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– No veo la hora en que todo este lío se aplaque -decía-, quiero volver a tenerte sólo para mí. No te ilusiones, se olvidarán pronto de ti.

No, Claudio, no me ilusiono. Espero profundamente que se olviden de mí, espero que nadie me recuerde. Tienes que olvidarme.

Claudio entró dentro de mí y comenzó a moverse. Yo sentía el vientre inflado y percibía su sexo como algo desconocido. Giré la cabeza hacia el lado opuesto mientras sentía el roce de su abdomen contra mi pubis.

Con mis pezones erectos me hubiera gustado torturarlo.

Después de cinco o seis golpes él, por lo general, comenzaba a transpirar y el sudor le corría por la frente. Cuando estaba encima de mí las gotas resbalaban por su cara y llegaban a mi boca y yo las lamía cansinamente: eran muy saladas y amargas, tenían un vago sabor a esperma.

Esa noche no llegó a transpirar porque al tercer golpe lo detuve y le dije:

– Estoy enamorada de otra persona, no puedo.

Él se alejó de mí sin decir nada y yo me di vuelta, dándole la espalda. Delante de mí había un espejo enorme empotrado en un armario antiguo, me miré durante un instante que pareció una eternidad. Me observé y volví a ver la misma mirada perdida y pasiva que me ha acompañado, alternativamente, durante toda la vida.

– No estás enamorada de otro, estás enamorada de tu éxito y crees que yo soy un pobre fracasado que no puede satisfacer plenamente tus caprichos -susurró un minuto después.

– Ya basta -susurré yo, cansada de oírle decir que el éxito me había cambiado. Lo único que había cambiado era la visión que él tenía de mí, yo lo percibía hostil y él me consideraba como algo que ya no era suyo, sino de todos. Y yo estaba empezando a detestarlo. No a odiarlo: a detestarlo.

– Es ese escritor que viste en aquella fiesta, ¿no es cierto?

– Si te gusta pensar eso, piénsalo -le respondí, indiferente-. Como soy una estúpida y siempre te cuento todo… Pero verás que ahora todo cambiará -siempre dándole la espalda, con un volumen de voz muy bajo.

Lo oí llorar pero cerré los ojos, desinteresándome de su victimización.

Lloró sólo un poco, pronto comprendió que no bastaba para que yo me ablandara. Sus lágrimas aparecían cuando necesitaba que alguien lo comprendiera. Hubiera querido que se volviera negro para mis puños y blanco para mis no caricias. Me hubiera gustado torturarlo con mis pezones erectos.

Las sábanas crujieron un poco y antes que llegara a comprender qué estaba haciendo oí un estertor proveniente de su boca. Miré el espejo que estaba frente a mí, que dibujaba su imagen a mis espaldas, y vi con bastante claridad la sábana un poco levantada y la mano con que se aferraba el sexo. Se estaba masturbando a mi lado, para gozar, y tal vez también para vengarse.

Yo lo sentía tocarse y cerré los ojos tratando de dormir y no sentir más nada.

Me hubiera gustado torturarlo con mis pezones erectos.

Se puso de pie y fue al baño, de donde provino un último, interminable estertor de placer.

A la mañana siguiente desayunamos en silencio. No volví a verlo.

En cierto sentido me sentí una huérfana, aun teniendo a mis padres: uno natural, por el que nunca pude experimentar sentimiento alguno, ni rencor ni rabia ni amor: y uno al que me había impuesto amar y a quien le había impuesto que me amara.

Me hubiera gustado torturarlo con mis pezones erectos.

