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Los dos amigos habían compartido incluso, junto con un tercer compañero que murió luego joven, la publicación de un librito de 1934 que recogió los que la Sociedad Geográfica juzgó tres mejores diarios de viaje entre los redactados por todos los alumnos que tomaron parte en el entonces nombrado Crucero Universitario por el Mediterráneo que, organizado por la madrileña Facultad de Filosofía y Letras de la República, llevó a estudiantes y profesores juntos hasta Túnez y Egipto, Palestina y Turquía, Grecia e Italia y Malta, Creta, Rodas, Mallorca, a lo largo de cuarenta y cinco entusiastas y optimistas días del verano de 1933, en uno de los cuales los pasajeros se vieron honrados con la visita del gran Valle-Inclán, quien no sé dónde ni por qué motivo subió a bordo para departir. El barco de la Compañía Trasmediterránea que los condujo se había llamado Ciudad de Cádiz, y a todas sus travesías les puso fin el submarino italiano Ferrari, orgullo de Mussolini, que lo torpedeó y hundió en aguas del Mar Egeo el 15 de agosto de 1937, ya en plena guerra, cuando el mercante republicano regresaba de Odessa con alimentos y material bélico según había oído decir a mi padre, o quizá fue el 14 del mismo mes, saliendo de los Dardanelos, según había leído casualmente en Thomas un rato antes en la interminable noche.

Este compañero de publicación, de viaje, de Universidad y hasta de Instituto antes (tan prolongado, por tanto, como lo fuimos Comendador y yo), se encargó de promover y dirigir la caza de quien aún no era padre de nadie. Llevó a cabo una campaña de difamación, buscó 'testigos de cargo' que sustentaran éstos en un proceso (o en su simulacro, otra cosa no había en las fechas triunfales) y se procuró una firma de mayor valor y autoridad que la propia para estampar en la denuncia formal que un día de mayo del 39 fue presentada en comisaría. Esa firma fue la de un profesor de aquella misma Facultad, Santa Olalla su nombre, de fanatismo reconocido y con quien mi padre no había tenido clases ni tan siquiera contacto, pese a que por lo visto el docente tampoco se había privado de figurar en la nada fanática expedición del Crucero del 33. Tantísimos años más tarde, cuando yo fui estudiante en las mismas aulas (pero ya por entonces y todavía entonces eternamente franquistas), seguía predicando en ellas aquel Santa Olalla en su calidad de muy veterano catedrático ahora -debió de ganar su título raudamente y con facilidad-, y su realidad y su fama en mi época eran de fascista cabal, tanto en sentido analógico como ideológico como político como temperamental, es decir,

sensu stricto. Tengo entendido que también alcanzó la cátedra en alguna Universidad del norte (La Coruña, Oviedo, Santander, Santiago, no lo sé) el delator principal, Del Real, premiado probablemente por sus inmediatos y espontáneos servicios a la temprana e hiperactiva policía franquista del 39. Pero al parecer este otro delator docente aún se permitió presumir de 'semiizquierdista' ante sus revoltosos alumnos de los años setenta -nada en ello, en el fondo, de excepcional-, y algunos incautos e ignorantes jóvenes septentrionales de aquella década díscola lo encontraban 'encantador'. Así va el mundo ('Habla, delata, denuncia. Cállalo luego, y entonces sálvate'). Lo último que mi padre supo más o menos personalmente de él fue en el propio mayo del 39, mes y medio después de terminada la Guerra, en plena represión y supresión y concienzuda purga de los derrotados y al poco de su detención y encarcelamiento el día de San Isidro, patrón de Madrid, cuando algún conocido común -o quizá fue mi madre que fue a visitarlo y que aún no era mi madre ni su mujer- llegó a contarle que Del Real se pavoneaba de su gran hazaña por la ciudad con estas o parecidas palabras: 'Voy a conseguir que a Deza le caigan treinta años de cárcel, si es que no algo peor'. Ese 'algo peor' era fácil que le cayera en aquellas fechas a cualquier detenido con motivo o sin él, hubiera pruebas en su contra o no: si no las había se fabricaban, y aun eso no solía hacer falta, para su condena bastaba en principio la mera denuncia, la de un portero; un vecino, un envidioso, un cura, un resentido, un rival, un delator profesional o uno meritorio, un cortejador rechazado, una despechada novia, un compañero, un amigo, se daban por buenas todas, más valía pasarse que quedarse cortos a la hora de completar la 'atrición' iniciada en el 36, la palabra era de Thomas. Y ese 'algo peor' tenía el nombre de paredón.