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Ya puestos, lo tecleé. El OGPU me había aparecido en otros libros, y era lo mismo que la NKVD, o, de hecho, que la KGB más adelante, es decir, el Servicio Secreto soviético. Beria era, claro está, el celebérrimo Lavrenti Beria, Comisario de Asuntos Internos o jefe de la policía secreta durante muchos años y hasta la muerte de Stalin, su más astuto y despiadado instrumento en la organización de conspiraciones, depuraciones, purgas, ajustes de cuentas, reclutamiento forzoso, represión, chantaje, campañas de terror y difamación, interrogatorios, tortura y desde luego espionaje. En cuanto a SMERSH, iniciales que no conocía, explicaba Fleming en una nota previa, por él firmada, que: '… contracción de Smiert Spionam -Muerte a los Espías-, existe, y a día de hoy sigue siendo el departamento más secreto del Gobierno soviético. A principios de 1956, cuando fue escrito este libro, la fuerza de SMERSH, tanto en el interior como en el extranjero, era de unos cuarenta mil efectivos, y el General Grubozaboyschikov su jefe. Mi descripción de su apariencia es correcta. A día de hoy el cuartel general de SMERSH está donde, en el capítulo cuarto, yo lo he situado: en el número 13 de Sretenka Ulitsa, en Moscú…' Fui un momento a ese capítulo cuarto, que, bajo el título 'The Moguls of Death' -digamos 'Los Autócratas de la Muerte'-, comenzaba con los mismos o parecidos datos: 'SMERSH es la organización oficial del Gobierno soviético para el asesinato. Opera tanto en el interior como en el extranjero y, en 1955, daba empleo a un total de cuarenta mil hombres y mujeres. SMERSH es una contracción de Smiert Spionam, que significa "Muerte a los Espías". Es un nombre utilizado tan sólo por su personal y entre los funcionarios soviéticos. A ningún particular en su sano juicio se le ocurriría permitir que esa palabra atravesara sus labios…' Cuando los transeúntes pasaban por delante del número 13 de la ancha y mohína calle en cuestión, proseguía el narrador, bajaban la vista hasta el suelo con un escalofrío en la nuca o, si se acordaban a tiempo y podían hacerlo sin llamar mucho la atención, se cruzaban de acera antes de llegar a la ominosa altura del desgarbado y feo edificio. En fin, quién sabía, tampoco se me ocurrió dónde ir a mirar si SMERSH había existido de veras o si todo -con la nota previa a la cabeza- era una argucia de novelista para apuntalar o afianzar una falsa veracidad.

Volví a Rosa Klebb y al capítulo séptimo. La verdad es que nunca hasta entonces había leído una sola línea de Ian Fleming, pero sí había visto, como casi todo el mundo, las primeras películas de la serie Bond. Creía recordar a aquel personaje en su versión cinematográfica, una mujer madura, de pelo corto y lacio de color zanahoria, sin el menor atractivo ni escrúpulo, y que al final se enfrentaba a Connery de un modo inolvidable para el niño que era cuando debí de ver en Madrid Desde Rusia con amor (hube de colarme sin duda en algún cine permisivo: la censura franquista fue tan idiota siempre que aquellas cintas sólo eran aptas para mayores de dieciocho años): de la puntera de su zapato (o quizá de ambas) hacía surgir, mediante un mecanismo, una o dos tremendas navajas horizontales impregnadas de un raudo y fatal veneno, un mero rasguño de aquellos filos bastaba para que el arañado la palmara al instante y sin remisión, así que la mujer se liaba a patadas filosas con Bond o Connery y él la mantenía a distancia con una silla, como hacen los domadores de circo con sus decrépitos leones y tigres aburridos de puerilidades. En la película, también recordaba eso, el papel de la cruelísima Klebb lo había encarnado excepcionalmente la famosa cantante y actriz de teatro austriaca (raras