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– ¿No vas a decirme quién es Viola?

– ¿Quién es Viola? -pregunta a su vez.

– ¿Quién es Viola? -respondo.

– Ah, la que me vendió el perro -y señala el cachorro acurrucado junto a nosotros mirándonos desde abajo, con unos ojos que estoy empezando a amar seriamente.

– Ah, entiendo… ¿y era tan importante que guardaras su número en la agenda del teléfono?

Él alza los hombros y dice:

– Está bien, ¿qué importancia tiene?

Me pongo de pie y reacciono violentamente:

– ¿Qué carajo quiere decir qué importancia tiene? ¡Claro que tiene importancia! ¡Mierda que la tiene!

Alza otra vez los hombros y esta vez su mirada cambió:

– Bué, nos encontramos en el bar alguna vez, comimos un sándwich juntos… nada más.

– ¡Y faltaría más! ¿Nada más? ¿Y qué más hubieras querido? Un sándwich es más que suficiente, ¿no? Incluso no veo qué necesidad había de compartirlo con ella -lo miro directo a los ojos, siento que los míos se salen de las órbitas.

Lo miro y lo imagino mientras me mira, consigo entrar en sus pensamientos y oír las palabras que le repiten que me deje, que me abandone. En este momento está pensando en que le estoy haciendo la vida más difícil, y por lo que a mí respecta es lo último que quisiera hacer. Pero ahora sólo quiero analizar, entender, apropiarme de toda esa seguridad que me falta. Lo sé, lo sé, de un momento a otro cerrará la puerta de un golpe y no volverá a entrar aquí, me dejará sangrante y pálida sobre este piso, desapareceré poco a poco, sin molestar a nadie. Pero ahora él debe tomarme las manos y tranquilizarme.

Él, por como es, no da marcha atrás a la hora de discutir. Tiende a razonar, a hacerme razonar, pero no lo logra. No sería capaz de decirme: “OK, me rompiste las pelotas, ahora me voy”; él no es de decir esas cosas. Está allí conmigo y me mira y a veces me sonríe, sin rencor. Detesto su bondad, su tolerancia. Me hace sentir tan indigna, tan miserable, tan pobre. Yo, que siempre tiendo a esconderme, a ocultarme, a hundir la cara en la almohada, a huir de los problemas. Yo, decía, no soy capaz de estar tan presente, tan empática.

Después toma mis manos y me susurra:

– Yo te amo sólo a ti.

Y yo no le creo. Nada de nada.

No me pregunten por qué, no me lo digan, olvídenlo. Yo no le creo.

Luego él me habla de libertad, me dice que le falta. Me dice que le estoy arrancando las alas por la fuerza. Qué ingenua, pensaba que yo misma era su libertad, que yo misma era sus alas y que conmigo hubiese podido ir adonde hubiese deseado, que subido a mi espalda habríamos ido hasta las nubes, atravesando temporales, viendo las casas desde lo alto y burlándonos de esos hombres estúpidos e impotentes que andan cojeando por la calle y se arrastran como si fueran bolsas de papas.

Él me dice que tiene el derecho de ver a quien quiera, dice que por eso su amor no va a disminuir, dice solamente:

– Debes confiar en mí.

Pero yo, por mi parte, tengo el derecho de morir, de destruirme, de sentir cómo se deshace mi vientre, de enloquecer y de ver a mis fantasmas, de convertirme en su marioneta.

Tengo el derecho de ceder al instinto. Tengo el derecho de llorar y de estar bien mientras lo hago. También tendré el derecho de pensar que, si se siente ahogado, ya no soy esa ola delicada y fluctuante que lo enternecía y lo deshacía. Significa que ahora soy un temporal y él está solo y no posee nada donde poderse reparar.

Excepto Viola y su normalidad.

31

Por qué te agitas tanto, bella libélula, con las puntas de tus alas rojas? Inmóvil en aquella pared blanca con tu cuerpo negro pareces una palabra en una página mal escrita. ¿Por qué mueves las alas cuando respiras? Es como si anidase en ti el odio, el rencor, la rabia. Te has detenido a pocos centímetros de su foto… ah, no, libélula, eso no se hace. Voy hacia ti y tomo su foto y me la llevo al pecho y tú me miras desilusionada y en lágrimas, mientras yo también te miro con odio, rencor y rabia. ¿Estás enloqueciendo ahora? Veo que tu vuelo se hace inconstante e impreciso, veo que estás perdiendo altura. ¿Y si te muestro su foto desde lejos qué harás, me lo agradecerás?

