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– Verdad. Verdad -contesté yo, a sabiendas de que esa frase no lo era (quiero decir verdad) para ninguno de los dos.

– ¿Algo más? -preguntó. No había soltado prenda, no ya sobre la identidad (no lo esperaba), sino sobre la supuesta condición o cargo del venezolano al que había servido doblemente de intérprete. Hice una tentativa:

– ¿Podría darle un nombre a ese señor? Más que nada por si tuviéramos que referirnos a él otra vez.

Tupra no vaciló. Como si ya hubiera tenido preparada una respuesta a mi probatura, más que a mi curiosidad:

– No me parece probable. Para usted, Mr Deza, se llamará Bonanza -dijo con aún más irónica seriedad.

– ¿Bonanza? -Debió de notar mi estupefacción, no pude evitar pronunciar la z como en mi país, o en parte de él y desde luego en Madrid. A sus oídos ingleses sonaría como 'Bonantha', algo así, como Deza sonaría 'Daetha', algo así.

– Sí, ¿no es ese un nombre español? Como Ponderosa también, ¿no? -dijo-. Pues Bonanza para usted y para mí. ¿Nada más que haya podido observar?

– Sólo confirmarle esta impresión, Mr Tupra: el General Bonanza nunca atentaría contra la vida de Chávez, o Mr Bonanza, sea quien sea en realidad. De eso puede estar seguro, tanto si es bueno para los intereses de ustedes como si no. Lo admira demasiado, incluso si es su enemigo, y yo creo que no lo es.

Tupra cogió su llamativo paquete rojo con faraones y dioses y me ofreció un segundo Rameses II, un gesto poco común en las islas, gran dispendio a no dudar, brizna turca, picor egipcio, se lo cogí. Pero era para el camino, no para continuar, porque a la vez que me lo brindaba se puso en pie y bordeó la mesa para acompañarme hasta la salida, señaló la puerta con un ligero ademán. Aproveché para mirar entonces sus zapatos de refilón, eran sobrios, de cordones, marrones, no había cuidado. Él lo advirtió, lo advertía casi todo, sin cesar.

– ¿Pasa algo con mis zapatos? -me preguntó.

– No, no, son muy bonitos. Y están muy limpios. Espléndidos, envidiables -le contesté. Contrastaban con los míos negros, de cordones también. En Londres no conseguía disciplinarme para cepillarlos a diario, esa es la verdad. Hay cosas para las que se vuelve perezoso uno, cuando no está en casa y vive en el extranjero. Pero yo sí estaba en casa, o al menos no había otra por el momento, lo olvidaba demasiado a menudo, la fuerza de mi costumbre se empeñaba en sentir lo imposible a veces, que aún podía regresar.

– Le diré dónde encontrarlos, otro día. -Iba a abrirme la puerta, aún no lo hizo, se quedó unos segundos con las manos apoyadas sobre los respectivos pomos de las dos hojas. Torció la cabeza, me miró de lado pero sin llegar a verme, no podía, yo estaba justo detrás de él. Era la primera vez en todo aquel rato que sus ojos activos, acogedores, burlones aun sin querer, no se encontraban con los míos. Sólo veía sus pestañas largas, de perfil. La envidia de las damas, más aún de perfil-. Antes dijo usted 'dejando los principios de lado', si no recuerdo mal. O 'dejando la teoría de lado', ¿puede ser?

– Sí, creo que dije algo así.

– Me preguntaba. -Seguía con las manos sobre los pomos-. Déjeme preguntarle: ¿hasta qué punto es usted capaz de dejar los principios de lado? Quiero decir, ¿Hasta qué punto suele usted? Prescindir de eso, de la teoría, ¿verdad? Todos lo hacemos de vez en cuando, o no podríamos vivir: por conveniencia, por temor, por necesidad. Por sacrificio, por generosidad. Por amor, por odio. ¿En qué medida suele usted? -repitió-. Entiéndame.

Fue entonces cuando comprobé que no sólo lo advertía casi todo sin cesar, sino que lo registraba y guardaba también. La palabra 'sacrificio' no me gustó, me causó un efecto parecido a aquella expresión suya en casa de Wheeler, 'rindiendo a mi país servicio'. Además había añadido: 'uno debe procurar eso si puede, ¿no?' Si bien lo había rebajado en seguida: 'aunque sea lateral el servicio y uno vaya antes que nada tras el beneficio propio'. También yo registraba y guardaba, más de lo que es normal.

