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En otras circunstancias no me habría gustado nada oír aquella conversación, cómo Luisa le protestaba a otro hombre, cómo estaba en un tris de rogarle, cómo reaccionaba con dignidad ofendida a su evasividad o desinterés. Pero aquella escena en realidad la había preparado yo, casi la había configurado y dictado, como si fuera Wheeler, que sin duda dedicaba tiempo a la confección o composición de escogidos momentos, o, como si dijéramos, conducía sus numerosos tiempos vacíos o muertos hacia unas cuantas escenas prefiguradas y deliberados diálogos, su parte ya memorizada antes. Sólo que yo no intervenía en aquella conversación, o bien era Custardoy quien había hablado por mí, al fin y al cabo no eran sus verdaderas palabras, sino las que yo lo había inducido a decir como un Yago, o lo había obligado a pronunciar. Saber que yo estaba allí al lado, presente, debía de haberle hecho aumentar su temor, también su odio hacia mí. Eso había sido una coincidencia, pero él no la habría sentido como tal, habría creído que yo vigilaba el proceso y que estaba ojo avizor. Tanto mejor para mí.

Luisa se acercó a donde yo estaba, con el móvil aún en la mano y una expresión que era mezcla de desconcierto, renuncia y contrariedad. 'Aún te queda mucho', pensé, 'aún te vas a desesperar. Y entonces me buscarás, porque soy lo más conocido y el que quizá siempre va a estar.'

– Bueno, ya me voy -dije, y cogí mi gabardina y mis guantes. Ella le había pedido a su interlocutor que la llamara al cabo de cinco minutos, en seguida había estado dispuesta a sacrificar nuestra charla, la que íbamos a haber tenido, imprevistamente. Para ella era secundario que la perdiéramos, que se diera o no. A aquellas alturas, para mí también. En aquel viaje no estaba mi oportunidad, habría que esperar bastante más.

– Lo siento -murmuró ella-. Cosas del trabajo. La gente tiene comportamientos muy extraños. Anuncia una cosa y luego ni me acuerdo. Se larga. -No hacía falta que me diera explicaciones falsas. La índole de la conversación había sido a todas luces personal, en modo alguno laboral. Yo sabía lo que estaba pasando, ella todavía no. No me importaba llevarle tanta delantera, no me importaba engañarla. 'No es este el Jaime que yo conozco', me diría Cristina más tarde. Pero yo ya lo había pensado antes: 'No, no lo soy. 1 am more my self'.

Luisa me acompañó hasta la puerta. Nos dimos dos besos, pero esta vez ella también me abrazó. Noté que lo hacía más por desprotección, o por la repentina anticipación del abandono y la pérdida, que por afectuosidad. Aun así yo se lo devolví con fuerza y con ganas, ese abrazo. No me costaba en absoluto abrazarla, eso nunca me costó.

'Ven, vuelve a mí, tendré paciencia, esperaré; pero no tardes ya mucho más', pensé en el avión, mientras recordaba aquel adiós. Y a continuación cité para mis adentros, de un poema reciente en inglés que había leído en uno de mis viajes con Tupra, lo había leído en un tren: 'Why do I tell you tbese, things? You are not even here'. O lo que es lo mismo: '¿Por qué te digo estas cosas? Ni siquiera estás aquí'.

Eso fue lo último antes de que todo cambiara. Pedí a la azafata algún periódico inglés, debía acostumbrarme de nuevo al otro país. Tampoco aquel día había mirado todavía ninguno español, estaba demasiado pensativo para que me contara el mundo exterior, de hecho llevaba El País doblado sobre las rodillas, aún sin abrir. La azafata me ofreció The Guardian, The Independent y The Times, cogí los dos primeros, del tercero ya no aguanto la decadencia espantosa bajo su actual imperio austral. Miré la portada de The Guardian y mi vista se fue al instante -los nombres que conocemos nos llaman, captan a gran velocidad nuestra atención- hacia una noticia que debió de sacarme los ojos de las órbitas y me los llevó corriendo a la de The Independent, para ayudarme a darle crédito y confirmar que no era una broma pesada y absurda ni tampoco una figuración. Ambos diarios la traían, no podía no ser verdad, y aunque no ocupaba demasiado espacio o no el principal, era de primera plana en los dos: 'Dick Dearlove, acusado de homicidio', rezaba un titular, y el otro era muy parecido: 'Dick Dearlove detenido por la muerte violenta de un menor'. Claro que ninguno decía 'Dick Dearlove', sino su verdadero nombre, Dearlove es sólo como he dado en llamarlo yo.