13

Estoy sentada delante de la computadora, él, en la cocina, lava los platos mientras silba. Me gusta el ruido mientras escribo, me gusta el estruendo. Después pone un CD y yo, mientras escribo, vuelvo a encontrarme moviendo las caderas haciendo oscilar la silla con rueditas. Todavía no hay cortinas y las ventanas son altas, típicas de los edificios del siglo XVIII. Todos pueden vernos, pero estamos contentos de que alguien pueda vernos mientras hacemos el amor; tal vez es algo típico en quienes están enamorados: mostrarles a todos cuánto se aman. Comienzo a andar por el corredor, toco las paredes con la punta de los dedos, voy al living y acaricio el bonsai poniéndome en puntas de pie. Él está de espaldas, lo abrazo por detrás y le apoyo mi pubis. Lo doy vuelta con un movimiento decidido, lo miro manteniendo los ojos bajos, consciente de haber hecho un movimiento que a él le gusta. Me giro, le ofrezco las nalgas, él acaricia delicadamente mi espalda; me siento en el lavabo, mojado y frío, y el contacto me hace vibrar toda la piel y cada protuberancia de mi cuerpo tiende hacia arriba.

Me posee allí mismo, grandiosamente extiende su cuerpo sobre el mío y me susurra palabras agradables para mis oídos, calentándome el lóbulo con su aliento.

Después oigo una tos y abro los ojos: veo una mujer inclinada sobre la mesa que tose convulsivamente, alza los ojos y me sonríe con malicia. Es rubia, flaca y arrugada y lleva un vestido floreado. La miro un poco más, después lo miro a él, cierro los ojos, vuelvo a abrirlos. Sigo oyendo cómo tose.

Lo atraigo hacia mí y lo devoro.

Su lengua sangra y hay gotas rojas en mi cuello.

14

Linda, lindísima, sublime, la película. Un toque de genialidad le ha dado color a ese cuadro.

¿Y qué opinas de ese nuevo director que está compitiendo en Berlín? ¿Y de ese que compite en Cannes? ¿Y ese que compite en Venecia?

Bueno… yo…

¿Y qué me dices de Edgar Allan Poe, de Céline, de los poetas decadentes de comienzos del siglo XX? ¿No crees que la palabra se funde perfectamente con el pensamiento?

Sí, claro… pero…

¿Y has visto la muestra de Paul Klee? ¿Y la de Tintoretto? ¿Y has ido a ver la última de Tarantino? ¿Y has visto la primera película de Buñuel?

No…

Sus cerebros están en estado de descomposición. Ustedes saben que saben, yo no.

Yo soy un Homo sapiens que todavía no ha evolucionado. Estoy atravesando todavía la primera fase y pretendo quedarme allí.

Son todas estatuas de ceniza, inmóviles. Una ceniza compacta, imposible de romper. Quisiera tanto caminar sobre ese hollín. Tanta inmovilidad me asusta, y en cambio debería fascinarme.

Alguien dijo una vez que estamos rodeados de gente muerta. La gente muerta camina por la calle, come, bebe, hace el amor y lee muchos libros y ve muchas películas y conoce a mucha gente importante. Pero la gente muerta, a diferencia de la gente viva, no consigue tener latidos, no consigue emocionarse. Sólo el intelecto, la mente, y tiende a hacer ostentación de su propia cultura.

La gente muerta me da miedo.

Me da miedo pensar que tal vez un día yo también pueda morir.

La playa de Roccalumera estaba dominada por un enorme cartel que decía: “PROHIBIDO EL BAÑO”. Y sin embargo era la playa más frecuentada de toda la Sicilia oriental. No había arena, no había escollos. Solamente piedras. Piedras que se metían entre los dedos de los pies, formando surcos en la piel.

– Ten, ponte las zapatillas de goma, así no te lastimas.

Siempre odié esas horribles zapatillas de goma. Me hacían sentir fea, me hacían parecerme a una de esas viejas turistas alemanas con sombrero blanco y las infaltables zapatillas de goma en los pies.

Prefería lastimarme y, debo decirlo, a la larga incluso me ha gustado esa sensación que percibía en la piel, esa dulce tortura que infligía a mi piel de niña.

No me gustaba ir a la playa a la mañana, para mí la hora ideal era la primera tarde, inmediatamente después de haber comido.

– No puedes bañarte ahora, enseguida después de haber comido -decían a coro tú, la abuela y las tías. Mientras, los hombres roncaban adentro, rehenes de una noche de pesca.