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En cierto momento, Maxine llegó a pensar en abandonar su trabajo y habló con su padre sobre ello. Pero, al final, su conclusión fue que no tenía sentido. ¿Qué haría entonces? ¿Viajar con él de una casa a otra, vivir en hoteles en las ciudades donde no tenían residencia fija o acompañarle en las fabulosas vacaciones que hacía él, en safaris en África, en ascensiones a las montañas del Himalaya, financiando excavaciones arqueológicas o regatas? No había nada que Blake no pudiera realizar, y menos aún que le diera miedo intentar. Tenía que hacer, probar y tenerlo todo. Maxine no se imaginaba arrastrando a dos críos por la mayoría de los lugares a los que iba él, así que normalmente ella se quedaba en casa, en Nueva York, y nunca se decidió a renunciar a su trabajo. Cada chico suicida que veía, cada niño traumatizado, la convencía de que lo que ella hacía era necesario. Había ganado dos prestigiosos premios por sus proyectos de investigación, aunque a veces se sentía al borde de un ataque de nervios intentando quedar con su marido en Venecia, Cerdeña o Saint-Moritz, donde él frecuentaba a la jet set, yendo a la guardería a recoger a sus hijos en Nueva York o trabajando en proyectos de investigación psiquiátrica y dando conferencias. Llevaba tres vidas a la vez. Al final, Blake dejó de suplicarle que lo acompañara y se resignó a viajar solo. Ya no podía permanecer quieto, el mundo estaba a sus pies y no era lo bastante grande. Se convirtió en un marido y padre ausente casi de la noche a la mañana, mientras Maxine intentaba contribuir a mejorar la situación de adolescentes y niños suicidas y traumatizados y cuidar a los suyos. Su realidad y la de Blake no podían estar más separadas. Por mucho que se quisieran, al final el único puente que quedaba entre ellos eran sus hijos.

Durante los siguientes cinco años vivieron vidas separadas, encontrándose brevemente por todo el mundo, cuando y donde convenía a Blake, y entonces Maxine se quedó embarazada de Sam. Fue un accidente que sucedió cuando estaban pasando un fin de semana en Hong Kong, justo después de que Blake volviera de hacer trekking con unos amigos en Nepal. Maxine acababa de conseguir otra beca de investigación sobre jóvenes anoréxicas. Descubrió que estaba embarazada y, a diferencia de las otras dos veces, no se entusiasmó. Era una cosa más con la que hacer malabarismos, un niño más al que criar sola, una pieza más del rompecabezas que ya era demasiado complicado y grande. En cambio, Blake estaba loco de contento. Dijo que quería tener media docena de hijos, lo que para Maxine carecía de toda lógica. Apenas veía a los que ya tenía. Jack tenía seis años y Daphne siete cuando Sam nació. Tras perderse el parto, Blake llegó al día siguiente, con un estuche de la joyería Harry Winston en la mano. Regaló a Maxine un anillo con una esmeralda de treinta quilates; era espectacular, pero no lo que ella quería. Habría preferido pasar tiempo con él. Echaba de menos su primera época en California, cuando los dos trabajaban y eran felices, antes de que ganara la lotería puntocom que había cambiado radicalmente sus vidas.

Y cuando ocho meses después Sam se cayó del cambiador, se rompió el brazo y se golpeó la cabeza, ni siquiera pudo localizar a su padre hasta dos días más tarde. Cuando finalmente lo encontró, ya no estaba en Cabo, sino camino de Venecia, buscando palazzos en venta, para darle una sorpresa. Para entonces, Maxine estaba harta de sorpresas, casas, decoradores y más casas que nunca podrían habitar. Para Blake siempre había gente a la que conocer, lugares nuevos adonde ir, empresas nuevas que adquirir o en las que invertir, casas que quería construir o tener, aventuras en las que embarcarse. Sus vidas ya estaban desconectadas por completo, hasta el punto de que cuando Blake regresó después de que ella le explicara el accidente de Sam, Maxine se echó a llorar al verlo y dijo que quería el divorcio. Era demasiado. Sollozó en sus brazos y dijo que simplemente ya no podía más.

