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Maxine estaba encantada de ver que Charles empezaba a pasarlo bien con los niños. Había costado, y ellos no se lo habían puesto fácil, excepto Sam, que se llevaba bien con cualquiera y le encontraba simpático. Opinaba que Daphne estaba siendo mala con Charles y así se lo dijo.

– Eso crees, ¿eh? -contestó Charles, riendo.

Estaba de muy buen humor desde que habían embarcado. A pesar de su reticencia inicial, reconoció que eran las mejores vacaciones de su vida. Maxine no le había visto nunca tan relajado.

Blake les llamó el segundo día de travesía. Solo quería asegurarse de que todo iba bien; después le dijo a Maxine que saludara de su parte a Charles. Ella le transmitió el mensaje, pero los ojos de Charles se nublaron de nuevo.

– ¿Por qué no te lo tomas con más calma? -insinuó.

Charles asintió y no dijo nada. Por mucho que ella intentara tranquilizarlo, seguía sintiendo unos celos terribles de Blake. Maxine lo entendía, pero le parecía una tontería. Estaba enamorada de Charles, no de Blake.

Hablaron de la boda, y Maxine recibió algunos correos electrónicos del restaurador y de la persona encargada de la organización. Todo iba según lo previsto.

Se bañaron en hermosas cuevas en Córcega y se tumbaron en playas de arena blanca. Después fueron a Cerdeña, que era más animada, y había otros grandes yates anclados. Maxine y Charles bajaron a cenar a tierra, y al día siguiente se marcharon a Capri. Allí los niños siempre lo pasaban bien. Pasearon en un carruaje de caballos y fueron de compras. Charles le regaló a Maxine un brazalete de turquesas precioso que a ella le encantó. De vuelta en el barco le repitió lo mucho que estaba disfrutando de aquel viaje. Ambos parecían felices y relajados. Blake les había hecho un gran regalo prestándoles el barco. Los niños empezaban por fin a estar a gusto con Charles y ya no se quejaban tanto de él, aunque Daphne todavía lo consideraba un estirado. En comparación con su padre, todo el mundo lo era. Charles era un hombre maduro de pies a cabeza. Aun así lo pasaba bien, contaba chistes y una noche bailó en cubierta con Maxine, al son de una música maravillosa que puso la tripulación.

– ¿No te molesta estar en el velero de Blake con otro hombre? -preguntó Charles.

– En absoluto -respondió ella-. El ha estado a bordo con la mitad de las mujeres del planeta. Lo mío con Blake se acabó hace mucho tiempo. No me casaría contigo de no ser así.

Charles lo creía, pero tenía la sensación de que dondequiera que fuera, Blake miraba por encima de su hombro. Había fotografías de él por todas partes, algunas de Maxine, y muchas de los niños. Todas ellas en preciosos marcos de plata.

Las semanas pasaron volando; de repente, era la última noche. Habían echado el ancla en Saint-Jean-Cap-Ferrat y al día siguiente irían a Montecarlo, donde tomarían un avión de regreso a casa. Era una noche magnífica, con un luminoso claro de luna. Los niños estaban viendo una película, y ella y Charles estaban en cubierta, hablando en voz baja.

– Qué pena volver a casa -lamentó Maxine-. Marcharse del velero es siempre como ser expulsado del Jardín del Edén. El regreso a la realidad es como una ducha de agua fría. -Se echó a reír, y él estuvo de acuerdo-. Las próximas semanas serán una locura, hasta la boda -comentó ella.

Pero Charles no parecía preocupado ni inquieto.

– Me lo imagino. Pero si se pone feo, iré a esconderme a alguna parte.

Maxine había pensado trabajar un par de semanas, ya que tenía mucho que hacer en la consulta y muchos pacientes a los que visitar antes de tomarse parte del mes de agosto libre, para la boda y la luna de miel. Thelma la sustituiría en la consulta, como siempre.

