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La mirada de Wheeler se había adensado e iluminado mientras hablaba, sus ojos me parecieron gotas de moscatel ahora. No era sólo que le gustara perorar, como a cualquier antiguo conferenciante o docente. Era también que la índole de aquellas reflexiones suyas lo encendía por dentro y un poco por fuera, como si la cabeza ardiente de una cerilla le chisporroteara en cada pupila. Él mismo se dio cuenta, cuando se detuvo, de que estaba agitado, y por eso no tuve reparo en enfriarlo con mi respuesta, o en decepcionarlo, la expresión inquieta de la señora Berry -entre los dos escindida- me recordó que mucha excitación dialéctica lo perjudicaba.

– Usted me perdonará, Peter, pero lamento confesarle que no entiendo del todo lo que me está diciendo -le contesté, aprovechando su pausa (que en principio quizá era sólo para tomar aliento) -. No he descansado mucho y debo de estar muy torpe, pero la verdad es que no sé bien de qué me habla.