sus apariciones en la pantalla) Lotte Lenya, máxima y más genuina intérprete de las canciones y óperas de Bertolt Brecht y Kurt Weill {La ópera de tres peniques la más conocida), y de hecho, si no me fallaba la memoria, mujer y viuda de este último, que había seguido componiendo para ella hasta su final, bastante anterior, desde luego, a aquella adaptación de Ian Fleming. El cual, dicho sea de paso, y a juzgar por las escasas páginas que leí en el estudio de Wheeler, me pareció mejor escritor, más hábil y perspicaz, de lo que la altiva Historia de la Literatura se ha avenido a concederle hasta ahora. La descripción que venía a continuación de Rosa Klebb, sin ir más lejos, contenía hallazgos curiosos y bien estimables, copié algunos párrafos: '…gran parte de su éxito se debía a la peculiar índole de su siguiente instinto más importante, el sexual. Porque Rosa Klebb pertenecía sin duda a la más infrecuente de todas las tipologías sexuales. Era neutra… Las historias de hombres y, sí, de mujeres, eran demasiado circunstanciadas para dudar de ellas. Podía disfrutar del acto físicamente, pero el instrumento no tenía ninguna importancia. Para ella el sexo no era más que un prurito. Y esta neutralidad psicológica y fisiológica suya la aliviaba al instante de tantas de las emociones y sentimientos y deseos humanos. La neutralidad sexual constituía la esencia de la frialdad de un individuo. Nacer con ello era algo magnífico y portentoso. El instinto gregario también estaba muerto en ella… Y por supuesto, en lo relativo al temperamento, era una flemática: imperturbable, tolerante con el dolor, haragana. Su vicio dominante sería la pereza. Por las mañanas le costaría arrancarse de su tibia y emporcada cama. Sus hábitos privados serían desaseados, incluso sucios. No resultaría agradable, pensó Kronsteen, asomarse al lado íntimo de su vida, cuando se relajara, ya sin el uniforme… Rosa Klebb tendría cuarenta y muchos años, supuso, guiándose por las fechas de la Guerra Española… El diablo sabe, pensó Kronsteen, cómo serán sus pechos, pero la uniformada protuberancia que reposaba sobre el tablero parecía un saco terrero llenado de cualquier forma…' ('Saco de harina, saco de carne', pensé, 'en ellos se clavan la bayoneta y la lanza'.) 'Las tricoteuses de la Revolución Francesa debieron de tener rostros como el suyo… Y sus caras transmitirían la misma impresión, concluyó Kronsteen, de frialdad y crueldad y fuerza de aquella -sí, tuvo que concederse la palabra emotiva- aterradora mujer de SMERSH'.

También parecía Fleming muy bien documentado (SMERSH aparte; habría de preguntarle al respecto a Wheeler, él seguramente sabría si esa organización había sido real o era un invento), la mención del POUM y de Andrés Nin ya era un indicio, por mucho que a éste lo llamara 'Andreas'. Según aquella fabulación, lo habría tal vez matado una mujer de nacionalidad extranjera -quién sabía si 'de singular belleza' en su juventud de España- que además habría sido su colaboradora y su amante, para mayores traición y amargura. Wheeler, en todo caso, había asociado la referencia en el Doble Diario a las 'varias mujeres' detenidas en Barcelona en junio del 37 con el personaje desastrado, siniestro y neutro de Desde Rusia con amor (nunca la habrían detenido a ella), cuyo párrafo del capítulo séptimo había marcado con dos rayas verticales, y en el margen había escrito 'Well well, so many traitors indeed', esto es, 'Vaya vaya, en verdad tantos traidores'. Sí, tantos había habido, en mi país y en aquella época y en otras más tarde y por supuesto en todas las anteriores hasta las inmemoriales, desde el inicio del tiempo mismo y en todas partes. ¿Cómo era posible que se hubieran dado y se dieran tantas traiciones, o tantas con