Cuando llegaran a casa faltarían cuatro semanas para el gran día. Lo estaba deseando. Maxine y los niños se instalarían en la casa de Southampton el primero de agosto, y Charles también. Lo mismo que Zellie y su bebé. Maxine esperaba que no fuera problemático. Para Charles sería una fuerte dosis de realidad, pero él le dijo que se sentía preparado. Estaban los dos muy animados con la perspectiva de la boda. Los padres de Maxine también pasarían con ellos el fin de semana, así Charles tendría a alguien con quien hablar y Maxine podría ocuparse de los últimos detalles. De todos modos, la última noche, antes de la ceremonia y después de la fiesta, Charles no la pasaría con ellos. Maxine había pedido que reservara una habitación en un hotel, para no verle durante la mañana de la boda. Era supersticiosa con esto, aunque él dijera que era una tontería. Pero estaba dispuesto a darle ese gusto por una noche.

– Puede que sea la única noche que logre dormir como es debido, con tanta gente en la casa.

Era un grito de añoranza de su casa de Vermont. Maxine nunca quería ir porque no podían llevarse a los niños. En cambio en la antigua y laberíntica casa de los Hamptons cabían todos y aún quedaba sitio para invitados.

A la mañana siguiente, temprano, el capitán entró el velero en el puerto de Montecarlo. Ya habían amarrado cuando se despertaron. Desayunaron por última vez a bordo, antes de que la tripulación los acompañara al aeropuerto en coche. Antes de marcharse, Maxine se quedó un momento contemplando el hermoso velero desde el puerto.

– Te encanta, ¿verdad? -preguntó Charles.

– Sí -dijo Maxine, con voz queda-. Me da siempre mucha pena marcharme. -Le miró-. Lo he pasado muy bien contigo, Charles.

Se inclinó para besarlo, y él le devolvió el beso.

– Yo también -dijo él.

Le rodeó la cintura con un brazo y juntos se alejaron del Dulces sueños y subieron al coche. Al final habían sido unas vacaciones perfectas.

Capítulo 22

Los siguientes diez días en la consulta fueron una locura para Maxine. Cuando se marchara en agosto, estaría fuera casi un mes, pero la mayoría de sus pacientes estarían ausentes también. Muchos de ellos se iban de vacaciones de verano con sus padres. De todos modos, algunos de ellos tenían cuadros más agudos y debía verlos antes de derivarlos a Thelma; Maxine quería ponerla al día.

Las dos mujeres almorzaron juntas inmediatamente después de que Maxine volviera del crucero, y Thelma le preguntó por Charles. Le había visto un par de veces, pero no le conocía demasiado y le parecía muy reservado. También había conocido a Blake y opinaba que ambos eran totalmente diferentes.

– Está claro que no te sientes atraída por un solo tipo de hombre -comentó Thelma en broma-, y no sé cuál de los dos pesa más.

– Probablemente Charles. Somos más parecidos. Blake fue un error de juventud -dijo Maxine, sin pensar. Después lo consideró mejor-. No, no es verdad, no es justo. Cuando éramos jóvenes nos llevábamos bien. Yo maduré y él no, y a partir de entonces todo se fue al traste.

– No todo. Tenéis tres hijos maravillosos.

Thelma tenía dos y eran un encanto. Su marido era chino, de Hong Kong, y los niños tenían una preciosa piel de color caramelo y unos grandes ojos ligeramente asiáticos. Tenían lo mejor de cada uno de sus progenitores. La hija era una modelo adolescente, y Thelma siempre decía que su hijo era un rompecorazones en la escuela. Siguiendo los pasos de su madre, iría a Harvard en otoño y después a la facultad de medicina. Su marido también era médico, cardiólogo y jefe del departamento en la Universidad de Nueva York, y su matrimonio iba bien. Maxine estaba deseando que un día salieran a cenar los cuatro, pero no había forma de coincidir. Estaban todos demasiado ocupados.

– Charles me parece muy serio -comentó Thelma.

Maxine estaba de acuerdo.

– Lo es, pero también tiene una faceta tierna. Se porta de maravilla con Sam.

– ¿Y con los demás?

– Lo intenta. -Maxine sonrió-. Daphne es difícil.