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– Quizá en nuestra Guerra había que describir y caracterizar más al espía -apunté-, porque eran más indistinguibles y les era más fácil fingir y esconderse. Tenga en cuenta que todos hablábamos la misma lengua, por ejemplo, lo cual no sucedía aquí, contra los nazis.

Wheeler me lanzó una de aquellas miradas suyas de fugaz enfado o de ascua -los ojos minerales, como canicas casi violetas o amatistas o calcedonias, o eran granos de granada cuando se le achicaban- que le hacían sentir a uno que había dicho una tontería. Era entonces cuando se le veía mayor parecido con Toby Rylands.

– Te aseguro que la mayoría de quienes espiaban aquí sabían inglés como tú y como yo. O bueno, mejor que tú probablemente. Eran alemanes que habían vivido en el país en la infancia, o que tenían un padre o una madre ingleses. También había ingleses de pura cepa, renegados, y bastantes irlandeses fanáticos. Pasaba lo mismo con quienes espiaban para nosotros en Alemania o en Austria. Hablaban un alemán excelente. El de Valerie, mi mujer, era impecable, sin rastro de acento. No, no era eso, Jacobo. Cuando yo pasé por allí, por vuestra Guerra, lo noté ya sobre el terreno. Había un odio abarcador que saltaba a la menor chispa y que no estaba dispuesto a tener en consideración ningún otro factor, ningún matiz, ningún otro elemento. Un enemigo podía ser buena persona y haber sido generoso con sus adversarios políticos, o mostrar piedad, o podía verse que era un pobre diablo inofensivo, como tantos maestros de escuela que fueron fusilados por los bestias de un bando y no pocas monjas rasas por los del otro. Nada de eso importaba. Un enemigo nominal era sobre todo eso, un enemigo; no se le podía perdonar la vida ni aplicarle atenuante alguna, como si no se viera diferencia entre haber matado o delatado a alguien y limitarse a tener ciertas creencias o ideas o meramente preferencias, no sé si me explico. Bueno, lo sabrás por tu padre. A los extranjeros intentaban contagiarnos ese odio, pero claro, no era compartible, no en ese grado. Fue una cosa extraña, vuestra Guerra, no creo que haya habido una igual nunca. Ni siquiera otras Civiles en otros lugares. Había una proximidad excesiva en la vida española de entonces, no será igual ahora. -'Sí lo es', pensé, 'hasta cierto punto'-. Las ciudades no eran grandes y todo el mundo estaba en la calle siempre, en los cafés y en los bares. Era imposible, no sé cómo decir, soslayar esa cercanía epidérmica, que es la que engendra el afecto pero también el encono y el odio. Para nuestra población, en cambio, los alemanes eran distantes, casi abstractos.

No se me había pasado por alto la mención de su mujer, Val o Valerie. Pero aún me parecía más interesante que por primera vez se refiriera abiertamente a su paso por mi país durante la Guerra, no hacía tanto que yo me había enterado de su participación en ella, de la que no me había hablado nunca antes. Le miré el rostro afilado -'Sí, se le han agudizado los rasgos y mira como mi padre', pensé o me reconocí del todo con pena: 'esa mirada insondable'-, y se me ocurrió que a lo mejor él sabía que ya no le quedaba mucho tiempo, y cuando uno sabe eso tiene que tomar decisiones definitivas sobre los episodios y hechos que, si jamás los cuenta a nadie, ya no habrá posibilidad de que trasciendan. ('No es sólo que uno se haga viejo, y que desaparezca', había dicho el pobre y condenado Dearlove en Edimburgo, 'sino que también irán desapareciendo cuantos puedan hablar de mí, como si padecieran todos una maldición'; y quién está libre de pensar eso.) Es un momento delicado por fuerza: en él hay que discernir sin remedio entre lo que se quiere que sea ignorado para siempre -que no compute, que no se conozca, que se borre, que no exista- y lo que tal vez se prefiere que un día pueda averiguarse y recuperarse, para que lo habido le susurre a alguien: 'Yo he sido', y los demás no digamos: 'No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'. (O ni siquiera eso, porque para negarlo hay que haber sido testigo.) Si uno calla absolutamente, estará impidiendo hasta la curiosidad ajena, y por tanto una indagación remota, futura. Wheeler, al fin y al cabo, habría tomado nota de que la noche de su cena fría yo le había preguntado cómo había tenido a bien llamarse en España, y que, de habérmelo él revelado, habría ido inmediatamente a buscar ese nombre en los índices onomásticos de todos los libros a mano, en su biblioteca de la Guerra, en la estantería oeste, y más tarde en los de otros. De hecho era él quien me había dado la idea, a mí no se me había pasado por la cabeza: quizá por simple vanidad congénita, ufana, o quizá más intencionadamente, para que después de inoculármela yo ya no me conformara y no soltara aquella presa, él sabía bien que yo no solía soltarlas, como él mismo y como Tupra. Acaso ahora estaba dispuesto a proporcionarme algunos datos y a alimentar mi imaginación, antes de que fuera demasiado tarde y ya no pudiera alimentar ni dirigir ni maquinar ni escenificar ni configurar nada. Antes de que quedara a la entera merced de los vivos, que casi nunca son piadosos con los muertos recientes. 'Eso es mucho querer saber, Jacobo', había contestado a mi pregunta directa. 'Al menos por esta noche. Otro día, ya veremos'. Tal vez había llegado ese día.

– ¿Qué hizo usted en la Guerra de España, Peter? -le pregunté sin preámbulos-. ¿Cuánto tiempo estuvo allí? No mucho, supongo. La otra vez me dijo que tan sólo había pasado por ella. ¿Con quién estuvo? ¿Dónde estuvo?

Wheeler sonrió divertido como aquella noche, cuando había jugado con mi curiosidad recién despertada y me había dicho cosas como 'Si alguna vez me hubieras preguntado al respecto… Nunca has mostrado el menor interés por saberlo. Ninguna curiosidad has tenido, por mis andanzas peninsulares. Deberías haber aprovechado otras ocasiones pasadas, ¿ves? Las cosas hay que pensarlas a tiempo, o anticiparlas'. Llevó la mano al respaldo de su sillón y tanteó sin éxito. Quería su bastón y no daba con él sin volverse. Me levanté, lo cogí y se lo entregué, creyendo que iba a ponerse en pie con su ayuda. Pero se limitó a cruzarlo sobre su regazo, o más bien apoyó los extremos en los brazos de su asiento y agarró el bastón con las dos manos, como si fuera una pértiga o una jabalina.

– Bueno, estuve allí dos veces, pero las dos poco tiempo -me contestó, al principio muy lentamente, como si no quisiera del todo que le saliera la información, las palabras; como si estuviera obligando a su lengua a anticiparse a su decisión plena, a la decisión de contarme aún no cabalmente tomada: al fin y al cabo podía desearlo, pero, como me había explicado con cierta vergüenza, no estar todavía autorizado-. La primera fue en marzo de 1937. En compañía del Dr Hewlett Johnson, cuyo nombre no te dirá nada. Pero quizá sí hayas oído su apodo, el de entonces y el de más tarde, 'el Deán Rojo'. -Hablábamos en inglés, 'the Red Dean fue lo que dijo. Claro que me decía, claro que lo había oído. De hecho no daba crédito.