Fue a dar una vuelta por el parque y por la tarde se quedó en casa; luego se preparó una sopa para cenar.
Sam la llamó antes de salir para acudir al teatro, entusiasmado ante la perspectiva de ir con su padre.
– Diviértete con papá esta noche. Mañana iré con vosotros a patinar -prometió Maxine.
En realidad le apetecía ir, y se encontraba mejor, a pesar de que cada vez que pensaba en los Anderson y en su abrumadora pérdida le dolía el corazón. Estaba pensando en ellos, y comiendo una sopa en la cocina, cuando llegó Zelda.
– ¿Va todo bien? -Zelda la miró con ojos preocupados. La conocía demasiado.
– Sí, todo bien. Gracias, Zelda.
– Pone cara de funeral.
– De hecho, ha muerto una de mis pacientes. Una niña de quince años. Ha sido muy triste.
– Detesto lo que hace -dijo Zelda con vehemencia-. Me deprime. No sé cómo lo consigue. ¿Por qué no puede hacer algo alegre, como atender partos?
Maxine sonrió.
– Me gusta ser psiquiatra, y a veces hasta consigo que sigan con vida.
– Eso está bien -concedió Zelda, y se sentó con ella a la mesa de la cocina. Sentía que Maxine necesitaba compañía, y no se equivocaba. Tenía mucho instinto para saber cuándo debía hablar con ella y cuándo dejarla sola-. ¿Cómo les va a los niños con su padre?
– Muy bien. Los ha llevado a dar una vuelta en helicóptero, de compras, a almorzar y a cenar, y esta noche van a un estreno en el teatro.
– Parece Santa Claus en vez de un padre -comentó Zelda sabiamente, y Maxine asintió mientras terminaba la sopa.
– Tiene que compensarlos por todas las veces que no está -dijo con ecuanimidad.
No era una crítica, era un hecho.
– Eso no se puede compensar con un paseo en helicóptero -sentenció Zelda con sensatez.
– Lo hace lo mejor que sabe. Es incapaz de estarse quieto, por nadie. Ya era así incluso antes de ganar tanto dinero. Únicamente empeoró cuando tuvo los medios para darse caprichos. Siempre ha habido hombres como él en el mundo. En la antigüedad, se hacían capitanes, aventureros, exploradores. Probablemente, Cristóbal Colón dejó un puñado de hijos en casa. Algunos hombres sencillamente no están hechos para ser maridos y padres normales.
– Mi padre también era un poco así -reconoció Zelda-. Abandonó a mi madre cuando yo tenía tres años. Se apuntó a la marina mercante y desapareció. Años después, mi madre se enteró de que tenía otra esposa y cuatro hijos en San Francisco. Nunca se tomó la molestia de divorciarse de ella, o de escribirle. Simplemente se marchó y nos dejó a mi madre, a mi hermano y a mí.
– ¿Volviste a verle alguna vez? -preguntó Maxine con interés.
Zelda no le había contado nunca esta parte de su vida. Era bastante reservada con su intimidad, y respetuosa con la de los demás.
– No, murió antes de que pudiera hacerlo. Quería ir a California y conocerle. Mi hermano lo hizo. No quedó muy impresionado. Mi madre murió con el corazón roto. Bebió hasta matarse; yo tenía quince años. Fui a vivir con mi tía, y ella murió cuando yo tenía dieciocho. Desde entonces soy niñera.
Aquello explicaba que hubiera encontrado su lugar trabajando con familias. Le ofrecían la estabilidad y el amor que nunca había tenido cuando era niña. Maxine sabía que su hermano había muerto en un accidente de moto hacía años. Zelda estaba prácticamente sola, exceptuando a la familia para la que trabajaba y las demás niñeras con las que había hecho amistad con los años.
– ¿Llegaste a conocer a tus hermanastros? -preguntó Maxine amablemente.
– No, tenía la sensación de que eran responsables de la muerte de mi madre. Nunca quise conocerlos.
Maxine sabía que antes había trabajado nueve años para otra familia, hasta que los niños se marcharon a la universidad. Se preguntaba si Zelda lamentaba no tener sus propios hijos, pero no quería preguntárselo.
