Выбрать главу

Tupra no iba a necesitar hacer uso de aquella cinta o DVD, lo importante en aquella ocasión no había sido conseguirla y guardarla para el futuro, para sacarle algo a Dearlove o impedírselo más adelante, lo importante había sido que éste se diera cuenta de uno solo de los engaños a que se lo sometía y su consiguiente e irreparable reacción. Tan irreparable y tan inocultable que el castigo iba a llegarle sin hacerse esperar. Tupra sólo tendría aquel vídeo por tenerlo, para contemplarlo a solas o regodearse con la ejecución de su plan, como pieza de orgullo para su colección. No le serviría para nada más, puesto que el hecho principal había quedado al descubierto nada más cometerse: Dearlove had done the deed y el mundo entero ya estaba al corriente. Había matado a un joven con una lanza.

Pero quien lo había instigado en última instancia era yo. O quizá no exactamente: más bien lo había inventado, lo había concebido, lo había expuesto o lo había dictado, había imaginado su escenificación. Había dado la idea -nadie tiene nunca en cuenta ese peligro, el de dar ideas y se dan sin pausa, a todas horas y en todas partes-, y no pude evitar preguntarme cuántas más de mis interpretaciones o traducciones habrían tenido consecuencias sin yo enterarme. Cuántas y cuáles. Me había pasado mucho tiempo dictaminando a diario con cada vez mayor soltura y despreocupación, oyendo voces y mirando caras, frente a frente u oculto desde la estación-estudio o en vídeo, diciendo quién era de fiar y quién no, quién mataría y quién se dejaría matar y porqué, quién traicionaría y quién sería leal, quién mentía y a quién le iba a ir mal o regular en la vida, quién me reventaba o me daba lástima, quién fingía o me caía en gracia, y qué probabilidades llevaba cada individuo en el interior de sus venas, igual que un novelista que sabe que lo que diga o cuente de sus personajes, o les atribuya o les haga hacer, no saldrá de su novela y no hará daño a nadie, porque por mucho que se los sienta vivos seguirán siendo ficción y nunca interferirán con ningún ser real (con ninguno en sus cabales, esto es). Pero no era este mi caso, no escribía yo nada con tinta y papel sobre quienes jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, sino que describía y descifraba a personas de carne y hueso y sobre ellas pontificaba y vaticinaba, y tanto mi acierto como mi desacierto, veía ahora, podían tener consecuencias nefastas y condicionar su suerte en manos de alguien como Tupra, que en esta ocasión no se había limitado a ser Sir Punishment y Sir Thrashing, sino SirDeath y Sir Cruelty, y Sir Vengeance tal vez. Y yo no había sido su instrumento, sino algo más infrecuente y quizá peor, su inspiración y su involuntario susurro al oído, su imprudente e inconsciente lago. No me importaba ni me interesaba mucho qué tuviera en contra de Dearlove, si le había tendido una trampa por iniciativa propia -mi trampa- o en extravagante misión de Estado o por el encargo bien pagado de algún particular particular. Eso era lo de menos. Lo que me atormentaba era pensar que había puesto en práctica mi plan que no era plan, y que para coronarlo con éxito no había tenido reparo en sacrificar la vida de un joven: 'Extraño tener que desprenderse aun del propio nombre', esta vez sí, y aquella víctima hasta carecía de él, se llamaba tan sólo R D. Preocupante e inverosímilmente, no había caído hasta entonces en el hecho más grave de todos y el que -comprendí al instante, con los tres periódicos desplegados sobre mis rodillas en aquel avión- más me iba a mortificar durante el resto de mi vida. Y por lejana que más adelante quisiera ver y lograra ver y fuera a ver la vinculación -así sería, me parecería remota e indeliberada, por mi parte al menos, y mi sentimiento de responsabilidad se atenuaría, y todo se asemejaría a un sueño, y con suerte me engañaría a mí mismo y lo haría desaparecer, sobre todo cuando se borrara el cerco y algún día me pudiera decir: 'Pero eso fue en otro país'-, a aquel chico ruso que ni siquiera sabía de mi existencia, como yo había desconocido la suya mientras le duró, lo habían matado por mi predicción o mi hipótesis o fabulación, por lo que había dicho y contado yo, y ahora habría de repetirme: 'For I am my self my own fever and pain. Y así yo soy mi propio dolor y mi fiebre'.

Lo primero que hice nada más entrar por la puerta del apartamento que llegó a ser mi casa durante cierto tiempo, amueblado ingenuamente por alguna mujer inglesa a la que nunca vi, fue marcar el número directo de Tupra. Era fin de semana y en el edificio sin nombre no habría nadie, o esa era la teoría, no era yo el único que se pasaba por allí a deshoras, para terminar tareas o informes o para revolver o indagar. Como me había sucedido al llamarlo desde Madrid, una voz de mujer me respondió. Pregunté por el nombre que me repelía utilizar, Bertie, para mostrar mi familiaridad con él, aunque no hacía falta, si conocía su número directo de casa alguna había de haber.