– Según para qué -respondí, y a continuación utilicé un plural ('them') porque era por los principios tan sólo por lo que me preguntaba, eso entendí-. Puedo dejarlos bastante de lado, para opinar en una conversación. Algo menos, para juzgar. Para juzgar a amigos, mucho más, soy parcial. Para obrar, mucho menos, creo yo.

– Mr Deza, gracias por su cooperación. Estaremos en contacto con usted, espero que sí. -Me lo dijo en tono apreciativo, o con leve afectuosidad. Ahora sí abrió la puerta, las dos hojas a la vez. Volví a verle los ojos, más azules que grises a la luz de la mañana, pálidos siempre, divertidos en apariencia ante cualquier diálogo o situación, atentos, succionadores siempre, era como si honraran lo que estuvieran mirando, o no hacía falta que miraran siquiera: lo que entrara en su campo visual-. Pero aquí no tenemos intereses, lo entenderá, por favor -añadió sin transición, aunque ahora se refiriera a algo no inmediatamente anterior. La mayoría de la gente no habría ya vuelto a ello, no habría recuperado aquel comentario mío tan marginal ('tanto si es bueno para sus intereses como si no'), es increíble lo rápidamente que las palabras, pronunciadas o escritas, livianas o graves, todas, insignificantes o con significación, se extravían y se tornan lejanas y quedan atrás. Por eso hay que repetir, eterna y disparatadamente hay que repetir: desde el primer vocablo, desde el primer balbuceo humano y aun desde el primer dedo índice que señaló sin decir. Una y otra y otra vez, e inútilmente una vez más. A nosotros no se nos extraviaban con tantísima facilidad, a él y a mí, sin duda una anomalía, una maldición-. Nos limitamos a dar nuestro parecer, y sólo cuando se nos solicita, claro está. Como usted tan amablemente acaba de hacer, al pedírselo yo. -Y rió brevemente otra vez, dientes pequeños con luminosidad. Me sonó a risa educada o quizá impaciente, así que la mía no lo acompañó, aquella vez.

Nunca supe a las claras si había acertado en algo, con el Coronel Bonanza de Caracas o bien del exilio y de fuera, no se me comunicaban los resultados, y aún menos a las claras: no me atañían a mí, y puede que tampoco a nadie. A veces no debía ni de haberlos, y los dictámenes o informes serían meramente archivados, por si acaso. Y si había que tomar decisiones respecto a algo (el respaldo y la financiación de un golpe, por ejemplo), es probable que las tomaran los responsables diversos -quienes hubieran hecho en cada caso el encargo, o hubieran solicitado los pareceres nuestros- sin posibles constatación ni certeza y sólo por su cuenta y riesgo, es decir, fiándose o no fiándose, apostando a favor o en contra de lo que Tupra y los suyos hubieran visto y opinado, o quizá recomendado.

En un primer momento, sin embargo, supuse cándidamente que en algo habría acertado, porque no pasaron muchos días tras aquella mañana de interpretar doblemente, la lengua y las intenciones -inexacto lo segundo, pero digámoslo así en principio-, sin que se me propusiera abandonar ya mi puesto de la BBC Radio y trabajar en exclusiva para Tupra (o eminentemente), junto a él y su devoto Mulryan, la joven Pérez Nuix y los otros, con horarios muy flexibles en teoría y bastante mayor ganancia, ninguna queja en ese aspecto, al contrario, podía enviar más dinero a casa. Fue inevitable la sensación de haber aprobado un examen, y de que se me incorporaba a lo que quisiera que fuese aquello, entonces no me pregunté mucho al respecto ni tampoco más tarde ni tampoco ahora, porque aquello fue quizá siempre impreciso (y la indefinición era su esencia), y porque algo me había advertido Sir Peter Wheeler, o suficientemente: 'De esto no te hablarán los libros, ninguno de ellos, ni los más antiguos ni los más modernos, ni los más exhaustivos que se publican ahora, Knightley, Cecil, Dorril, Davies, no sé, Stafford, Miller, Bennett, tantos, ni crípticamente los que en su día fueron más crípticos, Rowan, Denham, y lo siguen siendo. No busques en ellos. Casi ni alusiones encontrarás. Sólo perderás la paciencia y el tiempo'. A lo largo de aquel domingo de Oxford no puedo decir que me hablara siempre con medias palabras, pero quizá sí con tres cuartos, a lo sumo con tres cuartos, nunca con las completas palabras. Puede que él tampoco las conociera o tuviera enteras, puede que no las tuviera nadie, ni siquiera Tupra, ni Rylands cuando vivía. Puede que no las hubiera.