Busqué las páginas correspondientes y las leí con aprensión y avidez, luego con horror y con una creciente repugnancia hacia Tupra y hacia mí mismo, o en realidad esto último me vino como una exhalación. La información era muy incompleta y los hechos confusos, y no contribuían a aclararlos las sucintas y más bien herméticas declaraciones del portavoz y de los abogados de Dearlove, que eran quienes habían avisado a New Scotland Yard a la mañana siguiente a la noche del homicidio, lo cual hacía suponer que habrían dispuesto de unas horas para calibrar la situación y preparar y acordar la mejor línea de defensa, sobre la cual, por otra parte, no se aportaban apenas datos. En Inglaterra, según tengo entendido, y a diferencia de lo que ocurre en España, donde todo es griterío irresponsable desde el primer instante cuando no linchamiento verbal, se lleva muy a rajatabla la prohibición de violar el secreto de un sumario y de adelantar públicamente indicios y testimonios que vayan a formar parte de uno, y nadie con posibilidades de testificar acerca de un crimen está autorizado a relatar su versión a la prensa con anterioridad al juicio. Tanto los abogados como los periodistas se limitaban así a especular, con prudencia, insinuaciones vagas y considerable discreción. Se aludía a un posible intento de secuestro, a un posible intento de robo ('burglary'), también a un posible ajuste de cuentas pasional. La víctima tenía diecisiete años, al parecer era de origen búlgaro o ruso (no se sabía con seguridad, ni si poseía la nacionalidad británica o no; se imaginaba que no) y sólo aparecían sus iniciales, que curiosamente coincidían con las de su matador, esto es, pongamos que eran R D. Fuera como fuese, y yo supe en seguida cómo había sido en lo fundamental, de lo que no parecía caber duda era de que el cantante le había clavado una lanza en el pecho y en el cuello, de las varias que tenía en su casa colgadas en un salón contiguo al comedor, a aquel joven muy joven, dos noches atrás. Lo cual significaba probablemente que las televisiones de buena parte del mundo, sobre todo las británicas pero también las de mi país, llevarían ya una jornada entera desmenuzando el asunto, y no digamos los millones de voces anónimas o pseudónimas de Internet. Pero yo no había visto la televisión ni internet.

Lamenté momentáneamente que en el avión no tuvieran algún periódico sensacionalista y de baja estofa como The Sun, del mismo imperio austral que The Times y más dado por tanto al escándalo, la moralina y el rumor: esa clase de prensa estaría frotándose las manos y arriesgándose a quebrantar toda ley con tal de vender más ejemplares. Eché un vistazo a El País, por si acaso, pero su tratamiento era sobrio y somero y no contaba nada distinto de lo que sus colegas de Londres se atrevían a saber. Pero mi lamento no duró nada, ya digo, fue un instante de ingenuidad, porque no me hacía falta conocer los detalles ni las circunstancias ni los antecedentes ni los motivos, ni siquiera la explicación psicológica sobre la que se preguntaban los periodistas y algún que otro opinador. Para mí estaba claro que Tupra había arrojado el máximo horror biográfico sobre aquel ídolo, que lo había sumergido en la repugnancia narrativa como en una tinaja de nauseabundo vino, que le había prendido una tea y lo había inscrito con letras de fuego en la lista de los aquejados por la maldición K-M o Killing-Murdering o Kennedy-Mansfield, en lo que así se llamaba en nuestro reducido grupo sin nombre y quién sabía si, por mimetismo, en algún otro y más altivo lugar; que Reresby o Ure o Dundas lo había condenado no ya a unos cuantos años de cárcel, que para alguien tan famoso como Dearlove supondrían un lento e incesante infierno -quiero decir más incesante y más lento que para los demás-, o en el mejor de los casos se verían interrumpidos por una muerte veloz a manos de otros presidiarios, con un delito a sus espaldas de semejante turbiedad, sino a que la historia entera de su vida y sus logros quedara empalidecida de un solo brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, a que cayeran en el inmediato›olvido su trayectoria y su construcción, y a que ya nunca nadie pudiera mencionar, leer u oír su nombre sin asociarlo al instante con aquel crimen final. Hasta las madres lo sacarían a colación para prevenir a sus hijos desprevenidos, y además lo harían, al cabo del tiempo, con distorsión y exageración: 'Lleva cuidado de con quién te mezclas y de con quién vas, no se puede fiar uno de nadie. Acuérdate de lo que le hizo Dick Dearlove a aquel chico ruso, se lo llevó a su casa y lo abrió en canal'. Y tan seguro estaba de que aquello era así como de que en poder de Tupra obraría ya una grabación, una filmación con los hechos sobre los que la prensa aventuraba hipótesis y que aún no conocía casi nadie más; en ella se vería seguramente la secuencia entera, desde que el joven búlgaro R D se presentara en casa de Dearlove hasta el momento furioso o empavorecido en que éste lo alanceara causándole la muerte rápida, aunque debió de requerir dos golpes -primero en el cuello y luego en el pecho, o podía haber sido al revés- para callarlo del todo y acabar con él; y para entonces, tal vez, todavía ofuscado y puerilmente triunfal (poco le duraría esa sensación, y durante el resto de sus días le tocaría deplorarla sin más), quitarle a su cadáver el móvil o la pequeña cámara con los que habría hecho sus fotos comprometedoras y que Dearlove no le habría encontrado al cachearlo juguetónamente al llegar, porque acaso Tupra se habría encargado de que no tuviera que llevarlos encima sino de que estuvieran escondidos en algún lugar de la casa con anterioridad a la cita galante o comercial de los dos, como la famosa pistola que aguardaba a Al Pacino en el lavabo de un restaurante en la primera parte de aquella gran obra maestra que constó de tres, a cual mejor.