Se quedaron charlando en la cocina mientras Maxine cenaba y después cada una se fue a su habitación. Zelda salía muy pocas veces por la noche, ni siquiera en sus días libres. Y Maxine también era bastante casera. Aquella noche se acostó temprano, pensando todavía en la paciente que había perdido aquella mañana y en la angustia que estarían sufriendo sus padres. Era un alivio quitárselo de la cabeza y dormir.
Al despertar al día siguiente se sentía mejor, aunque todavía estaba un poco baja de ánimo. Se encontró con Blake y los niños en el Rockefeller Center y estuvo patinando con ellos. Después tomaron un chocolate caliente en el restaurante de la pista de patinaje y a continuación volvieron al piso de Blake. Los niños fueron directamente a la sala de proyección a ver una película antes de cenar; parecían muy cómodos con su padre. Siempre se readaptaban con rapidez cuando él aparecía. Daphne había invitado a dos amigas. Le encantaba enseñar el lujoso ático y a su atractivo padre.
Maxine y Blake charlaron tranquilamente un rato y después fueron a ver la película con los niños. Ni siquiera se había estrenado todavía. Pero Blake tenía amistades por todas partes y disfrutaba de privilegios que pocos tenían. Ahora se lo tomaba como algo normal. Le dijo a Maxine que de Nueva York se iría a Londres. Había quedado con unos conocidos suyos para ir a un concierto de rock. También era amigo de los cantantes. A veces a Maxine le parecía que conocía a todo el mundo. Varias veces había presentado a sus hijos a actores y estrellas de rock muy famosos, y allí adónde iba le invitaban entre bastidores.
Cuando acabó la película, Blake los reunió a todos para salir a cenar. Había reservado en un restaurante nuevo de sushi que había abierto hacía solo unas semanas, y era el local de moda en la ciudad. Maxine no había oído hablar de él, pero Daphne lo sabía todo acerca de ese local. Cuando llegaron les dieron tratamiento de VIP. Cruzaron el restaurante principal, y les instalaron en un comedor privado. Fue una cena excelente, en la que se lo pasaron todos bien. Después acompañaron a Maxine a casa y Blake se fue con los niños a su piso.
Los llevaría a casa de Maxine al día siguiente a las cinco, antes de marcharse. Como siempre que estaba sola, Maxine dedicó el día a trabajar. Estaba frente al ordenador, trabajando en un artículo, cuando llegaron los niños. Blake no subió, porque se iba directamente al aeropuerto, pero los chicos rebosaban entusiasmo cuando entraron en casa. Sam estaba particularmente contento de verla.
– En Año Nuevo nos llevará a Aspen -anunció-, y ha dicho que podemos llevar cada uno a un amigo. ¿Puedo llevarte a ti, mamá?
Maxine sonrió.
– No lo creo, cariño. Papá querrá llevar a alguna amiga, y sería un poco raro.
– Dice que ahora no tiene ninguna -replicó Sam con sentido práctico, decepcionado de que su madre rechazara su oferta.
– Pero para entonces puede que la tenga.
Blake nunca tardaba demasiado en encontrar una nueva. Las mujeres caían en sus manos como la fruta madura.
– ¿Y si no la tiene? -insistió Sam.
– Ya hablaremos.
A Maxine le gustaba cenar con Blake cuando estaba en la ciudad, y patinar con él y los niños. Pero ir de vacaciones con su ex marido era pasar más tiempo con Blake de lo que le apetecía, y sin duda también más de lo que quería él. Cuando les prestaba el velero cada año, para las vacaciones de verano, él no iba con ellos. Aunque era su tiempo para estar con los niños. Aun así, era enternecedor que Sam la invitara.
Le contaron todo lo que habían hecho y visto con su padre los últimos días; los tres estaban muy animados. No se les veía tan tristes como otras veces cuando él se marchaba, porque sabían que le verían al cabo de un mes en Aspen. Maxine se alegraba de que hubieran hecho planes y esperaba que no se quedaran muy decepcionados si a él se le presentaba algo mejor, o se distraía con otra cosa. A los niños les encantaba ir a Aspen con él, o a cualquier parte. Blake convertía todo lo que hacía en una aventura y diversión para ellos.