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Se había detenido y me había mirado otra vez con fijeza y con expectativa, como si yo no fuera uno de sus consabidos hijos sino un amigo más joven, un amigo reciente que hubiera ido a verlo aquella mañana a su casa de Madrid tan luminosa y acogedora. Y como si pudiera esperar de mí una reacción novedosa a lo que había dicho.

'Eres mejor que yo', ese fue mi comentario. 'O si no es cuestión de mejor ni peor, entonces serás más astuto y más libre. No lo puedo jurar, pero creo que yo habría buscado vengarme. Tras la muerte de Franco, no sé, cuando hubiera sido factible.'

Había reído mi padre entonces, y eso sí lo había hecho paternalmente, más o menos como cuando de niños soltábamos ingenuidades grandes o alguna inconveniencia ante las visitas.

'Puede ser', había dicho, 'tú tienes una propensión a engancharte en las cosas, Jacobo, de algunas te cuesta zafarte, no siempre sabes dejar atrás. Pero sobre todo es señal de que todavía te sientes muy joven. Aún crees disponer de un tiempo ilimitado, tanto como para malgastarlo. Quizá no te sea fácil ver esto, pero intentar vengarme habría sido tan sólo perder más tiempo por causa suya, y los meses de cárcel ya me fueron bastante. Además le habría dado una especie de justificación a posteriori, un falso asidero, un motivo anacrónico para su acción. Ten en cuenta que en el conjunto de una vida lo cronológico va perdiendo importancia, no se distingue tanto lo que vino antes de lo que vino luego, ni los actos de sus consecuencias, ni las decisiones de lo que desencadenan. El habría podido pensar que al fin y al cabo yo le había hecho algo, qué más daba cuándo, y haberse ido a la tumba más conforme consigo mismo. Y no fue así, no ha sido así. Yo nunca lo perjudiqué, nunca le hice ni le había hecho nada, ni antes ni después ni desde luego entonces. Y quizá fuera eso lo que no tolerara, lo que le doliera. Hay personas que no perdonan que se porte uno bien con ellas, que les tenga lealtad, que las defienda y les preste su apoyo, no digamos que les haga un favor o las saque de algún apuro, eso puede ser la sentencia definitiva para el bienhechor, me juego lo que sea a que conocerás tus ejemplos. Parece como si esas personas se sintieran humilladas por el afecto y la buena intención, o pensaran que con eso se las hace de menos, o no soportaran creerse en imaginaria deuda, u obligadas a la gratitud, no sé. Claro que esos individuos no querrían lo contrario tampoco, válgame el cielo, son de una gran inseguridad. Y perdonarían aún menos que se portase uno mal y con deslealtad, que les negara favores y los dejara metidos en sus atolladeros. Hay personas que simplemente resultan ser imposibles, lo único sabio es apartarse de ellas y mantenerlas lejos, que no se te acerquen ni para bien ni para mal, que no cuenten contigo, no existir para ellas, ni siquiera para combatirlas. Claro que eso es un desideratum. Por desgracia uno no resulta invisible a voluntad y según su elección. Pero mira, estando yo en la cárcel vino a visitarme (tela metálica por medio) nuestra amiga Margarita, y estaba tan indignada con las manifestaciones de mi delator oídas aquí y allá, que su vehemencia llamó la atención de los carceleros. Le preguntaron de quién hablaba así, debían de temer que fuese del mismísimo Franco. Ella se lo dijo, pues tenía el genio muy vivo, y entonces la hicieron acompañarlos hasta la casa de él para comprobar si era verdad. En la casa estaba la madre, a quien Margarita conocía (bueno, la conocíamos todos, el trato había sido de larga y plena amistad) y a quien aprovechó para intentar convencer de que hiciera entrar en razón a su hijo y retirar aquella denuncia injusta e incomprensible. La señora, que le tenía mucho cariño, la escuchó con una mezcla de estupefacción e incomodidad. Pero finalmente la fe materna le pudo más que cualquier otra consideración, y para disculpar al hijo sólo se le ocurrió decirle: "La patria es la patria". A lo que Margarita le respondió: "Sí, y las mentiras son las mentiras".'

Mi padre se había quedado callado de nuevo, pero esta vez no me miró, sino que dirigió la vista hacia el brazo de su sillón. De pronto lo vi cansado, o tal vez distraído por algo ajeno a la conversación. No estaba seguro de si se había extraviado un poco entre sus recuerdos y no pensaba añadir más, o si aún le faltaba hilar el último episodio con lo anterior y ofrecerme una conclusión. Pensé que iba a quedarme sin averiguarlo, porque mi hermana había llegado (quizá mi padre había sentido su ascensor) y acababa de entrar en el salón, a tiempo de oír la frase citada de Margarita tan sólo, supongo, porque antes de nada nos preguntó con jovialidad y mal fingida reconvención:

'Pero bueno, ¿de qué discutís?'

Y yo había contestado:

'No, hablábamos del pasado.'

'¿De qué pasado? ¿Estaba yo?'

A mi padre lo alegraba particularmente mi hermana, aunque se parecía a nuestra madre algo menos que yo. O no exactamente: se parecía más al ser mujer, pero menos en las facciones, que yo reproducía en mi rostro de hombre con inquietante fidelidad. Él le había respondido con una sonrisa de ironía y contento, en armoniosa y acostumbrada fusión:

'No, no estabas tú, ni siquiera como embrión de proyecto de posibilidad de azar.' Y a continuación se había dirigido sólo a mí, para terminar: 'Las mentiras son las mentiras, ya ves. En realidad no hay más que decir, ni más tiempo que perder con esas cosas'.