– ¿Por qué no lo dejas? -propuso él tan tranquilo-. Trabajas demasiado. Dedícate a mí y a los niños. ¿Por qué no contratamos más servicio y así puedes viajar conmigo?

Al principio no se tomó en serio su petición de divorcio. Se amaban. ¿Para qué iban a divorciarse?

– Si hiciera eso -dijo ella con tristeza, apretada contra su pecho-, no vería nunca a mis hijos, como tú ahora. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en casa más de dos semanas?

El se lo pensó y se quedó atónito. Maxine había dado en el clavo, aunque a él le avergonzara reconocerlo.

– Caramba, Max, no sé. Nunca lo había pensado.

– Ya lo sé. -Lloró más fuerte y se sonó la nariz-. Ya no sé nunca dónde estás. No pude localizarte cuando Sam se hizo daño. ¿Y si hubiera muerto? ¿O si hubiera muerto yo? Ni te habrías enterado.

– Lo siento, cariño, intentaré mantenerme siempre en contacto. Creía que lo tenías todo controlado. -Estaba encantado de dejárselo todo a ella mientras él jugaba.

– Lo tengo. Pero estoy cansada de hacerlo sola. En lugar de decirme que deje de trabajar, ¿por qué no dejas de viajar y te quedas en casa? -No tenía mucha esperanza, pero lo intentó.

– Tenemos tantas casas estupendas y hay tantas cosas que quiero hacer…

Acababa de financiar una obra en Londres, de un dramaturgo joven al que hacía dos años que patrocinaba. Le encantaba ser un mecenas de las artes, mucho más de lo que le gustaba quedarse en casa. Amaba a su esposa y adoraba a sus hijos, pero le aburría vivir todo el año en Nueva York. Maxine había aguantado durante ocho años los constantes cambios en su vida, y ya no podía más. Quería estabilidad, regularidad y la clase de vida convencional que Blake aborrecía ahora. Definía el concepto de «espíritu libre» de formas que Maxine nunca se habría planteado. Y como de todos modos nunca estaba en casa y casi siempre resultaba imposible localizarle, pensó que estaría mejor sola. Cada vez le costaba más engañarse creyendo que tenía marido y que podía contar con él para algo. Al final se dio cuenta de que no podía. Blake la amaba, pero el noventa y cinco por ciento del tiempo estaba fuera. Tenía su propia vida, intereses y objetivos que prácticamente ya no la incluían a ella.

Así que con lágrimas y aflicción, pero con el máximo respeto, ella y Blake se habían divorciado hacía cinco años. El le dejó el piso de Nueva York y la casa de Southampton, y le habría cedido más casas de haberlo querido ella, pero no quiso. También le había ofrecido un acuerdo económico que habría asombrado a cualquiera. Se sentía culpable por haber sido un marido y un padre ausente los últimos años, pero debía admitir que el arreglo le convenía. No le gustaba reconocerlo, pero, confinado a la vida que Maxine llevaba en Nueva York, se sentía como en una camisa de fuerza dentro de una caja de cerillas.

Ella rechazó el acuerdo económico y solo aceptó la pensión para los hijos. Maxine ganaba más que suficiente en su consulta para mantenerse y no necesitaba nada de él. En su opinión, el golpe de suerte había sido de Blake, no de ella. Ninguna de sus amistades podía creer que en su posición hubiera sido tan justa. No existía ningún contrato prematrimonial que protegiera los bienes de él, ya que no tenía ninguno cuando se conocieron. Ella no quiso quedarse nada de su marido, le amaba, quería lo mejor para él y le deseó suerte. Todo esto había contribuido a que al final él la apreciara más que nunca, y por ello habían seguido siendo amigos. Maxine siempre decía que Blake era como tener un hermano descarriado y, tras el impacto inicial de ver que salía con chicas que tenían la mitad de sus años, o de los de ella, se lo había tomado con filosofía. Su única preocupación era que fuera bueno con sus hijos.