no quedaba seco y miró a Maxine con una amplia sonrisa. Era una mujer tranquila y reservada que estaba satisfecha de llevar una vida en segundo plano, siendo un apoyo para su marido y feliz de ser la esposa de un médico. Nunca había sentido la necesidad de tener una carrera propia. Pertenecía a una generación de mujeres que se contentaba permaneciendo al lado de su marido, criando a los hijos y, siempre que no hubiera necesidades económicas, quedándose en casa en lugar de trabajar. Colaboraba asiduamente en organizaciones de beneficencia y en el hospital donde su marido trabajaba, y le gustaba leer a los invidentes. Se sentía realizada, pero le preocupaba que su hija cargara con demasiadas responsabilidades y trabajara en exceso. Le angustiaba más que a su marido que Blake fuera un padre ausente, aunque su propio esposo tampoco se había implicado mucho en la educación de su hija. Sin embargo, a Marguerite Connors le parecían más comprensibles y respetables las razones de su marido para no hacerlo, por su absorbente consulta, que el obsesivo y totalmente irresponsable afán de diversión de Blake. Nunca había alcanzado a comprender qué hacía ni por qué se comportaba de ese modo; le parecía extraordinario que Maxine fuera tan paciente con él y tan tolerante con su absoluta falta de responsabilidad con los niños. Le apenaba mucho lo que los chicos se estaban perdiendo, y lo que se perdía Maxine. Y le preocupaba que su hija no tuviera a ningún hombre en su vida.
– ¿Cómo estás, cariño? ¿Tan ocupada como siempre? -preguntó Marguerite.
Ella y Maxine hablaban varias veces por semana, pero casi nunca de cuestiones importantes. Si Maxine necesitara hablar, probablemente lo haría con su padre, que tenía una visión más realista del mundo. Su madre había vivido tan protegida durante casi cincuenta años de matrimonio que era poco probable que pudiera serle útil en aspectos prácticos. Además, Maxine no deseaba preocuparla.
– ¿Estás trabajando en algún libro nuevo?
– Todavía no. Mi consulta suele desquiciarse un poco antes de las fiestas. Siempre hay algún tarado que intenta poner en peligro o traumatizar a los chicos, y mis pacientes adolescentes se angustian con las festividades, como todo el mundo. Parece que estos días nos enloquecen un poco a todos -dijo Maxine mientras ayudaba a su madre a llenar un cesto con panecillos recién horneados.
La cena tenía un aspecto delicioso y olía de maravilla.
Aunque tuviera una asistenta durante la semana, su madre era una gran cocinera y se enorgullecía de preparar personalmente las comidas festivas. También se ocupaba siempre de la cena de Navidad, lo que era un enorme alivio para Maxine, que nunca había sido tan buena cocinera como ella; en muchos sentidos era más parecida a su padre. Ella también tenía una visión más realista y práctica del mundo. Era más científica que artística, y como sustento de su familia, tenía los pies más en el suelo. Todavía hoy, su padre seguía extendiendo los cheques y pagando las facturas. Maxine era consciente de que si algo le sucedía a su padre, su madre estaría completamente perdida en el mundo real.
– Para nosotros las fiestas también son una locura -dijo Marguerite mientras sacaba el pavo del horno. Tenía un aspecto magnífico, como si fueran a hacerle una fotografía para una revista-. Todo el mundo se rompe algún hueso durante la temporada de esquí y, en cuanto empieza el frío, la gente resbala en el hielo y se rompe la cadera. -Le había sucedido a ella hacía tres años, y habían tenido que ponerle una prótesis. Se había recuperado muy bien-. Ya sabes lo ocupado que está tu padre en estas fechas.
Maxine sonrió y la ayudó a sacar los boniatos del horno y a dejarlos en la isla del centro de la cocina. La nube de merengue que los cubría tenía un tono parduzco dorado perfecto.
– Papá siempre está ocupado, mamá.
– Como tú -dijo su madre rebosante de orgullo, y fue a buscar a su marido para que trinchara el pavo.
Cuando Maxine la siguió al salón vio que el hombre seguía jugando a las cartas con Sam y que los otros dos niños miraban un partido de fútbol en la televisión. Su padre era un gran amante del deporte, y había sido cirujano ortopédico de los New York Jets durante años. Algunos todavía eran pacientes suyos en la consulta.
– El pavo -anunció Marguerite, mientras su marido se levantaba para trincharlo.
Se disculpó con Sam y miró a su hija con una sonrisa. Se lo estaba pasando estupendamente.
– Creo que hace trampas -comentó el abuelo refiriéndose a su nieto.
– Sin duda -confirmó Maxine, mientras su padre se metía en la cocina para cumplir su cometido.
Diez minutos después el pavo estaba trinchado y el abuelo lo llevaba a la mesa del comedor. Su esposa los llamó a todos para que se sentaran. Maxine disfrutaba enormemente con el ritual familiar, y estaba encantada de que estuvieran todos juntos y de que sus padres gozaran de buena salud. Su madre tenía setenta y ocho años, y su padre setenta y nueve, pero ambos se mantenían en buena forma. Costaba creer que fueran ya tan mayores.
Su madre bendijo la mesa, como hacía cada año, y después su padre les pasó la bandeja del pavo. Había relleno, compota de arándanos, boniatos, arroz salvaje, guisantes, espinacas, puré de castañas y panecillos hechos por su madre. Era un auténtico festín.
– ¡Ñam! -exclamó Sam, mientras amontonaba boniatos con merengue en su plato.
Se sirvió varias cucharadas de compota de arándanos, una considerable porción de relleno, una tajada de pavo y ni una sola verdura. Maxine no le dijo nada y dejó que disfrutara de la comida.
Como siempre que se reunían, la conversación fue animada. Su abuelo les preguntó uno a uno cómo les iba en la escuela, y se interesó especialmente por los partidos de fútbol de Jack. Cuando terminaron de comer estaban tan saciados que apenas podían moverse. El almuerzo había acabado con pasteles de manzana, calabaza y tartaletas de fruta, con helado de vainilla o crema perfectamente batida. Sam se levantó de la mesa con los faldones de la camisa por fuera, el cuello abierto y la corbata torcida. Jack mantenía la compostura, pero también se había quitado la corbata. Solo Daphne parecía una perfecta dama, exactamente igual que cuando habían llegado. Los tres niños volvieron al salón a mirar el partido, mientras Maxine se quedaba tomando café con sus padres.