'Hay muchos individuos que sienten su vida como materia de un minucioso relato', le había dicho yo a Tupra al interpretarle a Dick Dearlove, 'andan instalados en ella pendientes de su hipotético o futuro cuento. No se lo plantean mucho, es sólo una manera de vivir las cosas, una manera acompañada, digamos, como si siempre hubiera espectadores o testigos fijos de sus actividades y pasividades, aun de sus pisadas más fútiles y de los momentos muertos. Esa ensoñación narcisista de tantos contemporáneos, llamada a veces "conciencia", tal vez no sea sino un sucedáneo de la antigua idea o vago sentido de la omnipresencia de Dios, que con su ojo vigilaba y estaba atento a cada segundo de la vida de cada uno, era muy halagador en el fondo, y un alivio pese a las contrapartidas, es decir, al elemento implícito de amenaza y castigo y a la aterradora creencia de que nunca era nada ocultable del todo a todos y para siempre; sea como sea, tres o cuatro generaciones de duda o incredulidad dominantes no bastan para que el hombre acepte que su trabajosa y no solicitada existencia transcurre sin que nadie asista ni la contemple ni se asome jamás a ella; sin que nadie la juzgue ni la desapruebe.'
Quizá ni el hombre más ateo pueda encajar eso aún fácilmente, sin hacerse racional violencia. Y quizá la repugnancia u horror narrativo que le había mencionado a Tupra -quién sabe si no lo sentimos todos en alguna medida, no sólo los Dearlove del mundo- procedía también de los viejos tiempos de la fe firme, cuando una vida entera de virtudes y de hacer el bien y de cumplir preceptos podía irse al traste por un solo pecado grave cometido a última hora -mortal se llamaba, no se andaba con rodeos el recordatorio-, sin margen para el arrepentimiento ni para ser perdonado, el propósito de enmienda ya apenas creíble por el escaso tiempo restante de quien se lo hiciera, los ancianos debían de recorrer en ascuas sus trechos finales, procurando no caer en tentaciones intempestivas, o lo que es lo mismo, tratando de evitarse cualquier error o borrón narrativo que los marcara en el desenlace y los condenara en el juicio. Parecía un sistema injusto; no sé si divino pero desde luego poco humano, dependiente en exceso de la sucesión o el orden de las palabras, obras, omisiones y pensamientos, no pude dejar de acordarme de una de las razones que mi padre me había dado para no haber intentado nada contra su delator Del Real, ningún ajuste de cuentas o resarcimiento tardío, cuando por fin le habría sido posible buscarlos tras la muerte del tirano, el ahora remoto Franco al que el traidor prestó un servicio temprano que le fue correspondido con prebendas universitarias y con la protección asegurada de sus leyes bárbaras, en lo referente a ese servicio, durante treinta y seis años y medio. Treinta y seis años inmune, de 1939 a 1975 y de aquel mayo a este noviembre: unos cuantos más de los que tuvo Marlowe, el doble de los vividos por mi tío Alfonso… 'Le habría dado una especie de justificación a posteriori, un falso asidero, un motivo anacrónico para su acción', había dicho mi padre al preguntarle yo por su mal amigo. 'Ten en cuenta que en el conjunto de una vida lo cronológico va perdiendo importancia, no se distingue tanto lo que vino antes de lo que vino luego, ni los actos de sus consecuencias, ni las decisiones de lo que desencadenan. El habría podido pensar que al fin y al cabo yo le había hecho algo, qué más daba cuándo, y haberse ido a la tumba más conforme consigo mismo. Y no fue así, no ha sido así. Yo nunca lo perjudiqué, nunca le hice ni le había hecho nada, ni antes ni después ni desde luego entonces…'
Sí, mi padre y Wheeler eran ya muy viejos y quizá ambos recorrían en ascuas sus penúltimos trechos, no por pavor religioso sino por aprensión biográfica; o quizá no tanto, y apenas si temían tiznarse. Mi padre parecía bastante conforme consigo mismo y sereno en su presente, con alguna amiga de supervivencia y con sus hijos y nietos que lo visitaban y lo conducían a hablar del pasado personal o colectivo, y ese es el gran alivio (yo iba faltando últimamente, desde mi nueva marcha a Inglaterra y mi deliberado aturdimiento para no pensar mucho en el mío, que todavía no me resultaba alivio; él no me decía nada, pero cuando nos llamábamos o nos escribíamos -esto último, para complacerlo: 'No me gusta el buzón siempre vacío, o sólo con propaganda y demás porquerías'-, yo notaba que me echaba de menos, un poco acaso); no debía de prever cambios sensibles, ni ningún episodio maléfico que arruinara a la postre su historia ya trazada en esencia en tiempos mucho más difíciles que los actuales y ya contada a sí mismo, si no con orgullo sí desde luego sin repugnancia ni casi embellecimientos, eso suponía; y tampoco era probable que la estropease a ojos ajenos, ni siquiera a los exigentes ojos de un hijo, ni que defraudase mi confianza por tanto, a menos que hiciera yo un día algún mal descubrimiento, y dejara de ocultarse algo oculto. (Yo sí estaba en condiciones de defraudar la suya y la de cualquiera, inconvenientes de tener la vida tan sólo a medias; y sin duda habría ya defraudado unas cuantas, la de Luisa y la de mis hijos seguro.)