éxito, es decir, que no llegaran a ser sospechadas ni detectadas antes de su cumplimiento? ¿Qué extraña proclividad tenemos hacia la confianza? O quizá no sea a eso, sino a no querer ver ni enterarnos, o hacia el optimismo o hacia el consentido engaño, o es una soberbia la que nos lleva a creer que a nosotros no va a pasarnos lo que a nuestros iguales sí pasa y les ha sucedido siempre, o que vamos a ser respetados por quienes ya -y ante nuestros ojos- fueron desleales con otros, como si fuéramos distintos de éstos, y la que nos induce a pensar sin motivo que estaremos a salvo de los reveses sufridos por nuestros antepasados y aun de las decepciones que alcanzan a nuestros contemporáneos: a los que no son 'yo', supongo, a cuantos no lo son ni lo serán ni lo han sido. Vivimos, supongo, con la esperanza inconfesa de que alguna vez se rompan las reglas y el curso y la costumbre y la historia, y de que eso se dé en nosotros, en nuestra experiencia, de que sea a nosotros -es decir, a mí solo- a quienes toque verlo. Aspiramos siempre, supongo, a ser unos elegidos, y es improbable que de otro modo estuviéramos muy dispuestos a recorrer el trayecto entero de una vida entera, que corta o larga nos va rindiendo. Allí mismo, en el Doble Diario que volví a coger, había unos cuantos artículos de mi padre, de cuando aún confiaba pese a estar en guerra: uno del 2 de julio de 1937, con motivo del tercer centenario de la publicación del Discurso del método de Descartes, en 1637 en Leyden; otro del 27 de mayo, deplorando los demenciales cambios en los nombres de calles y plazas (y hasta de ciudades) que se estaban llevando a cabo tanto en 'la zona dominada por la facción' como en 'la leal' (sus términos) y en Madrid concretamente: 'Y es de todo punto lamentable', decía, 'que imitemos en esto a los rebeldes, porque no hay que imitarlos en nada'. O bien: 'Al Prado, al Paseo de Recoletos y a la Castellana se les ha cambiado su triple nombre por el de Avenida de la Unión Proletaria. Esta unión, por desgracia, empieza por no existir, y nos parece mucho más interesante procurarla que escribirla en las esquinas… En cierto sentido parece que los nuevos rotuladores quieren completar la obra de los bombardeos facciosos, en la tarea de dejar desfigurada a nuestra capital'. Y también había alguno más estrictamente político, bien firmado con su pseudónimo de aquellos tiempos, bien con su nombre, Juan Deza, se me hacía fantasmal ver mi apellido en aquellas antiguas páginas reproducidas con su tinta roja. Allí estaban los juveniles textos, que sin duda constituyeron parte de los muchos cargos de que se vio acusado -la mayoría inventados, imaginarios, falsos- al poco de terminar y perderse la guerra, cuando lo traicionó y delató a las vencedoras autoridades facciosas su mejor amigo de entonces, un tal Del Real con el que había compartido aulas y conversaciones, intereses y cafés y amistades y tertulias y cines y seguramente algunas juergas a lo largo de años, todos los de la carrera que estudiaron ambos e imagino que también los de la propia Guerra y el asedio a Madrid con los bombardeos facciosos desfiguradores y los cañonazos rebeldes que venían desde las afueras y cerros, los llamados obuses que hacían su parábola y caían sobre la Telefónica o en la plaza de al lado cuando fallaba la puntería, llamada por eso 'plaza, del gua' con inverosímil humor fatídico, casi tres años de la vida de ambos, de todos, siendo sitiados y corriendo por las calles y plazas de cambiantes nombres con las manos sobre los sombreros y gorras y boinas y las faldas al vuelo y las medias rotas o simplemente sin medias, buscando las aceras no enfiladas por los cañones para caminar o correr por ellas hasta alcanzar una boca de metro o algún refugio.