No voy a matarte, quédate tranquila. Quiero ver cómo te mueres poco a poco.

Sé que no debo dejarte ese feo mensaje debajo de la puerta, pero qué quieres que haga, está escrito en mi sangre que debo destruir todo lo que me quiere destruir a mí.

No digas nada, que no sabes nada. No sabes qué es el abandono, qué es el luto del amor. ¿No entiendes que cada vez que hundes tus ojazos verdes dentro de los suyos me estás arrancando un pedazo de vida, de aire? Si me quitas el aliento él ya no podrá amarlo, no podrá sentirlo.

Mi madre, la misma madre a la que ahora le estoy hablando, me decía que las libélulas deben ser asesinadas y olvidadas. Pero yo quiero verte sufrir un poco, quiero jugar con tu vida y mantenerte suspendida sobre este hilo finísimo como una Parca sádica.

Te cuento que aquella vez que fuimos al río y era un día estupendo las piedras brillaban y la vegetación no daba ningún signo de muerte o de descomposición. Todo era grande, maravilloso, fuerte.

Yo siempre estuve habituada a nadar en el mar, a chocar contra las olas, a sentir ese miedo excitante que me invadía cuando el azul era tan oscuro y profundo que no conseguía ver nada. Siempre me confronté con espacios infinitos, con horizontes inciertos. Me gustaba, pero no lo amaba. Mi corazón deseaba nadar dentro de algo que fuese visible, claro, que tuviese contornos precisos, que yo pudiese ver, de los que poderme sujetar.

De modo que cuando él me propuso ir al río di un salto de alegría y lo abracé y le susurré al oído:

– Que no se te ocurra recular, hoy quiero saber cómo es hacer el amor en el río.

Y él reculó y con aire desafiante dijo:

– Veremos.

Y efectivamente el amor fue bello, alegre, juguetón, con mil salpicaduras de agua provocadas por nuestros cuerpos calientes. Y yo me sentía una sirena con su tritón, rey y reina de las aguas, de ese lugar solitario, de esa belleza.

O bien puedo contarte de aquella vez que estaba en un hotel, en un lugar lejano de Sudamérica, y esa vez yo me sentía mal y temblaba de frío. Pero mi cuerpo estaba bien y las pulsaciones eran regulares. Y él, sin decirme nada, me abrazó y me habló despacio, y entonces poco a poco las lágrimas se fueron deshaciendo sobre mi piel y se retiraron ante mi sonrisa. Y me dijo que esa noche hubiera podido olvidar quién era yo, qué era para la gente allí afuera. Me susurró que esa noche yo era la mujer que él amaba y nada más, que el resto era una broma estúpida.

Podría decirte que de él adoro todo, y no te mentiría.

¿Me explicas por qué mierda tienes las puntas de las alas rojas? ¿Creías que ibas a pasar inadvertida, querías darte un tono, parecer seductora?

Cuando las llaves tintinean detrás de la puerta ella entiende que es el momento de irse. La suya, pienso, es sólo una advertencia.

32

En el corredor de nuestra casa hay una mancha gigantesca, justo delante de mi cuartito. Yo creía que era el perfil de Hitchcock. Cada vez que pasaba delante de ella, por la noche, corría con los ojos cerrados y después me deslizaba debajo de sus sábanas, temblando de miedo. Mejor dicho, antes te miraba dormir. Me quedaba de pie delante de la cama y te miraba durante minutos, moviendo la cabeza como hacen los gatitos idiotizados por la curiosidad. Me venían lágrimas a los ojos porque me inspirabas ternura, acostada como estabas, como una niña, con los párpados serenos e ignorantes. Después Hitchcock volvía a imponer su sombra sobre mis ojos y yo volvía a caer en la oscuridad y en la desesperación, en la certidumbre de estar sola. Y después buscaba tu calor.

Una noche, mientras corría con los ojos cerrados, no advertí que la puerta de su habitación estaba cerrada. Corría como un caballo salvaje, inconsciente de todo, salvo la noche y sus sombras. Así terminé chocando contra el picaporte, me golpeé el ojo con una violencia que nunca había experimentado antes, pero hice de cuenta que no había pasado nada para no preocuparlos. Me deslicé como siempre en su cama y me dormí, dolorida. A la mañana siguiente la sangre estaba seca y oscura en mis mejillas. Mientras me limpiabas la cara, preocupada por lo que me había pasado, yo me miré intensamente en el espejo, y la que veía adentro era una figura divina, santa. Una niña que sangraba, una niña que se apagaba la sed con sus propios mocos.