En lo que respectaba a Wheeler, tal vez él sí tenía más riesgo, por ser un falso anciano y porque tras su venerable y amansado aspecto aún se escondían maquinaciones enérgicas, casi acrobáticas, y tras sus abstraídas divagaciones una mente observadora, analítica, anticipadora, interpretativa; y que sin cesar juzgaba; él parecía dispuesto a intervenir no sólo en su tiempo menguante y a la vez sobrante, a no dejarlo ya más en poder del azar y a dictarle lo más posible sus contenidos finales, sino a tener todavía participación e influencia en algún que otro asunto menor del mundo, aunque fuera sólo por interpuestos amigos, a través de mí o a través de Tupra, o de alguien que no conociéramos ni yo ni Tupra, quién sabía cuántos más se acercaban a visitarlo en su casa junto al río, o simplemente le telefoneaban, o hablaban con la señora Berry como intermediaria, o incluso quizá le escribían cartas. Él me había puesto en contacto con Tupra y con cuanto de éste venía, eso para empezar, aquel habría sido un movimiento espontáneo suyo, una intervención en mi vida y una mano prestada a Bertram, un ofrecimiento en todo caso, nadie más que él podía haberme ofrecido al grupo y al edificio sin nombre a los que ahora pertenecía sin apenas darme cuenta de la pertenencia, algo más me la di aquella noche a su término. Wheeler no renunciaba a tramar, a encauzar, a manipular y a escenificar, y en ese sentido no sólo se exponía aún a tiznarse con el ascua o la brasa, sino a quemarse. No parecía temerlo, como tampoco mi padre, pero cada uno con su temeridad distinta o incluso opuesta: podía ser que Juan Deza se considerase ya pintado y en regla y listo, y Peter Wheeler sin remedio y garabateado en cambio, desde su mismo nombre sustituido y tachado, así lo veía yo con mi percepción imperfecta; habría sido aventurado, excesivo, injusto, decir que el primero se sentía a salvo y el segundo condenado, aunque fuera en el plano narrativo sólo, y no en el moral en modo alguno. No sé, tal vez Wheeler sabía aplicarse a sí mismo su convencimiento de que los individuos llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y de que sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento; y conocía bien las suyas, puede que de antemano pero ya también por experiencia; y sabía que él había dispuesto de las tres cosas en abundancia, sobre todo de tiempo: para ser persuasivo y encerrar más peligro y volverse más ruin que sus enemigos, y desarrollar una capacidad de fabulación superior o más mortífera que la de ellos; para aprovecharse de la mayoría de la gente, que es tonta y frivola y crédula y en la que es fácil prender un fósforo que dé lugar a un incendio, y que éste a su vez se propague como la peor de las epidemias; para hacer caer a otros en la odiosa y destructiva desgracia de la que jamás se sale, y así convertir a esos sentenciados en bajas, en no personas, en talados árboles de los que rebañar leña podrida; tiempo para esparcir brotes de cólera, y de malaria, y peste, y poner muchas veces en marcha el proceso de la negación de todo, de quién eres y de quién has sido, de lo que haces y lo que has hecho, de lo que pretendes y pretendiste, de tus motivos y tus intenciones, de tus profesiones de fe, tus ideas, tus mayores lealtades, tus causas… Le constaba que todo podía ser deformado, torcido, anulado, borrado. Y tenía conciencia de que al final de cualquier vida más o menos larga, por monótona que hubiera sido, y anodina, y gris, y sin vuelcos, siempre habría demasiados recuerdos y demasiadas contradicciones, demasiadas renuncias y omisiones y cambios, mucha marcha atrás, mucho arriar banderas, y también demasiadas deslealtades, o quizá eran todas trapos blancos, rendiciones. 'Y no es fácil ordenar todo eso', había dicho, 'ni siquiera para contárselo a uno mismo. Demasiada acumulación… Mi memoria está tan llena que a veces no lo soporto. Quisiera perderla más, quisiera vaciarla un poco. O no, eso no es cierto… Lo que quisiera es que no se me hubiera llenado tanto.' Y después había añadido lo que yo bien recordaba (desde entonces me volvía como un eco de tarde en tarde, o no tan tarde): 'La vida no es contable, y resulta extraordinario tanto empeño en relatarla… A veces pienso que más valdría abandonar la costumbre y dejar que las cosas sólo pasen. Y luego ya se estén quietas'.